El 26 de febrero de 1998, Sofía Fijman Socolosky, de 75 años, muere al ser aplastada por un portón corredizo en un edificio de la SIDE (Secretaría de Inteligencia del Estado) cuando intentaba alimentar a los gatos que se refugiaban en el lugar, predio sito en la calle Libertad 1235. La mujer había sido intimada en varias oportunidades. Frecuentemente, y desde el interior de la Escuela de Inteligencia, alguien accionaba el mecanismo de apertura y cierre del portón, o gritándole que la iban a "matar a ella y a los gatos" cada vez que la mujer se arrimaba al portón. Ricardo Alberto Dáttoli, único imputado en la causa, alegó que se trató de un infortunado accidente. El hijo de la mujer, Marcelo Socolosky, sostuvo que "a su madre la mataron por judía y porque ésta gente está cebada de impunidad..."
El animalito arqueó el lomo, mostró las uñas y ronroneó un rato. Una cola larga como un periscopio, emergiendo gris y blanco de la noche, se paseaba inquieta del otro lado de la reja pesada. Otro felino, de mirada fosforescente permanecía ingrávido, suspendido en el dintel de un ventanal.
La lengua rosada peinaba su pelambre amarillo con grácil vaivén. Otros, en tanto, se entretenían cazando mariposas nocturnas que dibujaban círculos tortuosos alrededor de los faroles de luz blanca que iluminaban el lugar. Y otros, simplemente, aguardaban impertérritos la llegada. Ella vendría...
El hombre de los zapatones tomaba café. Era corpulento y tenía el rostro cubierto con una barba rala y pringosa. Sus ojos inquietos fluctuaban entre el reloj de pared y los monitores. Bebía con sorbos lentos su café, mascaba chicle, se rascaba la nuca, fumaba, manipulaba los controles como jugando con ellos, escuchaba música en su walkman, tiraba su cuerpo hacia atrás... Fumaba, sorbía de la taza, controlaba la hora... Ella vendría.
Afuera del edificio sólo la noche y el ruido de los automóviles al pasar. Veredas arboladas, aceras despobladas. Luces y sombras enmarañadas cayendo sobre la fachada de los caserones de aquel barrio tranquilo... Ojos indiscretos sondeando el entorno. Siseando en giros de ciento ochenta grados; y los gatos paseándose como si nada, por aquí y por allá. Intuyendo que ella vendría.
Los cordones colgando antojadizos encima de la consola. Luego alegaría que la culpa de todo fue de ellos: "uno es grande y torpe, tropecé y caí encima del tablero... sin querer activé la reja..."
El macho gris y blanco fue el primero que se percató. Detuvo su ir y venir, bajó su cola periscopio y paró las orejas. Estas se movieron mecánicamente para prestar atención al menor indicio. Estiró el cogote y se irguió sobre sus patas traseras. Como si aquella acción formara parte de una tácita estrategia, el resto de los animalitos corrió hacia el portón. Era ella que se acercaba, como todos los días, a la misma hora.
El hombre de los borceguíes desacordonados sacudió su aburrimiento. Con un hábil movimiento de manos apuntó los ojos electrónicos hacia la frágil figura que avanzaba. Realizaba tareas de vigilancia en el edificio.
Cámara uno: acercamiento máximo... cámara dos: seguimiento al sospechoso... cámara tres: congelamiento de imagen... cámara cuatro: todo bajo control.
Los gatos, sin saberlo, realizaban una excelente labor. Sólo bastaba estar atento a sus movimientos para saber que ella estaba llegando. Era estrictamente puntual. Por eso el café, espeso y sin azúcar, para mantenerse lúcido. Al fin y al cabo era un agente operativo, entrenado para desenvolverse en situaciones extremas. Reclutado e instruido por la Secretaría de Inteligencia. Su vasta foja de servicios así lo constataba. Sin duda se trataba de uno de sus mejores cuadros.
Los felinos se agitaban contra la reja pesada. maullaban. sacaban sus patas por entre los barrotes de hierro oscuro. Ella no sabía si el siseo provenía de los animales o de las cámaras. Tampoco era una cuestión que le importara demasiado. Lo suyo era caridad humanitaria. Hacía tiempo que realizaba la misma rutina. Cada noche de cada día... siempre igual. Con lluvia, con frío. Alguien tenía que alimentarlos. Caminar las pocas cuadras que separaban su casa del inexpugnable edificio de altos muros no le molestaba en absoluto. Con el paso lento y la bolsa de nylon colgando del brazo.
Missshhh, missshhh... yo te voy a enseñar judía de mierda... hoy no te escapás. Lo tengo todo calculado, confiate nomás...
El hombre de la barba pringosa rió satisfecho cuando el primer plano de la mujer colmó la pantalla del monitor. Missshhh, missshhh... La mujer hizo una bola de carne y la arrojó a través de la reja de la puerta pesada. El agente experimentó sensaciones extrañas. Los gatos pelearon entre sí por un poco de alimento. Missshhh, missshhh... La mano extendida a través de la reja pesada. El dedo húmedo acaricia el botón. Adrenalina. Un gato brinca atrapando su comida en el aire. otro tira zarpazos y rezonga. Missshhh, missshhh... Un siseo diferente y metálico de puerta descomprimidas que arremete cuán intruso. Y las cámaras que lo registran todo. Los gatos se alejan asustados. La dama se adelante un par de pasos. Missshhh, missshhh...
La trampa se cierne en tanto que los ojos del agente van adquiriendo un brillo maléfico, similar a los de un gato enfurecido. El dedo pulsa el botón. El ruido de los metales al chocar estalla en sus oídos. Ruidos de huesos quebrados y una mirada cuajada de espanto. Una risita insana, cargada de satisfacción, emerge finalmente de los labios del hombre preparado para actuar en situaciones peligrosas. Los gatos huyen hacia la noche que les dará cobijo, difícilmente retornen. Missshhh, missshhh, missshhh... Me tropecé con los cordones y me caí... entendela, judía de mierda...
Reo West, de su cuentario "Antología impune".
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