Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

martes, agosto 02, 2011

AEROSOL - cuento




“La locura colectiva conduce al suicidio individual.”




Lo atraparon, como quien diría, con las manos en la masa.
Allí, tendido sobre el húmedo piso de baldosas quebradas, “alcahuetas”. Despojado de ropas y prejuicios. Con el cuerpo del delito incrustado entre los dedos de su pálida mano. Inconclusa la obra. Sin darle tiempo a desparramar, ni alegrías, ni emociones, de ninguna índole.
El mágico latón escupiendo un póstumo estertor azul acrílico que comenzaba a extinguirse en la exigua, descarnada, frase que no llegó a ser “… retornen al huev…”, y que parecía danzar en peligroso equilibrio sobre la base misma, ahora psicodélica y poli cromática, del Gran Falo Argentino (obelisco para los conservas emocionales). Última de las correrías, del ahora apresado, Perico Luz (a) “el pintor esquizo”.
“Buscado vivo o muerto”, rezaba la frase que encabezaba aquellos pasquines amarillentos que empapelaban las paredes de nuestra chata- chota ciudad, a la que algunos todavía se empeñan en llamar “La reina del Plata”. Recompensa, y valga la redundancia: “1.000 patacones de plata”.
A Perico lo traicionaron el frío, el hambre y, según comentan las malas lenguas, el gallego ortiva de la ferretería.
Parte de las causas que propiciaron su detención habría que buscarlas en su desenfrenada carrera para tornar la gris ciudad por rosas. Como así también mirar hacia atrás en el tiempo. Más precisamente hacia los inicios de su apostolado. Hacia la madrugada cuando, preso de un arranque demencial de cromopatía, desvirtuó los insípidos negro-amarillos de un taxi adormecido, en un inmoral concierto de trazos y diseños de impresionante colorido
Aquella fue su primera travesura. Por entonces contaba con trece ingrávidos años. Y tal osadía le valieron veinticuatro horas de encierro e incomunicación.
Todos aquellos que pidieron su detención jamás imaginaron el favor hecho al muchacho. El encierro no hizo más que motivar su rebelión. Al extremo de oírle decir, y como tantas veces le gustaba afirmar, pleno de luz e ironía: “esta es mi vida, loco. Y todo en ella se reduce a tergiversar los colores preestablecidos. Vivo, amo, lucho, lloro, y cuando me llegue la hora quisiera irme envuelto en colores…”
Recuperó la libertad pero fue muy poco lo que pudo disfrutar de ella. Tiempo después iba a parar con sus huesos, y su bien ganada fama de peligroso subversivo, a un reformatorio; adjunto a un abultado prontuario en donde se destacaban los siguientes delitos: Haber coloreado de “verde esperanza” la sala de terapia intensiva del hospital Borda. Un cementerio profanado (en honor a la verdad, decorado los mausoleos en donde reposan los restos fosilizados de ilustres personajes en el cementerio de La Recoleta). Y a dos indefensos jubilados que se asoleaban, una mañana de otoño, sentados en un banco de plaza Flores, a quienes sorprendió y ultrajó con sus endemoniados latones.
Perico no escarmentó, luego de buscar con denuedo el modo de lograrlo, fugó de aquel ruin encierro. Se marchó del reformatorio de la mano de las sombras una noche de septiembre. No sin antes atacar con sus aerosoles a tres celadores que intentaron evitar el pintado de la fachada de aquella prisión de ultratumba mal llamada “reformatorio”. El sangrado de su apresurado grafiti expresaba toda la bronca contenida:
“¡Puta ciudad, te di una rosa y sólo me devuelves una espina…!”

“Un loco psicópata anda suelto por la ciudad. ¡Es peligroso! -Vociferaban alarmadas las autoridades. - “Urge atraparlo, y es nuestro deber escarmentarlo”.
Se organizaron grupos de búsqueda. Se alertó a la población. Se prometieron suculentas recompensas (muchas de ellas ofrecidas por los propios damnificados), y no se escatimaron ni esfuerzos, ni recursos, para echarle el guante. “Cualquier información que contribuya a su captura será bien paga”. Pregonaban anodinos locutores de radio y televisión con la gola impostada. Pero Perico no daba señales de vida.
Por ahí cundía el pánico cuando alguien, o algunos, aseguraban haberlo visto en tal o cual lugar. Correteando desnudo por Rosario, Mendoza o Castelar… Riendo y brincando como un fauno. Mancillando el Monumento a la Bandera. Coloreando las bodegas y viñedos mendocinos, o entintando el óxido de los talleres del Ferrocarril Oeste.
Camuflado de colores, Perico, asestaba golpe tras golpe, muñido de un arsenal de prodigiosos latones. En los lugares más insólitos. A las horas más inusitadas. Dejando, tras de sí, todo un mundo de colorida poesía.
Ahora había llegado al punto límite de operar en el mismísimo corazón de la ciudad. Burlándose de sus próceres, de sus mandatarios, y de sus corruptas investiduras.
Sus furtivas incursiones daban cuenta del Palacio Legislativo, como así también de un grupo de congresales en estado deliberante. La Catedral (con monseñor incluido), y hasta el edificio Libertad del ejército argentino. Amenazando cargar contra el obelisco y, en el futuro, la Casa Rosada (la estúpida casquivana, la apodaba el bastardo), en un futuro cercano.
Tanto esfuerzo para nada. Su endeble anatomía. Sumado al hambre, al frío, a la soledad de su cruzada y a la insolencia maniática de tamaña odisea, lo perdieron. También contribuyeron a minar sus ímpetus, la desleal persecución de que fuera objeto.
Desarmado y esposado fue conducido a la oscura mazmorra en donde permaneció hasta el día del juicio oral.
De igual modo caminó hasta el centro del lúgubre recinto legislativo para escuchar su sentencia.
Perico se estremeció al pensar que se derretiría bajo el fuego abyecto de aquellas miradas condenatorias. Sin embargo permaneció incólume, embutido en la formalidad de la ropa impuesta, a la espera del veredicto de los jueces.
Perico hubiera preferido comparecer a su manera. A flor de piel, envuelto en una guirnalda de flores celestes, por él pintadas. En cambio tuvo que resignarse al traje oscuro de rigor.
“Un reo carece de defensa. Se lo condena mucho antes de conocerse la sentencia”. –reflexionó. -
De pié. Con la cabeza erguida y con la mente encaprichada en inventar nuevos colores que ya no serían, soportó la perorata pergeñada por los jueces, los fiscales y los testigos (oculares y culeados).
Sólo se atribuyó el derecho de dedicarle una escueta mirada a su entregador que, al notarlo, agachó su cabeza avergonzado. El gaita traidor que le proveía los aerosoles a cambio de ponérsela en su apestoso culo. Si hasta creyó oír el tintineo de las monedas que le abultaban los bolsillos del pantalón. El ferretero, convertido en la encarnación de Judas, era la única persona que conocía los planes de Perico de vilipendiar el honor de los argies, profanando su Palo Mayor.
Se hizo un pesado silencio cuando el juez invitó al acusado a realizar su propio alegato. Y Perico, conocedor de antemano de la pena, metió una de sus manos en el interior del holgado saco para extraer, ante la atónita mirada de todos los presentes, sus letales armas, (aerosoles que un alma caritativa le acercara por la noche). Entonces, con sus cañones lanza pintura, comenzó a colmar el espacio de colores.
Cada movimiento, cada giro, cada trazo iba cobrando vida propia y se acoplaba al fantástico ballet dirigido por el loco.
Como broche final y para conferirle un decoroso remate a su locura, pintó con mano presta, una escalera de color turquesa que dividió el aire viciado del recinto en mitades. Con una enorme sonrisa en los labios, Perico, subió de dos en dos los peldaños hasta la parte más alta, y rayando con su brazo el cielo raso, desparramó una estela líquida de resplandeciente color rojo encantado que descendió abruptamente. Acto seguido, cruzó la vertical con un verde violáceo y le dio forma final al cadalso.
Perico ofrendó una simpática risita (la última) al honorable tribunal y luego, con ademán irreverente, volvió a pulsar el disparador de sus aerosoles con la intención de delinear un lazo de mariposas tornasoladas alrededor de su delgado cuello. Parsimoniosamente, como si se tratara de un ceremonial, fue ciñendo el nudo, previo a saltar al vacío en medio del ¡ohhh! generalizado de la gente.
“Chau, loco… Todo pinta, chau…” Fueron sus últimas palabras.
El cuerpo de Perico permaneció suspendido a la vista de todo el mundo por unos instantes. El rato que emplearon las aladas criaturas en despojarlo de las mundanas vestimentas y lamer cada centímetro de piel para quitarle todo vestigio humano. Segundos después, el cuerpo iluminado de Perico se esfumó con ellas para siempre.
Así, de esa manera, Perico Luz se fue de nosotros (espurios jueces improvisados), rodeado de las más hermosas tonalidades jamás imaginadas por mente alguna. ¿Su delito? Haberle pintado la oreja a lo más execrable de la sociedad: las instituciones y sus mentores.

Reo west
De su cuentario “Café con Musas”

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