Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

domingo, diciembre 04, 2011

Caminando solo.





Alguna vez, de esto han pasado varias décadas, uno de ésos viejos sabios que nos pone en el camino la vida me dijo: " pebete, en la vida tenés que aprender a caminar solo,porque la única compañera fiel que vas a tener es tu sombra. De cara a la vida y sin recular." Y por más que le insistiera, don Sixto, nunca quiso profundizar en el tema. Evitaba la respuesta anhelada con un trago de caña seca o afinando la guitarra. Que, por otra parte, no significaba otra cosa que minimizar las cuestiones que no le importaban.
Me llevó mucho tiempo desentrañar el mensaje de aquellas palabras. 
Don Sixto, o el viejo Sixto, como se le conocía en el barrio era uno de esos personajes anclado a un pasado que se iba. Un guitarrero de ley. Un poeta arrabalero. Un cantador de historias en tono de milongas, tangos y camperas. Un hombre manso que alguna vez supo revalidar su estirpe orillera de poncho y cuchillo a puro coraje para defender su honor. 
Sixto, el hombre avejentado de vidas y aguardientes, vivía en la vieja casona descascarada y rectangular de la capilla "El Señor de los Milagros". Justo en frente de mi casa. Pasaba sus horas en un cuartucho en donde solo cabían un catre desvencijado, un ropero, una mesa, un par de banquetas, el calentador "eco", y la funda rígida de "la llorona".
Justa y Pepa, sus hermanas octagenarias, compartían la habitación contigua y allí esperaban pacientemente que el de arriba les tocara el timbre. Casi siempre enclaustradas entre cuatro paredes perfumadas de naftalina y humedad.
Por aquel entonces yo era el chico de los mandados. Una carrera de ida y vuelta de unos cincuenta metros hasta el almacén de don Saadi que hacía  en un periquete. El recado siempre era el mismo: Un paquete de "criollitas", 100 gramos de queso "Mar del Plata" y yerba "pájaro azul", y la recompensa eran un par de monedas, un beso "asqueroso"  y, si las viejas estaban de ánimo, se me permitía arremeter con "tutti" contra las teclas del desafinado piano de la sala o hacer sonar la campana.
Aunque era común verlas realizar las tareas domésticas, no alcanzaba a entender de dónde sacaban fuerzas para mantener limpias la iglesia, la sacristía y la sala. Don Sixto las ayudaba con el barrido de la galería y el patio de ladrillos blanqueado por el excremento de las palomas que moraban en lo alto de las dos añejas palmeras que custodiaban la iglesia de la calle Munilla.
Destellan en la memoria cálidas noches de verano en donde solía acoplarme a los hermanos mientras el vecindario apaciguaba el calor en las veredas. En el vaivén interrumpido de un silla mecedora de madera lustrada y esterilla con ronda de mates de leche, caña seca y rasguidos de guitarra. Visiones magistrales de un hombre con estirpe tanguera. Allí estaba él, doblado sobre la viola. En camiseta, con el funyi ladeado y las alpargatas de soga despeluchadas. El anillo de oro y piedra reluciente en su meñique y la uña tremenda de su pulgar guitarrero. Junto a él, "Milord", su fiel perro blanco, dormitando a los pies del amo. estampas que me tomé el atrevimiento de arrebatarles al tiempo para inmortalizarlos en el tríptico gardeliano "Che gardés".
"La llorona" en sus manos evocaba amores taimados. La gola gastada impostaba fraseos épicos de gauchos y tahúres. Quienes lo conocían afirmaban que era su único amor. Que se la había ganado en un duelo de amores ladinos a su antiguo dueño en una noche de copas y desengaños.
Me gustaba sentarme a escucharlo tocar, tanto como me fascinaba ver la destreza con que armaba sus cigarrillos. Podía pasarme horas enteras escuchándolo tocar pero el grito inoportuno de mi vieja siempre conspiraba en contra de mis deseos.
Un día cualquiera, como a todos nos llega en esta vida, le tocó partir. No hubo para Don Sixto más lágrimas que el de sus hermanas y las de un mocoso al que se le ahuecó el pecho de tristeza. No hubo velatorio, ni flores, ni alguien que rezara un responso. Sólo el traslado del cuerpo hacia ningún lado. Sólo sé que se fue dejándome un cúmulo de enseñanzas que la vida, luego de mi largo peregrinar por el laberinto de mis frustraciones y miserias, me brindó la oportunidad de ponerlas en práctica.
Tarde comprendí la verdad encerrada en las palabras de Don Sixto. Aunque, inconscientemente, nunca lo supiera; ése querido viejo, había implantado en mi interior el germen imprescindible para cualquier hombre que transite por los páramos circulares de la existencia. Y si bien a mi paso levanté torbellinos de vientos y fracasos pude darme cuenta a tiempo de que un hombre aprende a los golpes, pero más aprende cuando camina de la mano de su sombra que lo apuntala y jamás lo abandona.
Gracias amigo por abrirme los ojos. Gracias don Sixto.

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