Antigua estación de trenes de Zárate |
En el año 2000 trabajé como sereno municipal en el edificio de la antigua estación de trenes de Zárate en donde funcionaba la Secretaría de Cultura. Nadie sabía, ni debía saber, por ese entonces, que era el escritor maldito que había ficcionado la muerte "accidental" de Carlitos menem Jr. Pero la noticia trascendió igual... con las previsibles consecuencias (y secuelas). Nadie allí, desde el corrupto director, hasta la persona encargada de la limpieza, se bancó que un, triste "porteño", sereno contratado por dos mangos, tuviera más prensa que cualquiera de ellos y así terminé. Así las cosas, no tardaron en armarme una "cama", acusándome de hacer abandono de trabajo. Como nunca me caractericé por ser poseedor de un espíritu genuflexo ni tampoco por hacer alarde de nada, me mandaron a cuidar muertos al cementerio. Y por ser una persona que no permite el manoseo renuncié, además de denunciar públicamente cierto manejos irregulares del dinero de los contribuyentes, el consumo de combustible para uso particular y la utilización edilicia como albergue transitorio en el semanario "La Posta", pero nadie se hizo eco de mi denuncia. Fue entonces que doblé la apuesta y publiqué este breve cuentito.
Del otro lado del puente viejo hasta el viento es puto y vigilante. Silba, aúlla y arrastra mugre, en arremolinados entuertos pestilentes que dejan resabios ácidos flotando en el denso aire que envuelve la vieja construcción.
Baba, diastasa mortal, y fluidos ponzoñosos chorreando por las paredes del serpentario. La histórica estación ferroviaria se sacude espantada con tanto profano irreverente. Cúmulo de anónimos espectros que juegan a ser en busca del reconocimiento que jamás llegará. Inexistentes entidades que, aferradas al ilusorio brillo de sus chapas de oficina, solo buscan perpetuarse en el tiempo.
Del otro lado todos conocen la historia del que vierte sus heces sobre cualquier expresión artística, idea o proyecto... Pero es tan fuerte el influjo y tanto el acostumbramiento que muy pocos son capaz de resistirlo.
A veces, cuando fenecen las luces, puedo verlos reptar sobre el piso de madera mal encerado. Los observo culebrear, intercambiar fluídos, y debo confesar que me atemoriza el brillo de sus ojos, la mueca falsa de sus sonrisas, cada vez que sus lenguas bífidas apuntan hacia el desprevenido forastero.
Y se retuercen, se anudan. Y se muerden unos a otros. Como si en el constante mordisqueo radicara el verdadero poder de la desidia. Retroalimentándose en el banquete de los ilusos y los descreídos.
Allí anidan, encuban sus huevos, trepan las columnas del alero que da a las vías, resbalan y caen. Pero no desfallecen y lo vuelven a intentar. Una y otra vez... Trepando, siempre trepando... Sobre los pórticos grises hay vestigios seminales. Resabios de la pócima de algún iniciado salpicando el retrato de el "Chivo" Scabboni que apretuja un cigarrillo de grafito mal liado. Mancilla la pureza de los trazos el tajo de un hereje. Lo he visto llorar de impotencia frente al gaucho ladino que le escupía la cara.
Tengo deseos de huir pero no puedo. Quizás sea demasiado tarde para mí. El círculo de baba, en el que estoy atrapado, se cierne cada vez más. Estoy perdido.
Diviso, en medio de la bruma de aquel antro prostibulario, la silueta inconfundible del hombrecito de lentes estacionando su flamante automóvil blanco. Realiza un ademán grandilocuente con uno de sus brazos e inmediatamente la niebla obedece a su mandato. Los ofidios acuden a su encuentro para reverenciarlo. Él les sonríe complacido; mañana habrá prensa. El gran Nelson ha llegado y me acuchilla con la mirada. Es el fin anunciado...
De repente algo inesperado sucede. La nota musical arrancada al piano que reposa sobre las baldosas negras y blancas de la antesala, vaya a saber porque piadosas manos, rompe el encanto. Entonces huyo como un ciego y mientras lo hago siento el crugir de las maderas secas bajo mis pies. Ni loco me atrevería a volver la vista. Enfrente, las luces se encienden para alumbrarme el camino y saborear la libertad.
El anciano pasa junto a mí. Musita algunas palabras en un dialecto desconocido. Hecha una bocanada de humo alucinógeno, lanza una carcajada feroz y se volatiliza en el aire.
Del otro lado del puente viejo, hasta el viento es puto y vigilante. No me lo contaron, amigo. Lo viví.
Reo West.
Tuvieron que pasar un par de años antes de que el gran Nelson fuera removido del cargo, pero gracias a sus buenos contactos consiguió, como todos en la política argentina, su premio: un puestito en el "Tren Cultural de la Provincia." Eso fue lo último que supe de las andanzas de este ofidio trepador.
A veces, cuando fenecen las luces, puedo verlos reptar sobre el piso de madera mal encerado. Los observo culebrear, intercambiar fluídos, y debo confesar que me atemoriza el brillo de sus ojos, la mueca falsa de sus sonrisas, cada vez que sus lenguas bífidas apuntan hacia el desprevenido forastero.
Y se retuercen, se anudan. Y se muerden unos a otros. Como si en el constante mordisqueo radicara el verdadero poder de la desidia. Retroalimentándose en el banquete de los ilusos y los descreídos.
Allí anidan, encuban sus huevos, trepan las columnas del alero que da a las vías, resbalan y caen. Pero no desfallecen y lo vuelven a intentar. Una y otra vez... Trepando, siempre trepando... Sobre los pórticos grises hay vestigios seminales. Resabios de la pócima de algún iniciado salpicando el retrato de el "Chivo" Scabboni que apretuja un cigarrillo de grafito mal liado. Mancilla la pureza de los trazos el tajo de un hereje. Lo he visto llorar de impotencia frente al gaucho ladino que le escupía la cara.
Tengo deseos de huir pero no puedo. Quizás sea demasiado tarde para mí. El círculo de baba, en el que estoy atrapado, se cierne cada vez más. Estoy perdido.
Diviso, en medio de la bruma de aquel antro prostibulario, la silueta inconfundible del hombrecito de lentes estacionando su flamante automóvil blanco. Realiza un ademán grandilocuente con uno de sus brazos e inmediatamente la niebla obedece a su mandato. Los ofidios acuden a su encuentro para reverenciarlo. Él les sonríe complacido; mañana habrá prensa. El gran Nelson ha llegado y me acuchilla con la mirada. Es el fin anunciado...
De repente algo inesperado sucede. La nota musical arrancada al piano que reposa sobre las baldosas negras y blancas de la antesala, vaya a saber porque piadosas manos, rompe el encanto. Entonces huyo como un ciego y mientras lo hago siento el crugir de las maderas secas bajo mis pies. Ni loco me atrevería a volver la vista. Enfrente, las luces se encienden para alumbrarme el camino y saborear la libertad.
El anciano pasa junto a mí. Musita algunas palabras en un dialecto desconocido. Hecha una bocanada de humo alucinógeno, lanza una carcajada feroz y se volatiliza en el aire.
Del otro lado del puente viejo, hasta el viento es puto y vigilante. No me lo contaron, amigo. Lo viví.
Reo West.
Tuvieron que pasar un par de años antes de que el gran Nelson fuera removido del cargo, pero gracias a sus buenos contactos consiguió, como todos en la política argentina, su premio: un puestito en el "Tren Cultural de la Provincia." Eso fue lo último que supe de las andanzas de este ofidio trepador.
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