Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

lunes, octubre 17, 2011

EL GORDO



Osvaldo Soriano nació en Mar del Plata en enero de 1943. Considerado como uno de los más relevantes y prolíficos escritores y periodistas del siglo veinte. Su obra, de inestimable valor literario, todavía continúa vigente y sus textos son material de consulta permanente en colegios y universidades. Perón le obsequió una pelota de tiento cuando era chico.  Nunca terminó el secundario. Fue futbolista. Cosechó manzanas en el sur. Trabajó como sereno en un frigorífico y en una metalúrgica, Limpió oficinas en París para sobrevivir. Su carrera periodística se inició en "El eco de Tandil". Hombre de izquierda, fumador, trashumante por naturaleza y noctámbulo confeso, nos legó un mundo de caminos polvorientos, de inmensidades, de aridez y supervivencia, de geografías quebradas y de soledades en donde los perdedores son los héroes anónimos e imprescindibles con que se nutre la vida.


Hijo único de un ama de casa (Araceli Mora) y un catalán (Alberto Francua), técnico electrónico, empleado como inspector en Obras Sanitarias. Desde pequeño vivió el desarraigo y la melancolía de los caminos, los hoteles y pensiones pueblerinas, las estaciones ferroviarias desiertas, la inmensidad del paisaje sureño, hostil y frío, matizada con la lectura de las historietas que llegaban semanalmente por tren; que sellaron su impronta estilística a lo largo de toda su carrera. Así transcurrió su infancia y gran parte de la adolescencia. Tandil, San Luis, Río Cuarto (Córdoba), Tandil nuevamente, Río Negro. Jugó al fútbol en una liga sureña y, tras variados empleos, se dedicó al periodismo. En el 69 viajó a Buenos Aires para trabajar como redactor en Primera Plana. Soriano tuvo su primer contacto con la literatura alrededor de los veinte años. 
Trabajó en Primera Plana y en La Opinión y fue corresponsal de Il Manifesto de Italia. En 1973 publicó la novela Triste, solitario y final (1973); considerada su mejor obra. Tras el golpe militar de 1976 abandonó la Argentina. Vivió en México, Bruselas y París, donde conoció a Catherine Brucher, esposa y madre de su único hijo: Manuel. Allí publicó sus novelas No habrá más penas ni olvido (1979) y Cuarteles de invierno (1981) Hasta su regreso en 1984. Desde entonces y hasta su muerte colaboró en el diario Página/12, del cual fue cofundador y columnista. Artistas, locos y criminales (1984), Rebeldes, soñadores y fugitivos (1988). Cuentos de los años felices (1993), Piratas, fantasmas y dinosaurios (1996) y Arqueros, ilusionistas y goleadores (1998), conforman el vasto y pintoresco bagaje narrativo de Soriano. Una serie de artículos y relatos breves que llenaron de picardía, colorido y talento su columna en Página/12. 
A sus plantas rendido un león (1988) su novela más exitosa le siguieron Una sombra ya pronto serás (1989), El ojo de la patria (1992) y La hora sin sombra (1995), su última novela.
La particular narrativa de Soriano le permite conjugar magistralmente la sintaxis propia de la novela negra americana para describir personajes y situaciones con un lenguaje tradicional a lo que le suma el excelso oficio periodístico. En sus novelas abundan los antihéroes, los negados y los perdedores. Como una forma de dignificar a estos seres olvidados en una geografía remota y hostil, y tan caros al sentir nacional y popular.  
Su talento cruzó fronteras y fue reconocido por el Grupo Editorial Tesis-Norma con el cual firmó un contrato por derechos de autor de 500.000 dólares. Llegó a vender más de un millón de ejemplares en todo el mundo. Publicó once libros. Y su obra ha sido traducida al inglés, francés, italiano, alemán, portugués, sueco, noruego, holandés, griego, polaco, húngaro, checo, hebreo, danés y ruso.
Su trabajo fue reconocido por la Fundación Konex y Quinquela Martín, entre otras, y en 1994 recibió el "Raymond Chandler Award", otorgado por el Festival de Cine Courmoyeur.
Fue guionista de los tres libros de su autoría que fueron llevados al cine. "No habrá más penas ni olvido", que dirigió Héctor Olivera, ganó el Oso de Plata en el Festival de Berlín '84. Las otras son: "Cuarteles de invierno" y "Una sombra ya pronto serás".
Osvaldo Soriano murió en Buenos Aires   el 29 de enero de 1997, víctima de un cáncer de pulmón, a los 54 años, y sepultado en el cementerio de La Chacharita.







La California Argentina
Osvaldo Soriano.

Ahí va Hipólito Bouchard, viento en popa y cañones limpios, a arrasar la California donde no están todavía el Hollywood del cine ni el Sillicon Valley de las computadoras. Lleva como excusa la flamante bandera argentina que ha hecho reconocer en Kameha-Meha, aunque los oficiales de su estado mayor se llamen Cornet, Oliver, John van Burgen, Greyssa, Harris, Borgues, Douglas, Shipre y Miller.

El comandante de la infantería, José María Piris, y el aspirante Tomás Espora son de los pocos criollos a bordo. Entre los marineros de la Argentina" y la "Chacabuco" van decenas de maleantes recogidos en los puertos del Asia, 30 hawaianos comprados al rey de Sandwich, casi un centenar de gauchos mareados y diez gatos embarcados en Karakakowa para combatir las ratas y pestes.

Al terrible Bouchard, como a todos los marinos, lo preocupa la indisciplina: sabe que algunos de los desertores que habían sublevado la Chacabuco" en Valparaíso se han refugiado en la isla de Atoy y quiere darles un escarmiento. Manda a José María Piris que se adelante a bordo de una fragata de los Estados Unidos e intime al rey que protege a los rebeldes.

Antes de partir, los piratas norteamericanos, que roban cañones y los revenden, dan una fiesta a la oficialidad de las Provincias Unidas: corre el alcohol, se desatan las lenguas y un irlandés con pata de palo comenta, orgulloso, la intención argentina de bombardear la California. El capitán de los piratas anota: en la bodega lleva doce cañones recién robados, y se adelanta con la noticia a Monterrey -la capital de California-, podrá venderlos a cinco veces su precio. El rey de Atoy no sabe donde quedan las Provincias Unidas, nunca oyó hablar de la nacionalidad argentina y teme una represalia española. Piris lo amenaza con la cólera del infierno, y el rey, por las dudas, hace capturar a los sublevados entre los que se encuentra el cabecilla. El comandante duerme en la playa y cuando divisa los barcos de Bouchard se hace conducir el bote para dar la buena nueva.

El francés desconfía: en la entrevista con el rey comunica la sentencia de muerte para los asilados en Atoy y trata, como en Karakakowa, de hacer reconocer la soberanía argentina. El rey se insolenta y dice, muy orondo, que los prisioneros se le han escapado.

"Comprometidos así la justicia y el honor del pabellón que tremolaba en mi buque, fue necesario apelar a la fuerza", cuenta Bouchard en sus Memorias. En realidad, basta con amagar. El rey manda un emisario a parlamentar a la "Argentina" y lleva a los prisioneros a la playa. Bouchard baja, arrogante y triunfal, les lee la sentencia y ahí nomás fusila a un tal Griffiths, cabecilla del amotinamiento. A los otros los conduce al barco y les hace dar "doce docenas de azotes". El 22 de diciembre de 1818 llega a las costas de Monterrey sin saber que los norteamericanos han armado la fortaleza a precio vil. Bouchard traza su plan: pone 200 hombres de refuerzo en la corbeta "Chacabuco", les hace enarbolar una engañosa bandera de los Estados Unidos y la manda al frente a las ordenes de William (o Guillermo) Shipre. Ya nadie recuerda la letra del Himno Nacional y Shipre hace cantar cualquier cosa antes de ir al ataque. Están calentándose los pechos cuando advierten que cesa el viento y la "Chacabuco" queda a la deriva. Desde el fuerte le tiran diecisiete cañonazos y no fallan ninguno. La "Chacabuco" empieza a naufragar en medio del desbande y los gritos de los heridos. Shipre se rinde enseguida. "A los diecisiete tiros de la fortaleza tuve el dolor de ver arriar la bandera de la patria".

Todo es desolación y sangre en la "Chacabuco" pero Bouchard no quiere pasar vergüenza en Buenos Aires. Las Provincias Unidas de la Revolución han autorizado a más de sesenta buques corsarios para que recorran las aguas con pabellón celeste y blanco y las presas capturadas son más de cuatrocientas. De pronto, la joven nación esta asolando los mares y las potencias empiezan a alarmarse. Todavía hoy la Constitución argentina autoriza al Congreso a otorgar patentes de corso y establecer reglamento para las presas (art. 67, inc. 22).
Los pobres españoles de California no tenían un solo navío para su defensa. Bouchard ordena trasladar a los sobrevivientes de la "Chacabuco" a la "Argentina" pero abandona a los mutilados y heridos para que con sus gritos de espanto distraigan a los españoles. Al amanecer del 24, mientras en Monterrey se festeja la victoria, Bouchard comanda el desembarco con doscientos hombres armados con fusiles y picas de abordaje. Lo acompañan oficiales que no saben para quién pelean pero esperan repartirse un botín considerable. A las ocho de la mañana, después de un tiroteo, la tropa española abandona el fuerte y retrocede hacia las poblaciones. A las diez, Bouchard captura veinte piezas de artillería y con mucha pompa hace que los gauchos y los mercenarios formen en el patio mientras hace izar la bandera. Sin embargo el capitán no esta contento. Quiere que en el mundo se sepa de él, que le paguen la afrenta de la "Chacabuco". Arenga a la tropa enardecida y la lanza sobre la población aterrorizada. Los marinos de Sandwich son implacables con la lanza y la pistola; otros tiran con fusiles y los gauchos manejan el cuchillo y el fuego a discreción. Dicen los historiadores de la Marina que Bouchard respeta a la población de origen americano y es feroz con la española. Difícil es saber cómo hizo la diferencia en el vértigo del asalto. La fortaleza es arrasada hasta los cimientos. También el cuartel y el presidio. Las casas son incendiadas y la Nochebuena de 1818 es un vasto y horroroso infierno de llamas y lamentos. Después del pillaje, Bouchard manda guardar dos piezas de artillería de bronce para presentar en Buenos Aires con las barras de plata que encuentra en un granero.
Durante seis días, sobre los escombros y los cadáveres, flamea la bandera argentina. Los prisioneros liberados de la cárcel ayudan a reparar la Chacabuco" mientras los soldados arman juerga sobre juerga con las aterradas viudas de España, episodios que las historias oficiales eluden con pudor.

Tanto escándalo arman Bouchard y los suyos en el norte que el Departamento de Estado norteamericano -cuenta el historiador Harold Peterson- "dio instrucciones a sus agentes para que protestaran vigorosamente contra los excesos cometidos con barcos que navegaban bajo la bandera y con comisiones de Buenos Aires". Sin embargo, recién en 1821, con Rivadavia como ministro de guerra, los Estados Unidos obtendrían un decreto de revocación de las patentes de los corsarios: "En su forma literal -dice Peterson-, este decreto representaba una entrega total a la posición por la cual Estados Unidos había luchado durante cinco años".

Para entonces, Bouchard ya había quemado toda California. Después de destruir Monterrey arrasa con la misión de San Juan, con Santa Bárbara y otras poblaciones que quedan en llamas. El 25 de enero de 1819 bloquea el puerto de San Blas y ataca Acapulco de México. En Guatemala destruye Sonsonate y toma un bergantín español. En Nicaragua, por fin, se echa sobre Realejo, el principal puerto español en los mares de Sur, y se queda con cuatro buques españoles cargados con añil y cacao y 27 prisioneros. Esa fue su última hazaña. Al llegar a Valparaíso, maltrecho por el ataque de otro pirata, Bouchard reclama la gloria pero lo espera la cárcel. Lord Cochrane, corsario al servicio de Chile, lo acusa de piratería, insubordinación y crueldad con los prisioneros capturados. Bouchard argumenta: "Soy un teniente coronel del Ejército de los Andes, un vecino arraigado en la Capital, un corsario que de mi libre voluntad he entrado a los puertos de Chile con el preciso designio de auxiliar a sus expediciones". Sobre las torturas ordenadas, se defiende así: "Que se pregunte por el trato que recibieron los tripulantes chilenos del corsario chileno Maipú u otro de Buenos Aires que, luego de apresado, entró a Cádiz con la gente colgada de los penoles".

Pasa apenas cinco meses en prisión. Al salir pone sus barcos a las órdenes de San Martín y le lleva granaderos a Lima. Ya en decadencia, reblandecido por dos hijas a las que apenas había conocido, se pone a las órdenes de Perú y en 1831 se retira a una hacienda. En 1843, un mulato harto de malos tratos lo degüella de un navajazo. Es una muerte en condicional: los apólogos de la Marina, que le justifican torturas y tropelías, no consignan ese indigno final.

Roque Paz

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