Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

miércoles, junio 29, 2011

Maltrato



Maltrato: Tratar mal, golpear, herir. Menoscabo, injuria, echar a perder.
Sinónimos: Injuria, ofensa, agravio, humillación, ultraje, mortificación, vilipendio.


Hay días en que uno debería quedarse en casa. Ni tan siquiera asomarse a la puerta de calle. Para no  toparse con determinadas cosas. Ése tipo de cosas que uno procura evitar por aquello del: Ojos que no ven, corazón que no siente. Tal vez sea por eso que se dice por ahí que la mejor manera de transitar por esta vida es con los ojos del corazón cerrados, como una forma evasiva de no hacerse cargo de nada en absoluto. Blindar los sentimientos, negar, abandonar, desentenderse… en fin… pasar de largo o hacerse el gil para no involucrarse ni comprometerse; sin detenerse a pensar que todo aquello que ocasiona dolor a otros, pudiéndolo remediar aunque sea mínimamente, tarde o temprano, se nos vuelve en contra.Por lo general uno no sabe porqué las cosas malas suceden siempre de noche. Tenebrosas, como en una película de terror. 



EL CAMINANTE Y LA BESTIA  


Esa noche el viento, la llovizna y el frío parecían confabulados en tejer la urdimbre propicia que amordaza los corazones.
El trabajo duro, los conflictos personales, las deudas; acrecientan el deseo de llegar rápido a casa. Pasar un rato con los afectos. Un mate, una copa de vino, un sueño compartido, una caricia, una cama caliente. Ésos, y no otros, eran los rumbos por donde divagaban los pensamientos del caminante. Elípticamente igual hasta reiterarse en otro nuevo día.
Afuera todo era oscuridad, soledad y silencio, interrumpidos cada tanto por el ruido de los vehículos que levantan abanicos de agua sobre el asfalto, el ladrido de los perros, las ranas de los charcos o las voces anónimas que atravesaban las paredes de las casas y se difundían por el aire rancio de la barriada. También los pasos apagados de su andar apocado, el viento que arremolinaba cables y ramas allá arriba y el repiqueteo de las gotas bailoteando sobre el chaperío de las casas.
El agua moja pegoteando los pastos del baldío donde saben pastar los caballos y las gallinas. El caminante los había asimilado como parte del paisaje de tanto verlos.
Cruzar el descampado para acortar la distancia formaba parte de su rutina, por eso llamó poderosamente su atención el inusual movimiento  a un  costado del sendero. La forma como se sacudía la cresta de los deshilachados yuyos. Al observarlos, los sentidos del caminante se agudizaron e, instintivamente, aligeró el paso sujetando fuerte la correa del bolso.
Pasar y no mirar. Rápido, no sea cosa que…
Súbitamente la sombra comienza a agigantarse de la nada al sacudir su forma indescifrable. Se irgue y se derrumba sobre sí misma reiteradas veces. Como intentando el salto que nunca llega. Resoplando, bufando, bramando. El caminante no quiere volver la mirada. Preferiría no tener que enfrentarse con el monstruo de agua y barro que lo acecha. Precavido echa mano al cuchillo que lleva en el bolso. Intenta correr pero sin suerte. Él también cae y rueda sobre el resbaladizo pajonal. La suerte está echada. ¿Será este su final? Se pregunta mientras lucha entre la maraña jabonosa de lodo y paja en busca del  asidero que le ayude a zafar de aquella trampa. 
El alarido es tan aterrador que hiela la sangre. El caminante aprieta los párpados y hunde el rostro en el fango que huele a podredumbre. Sabe que la bestia está ahí, tan cerca que si se lo propusiera podría tocarla con su mano.
El aliento le quema la espalda cuando la cosa emite otro alarido, esta vez más lastimero. Como el de un alma errante que no encuentra descanso. Contrariamente a lo supuesto por el caminante, el golpe devastador no llega, sólo la extremidad ósea que se acerca arrastrándose sobre los pastos para posarse suavemente sobre su cabeza con extrema delicadeza. Como acariciándolo.
El caminante permanece tieso, conteniendo la respiración como una forma de no instigar el golpe que podría matarlo. Y así se mantuvo todo el tiempo que se lo permitieron sus pulmones. La cosa lo tenía atrapado bajo el peso de una de sus extremidades pero, ¿qué otra cosa podía hace además de persignarse y rezar?
El tiempo se estiraba y la situación no mejoraba. Y por eso, y sacando coraje de donde no lo tenía, muy despaciosamente fue despegando la cara del barro y sin soltar el cuchillo se dispuso a vender cara su vida. De un salto y tirando cuchilladas al aire se plantó sobre los pies y esperó. Delante suyo no vio a ningún ser monstruoso. Muy por el contrario, y para su total desconcierto,  la cosa horrible no reaccionó. Se encontraba recostada de lado y apenas respiraba. Con sus ojos fijos en el caminante, prolongando una de sus extremidades. Jadeante y exhausto, el monstruo se estira para tocarlo. Con el rostro dolorido y la mirada suplicante, como pidiendo piedad. El caminante toma conciencia y se arrodilla junto a la bestia. El rojo que todo lo embarra es sangre. La sangre derramada por el animal herido. Es mucha. El monstruo no resultó tal, es solo un caballo al que algún malparido se le ocurrió cercenarle una de sus patas de un hachazo.
Conmovido, el caminante, se despoja de su camisa para envolver el muñón y de esa manera detener la hemorragia.  Luego enciende un cigarrillo y se sienta junto al animal para acariciarlo. hablándole despacito, tarareando canciones hasta los primeros albores.
Ya no tiene apuro en llegar a su casa. Ni siquiera le molesta la lluvia. Ahora sólo quiere darle una nueva oportunidad a ése pobre ser que  agradecido le lame sus manos embarradas.
Hay días en que uno debería quedarse en su casa… para no ver...
Por LISA RAMOS








Nota: Esta historia mínima tiene su correlato verídico. Lisa, mi gran y enemistada amiga, fue protagonista directo de una realidad tan perversa como cobarde. En su solitaria cruzada se hizo cargo de la yeguita mutilada. No sólo le dió su cariño y su tiempo, sino también de la atención y la medicación que el caso requería. Con mucho esfuerzo y dedicación consiguió sacar adelante al infortunado animal. Y fue más lejos aún. Le compró una prótesis para que el animal pudiera andar por sus propios medios. Pero el animal ya estaba signado. El no contar con un espacio acorde para que la yegua pudiera ejercitar y la desidia infrahumana de su pareja, condenaron al equino a una muerte anunciada.
Lisa Ramos vive  en Zárate y convive con más de cincuenta perros recogidos en la calle. No recibe ayuda de nadie, ni tan siquiera de la Asociación Protectora de Animales y mucho menos del Municipio. Hasta ahora la pilotea bien y su sueño es poder comprarse un campo en donde vivir con todos sus animalitos.

Sirva este humilde relato para concientizar almas desprovistas de lo mínimo que se nos pide para transitar por estos planos existenciales que es: Un poco de amor..
Roque Paz



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