Historia de
Andábamos por los andurriales,
cerca de nuestras madrigueras pero lo suficientemente lejos como para sabernos
fuera de la vigilancia de la familia.
Casas de doñas con varices y
luchadores de sumo engordados a vinacho, diésel de los camiones y asado. Había
en el aire un olor a tragedia que solo los perros y los pibes videntes parecen
intuir.
Y la vaca ciega siempre allí,
mirando sin ver, echada, ajena a los ruidos, con su cola de látigo y la
cornamenta inútil. Llegaba el vasco con un balde gris a ordeñarla y al rato se
iba, con la carga espumosa, hacia el caserón con arcada de chapa, recostado
como una barraca, herrumbrado bajo la sombra del otoño sin frutas ni aromas
vivos que se nos iba enquistando en la piel como un pegote. "¡Ladronzuelos
de siete suelas, ya los va a venir a buscar la policía", nos aullaba.
No éramos felices, no sé qué
queríamos, pero los pibes criados en esos arrabales saben mucho más de lo que
pueden decir. Quizás porque presienten que el final es el principio de una vida
para esclavos.
Pobres de nosotros que nos
dábamos cuenta de todo y lo único que anhelábamos era un milagro, un pequeño
milagrito. Sonaban los mensajes de un Perón ya difunto y el diario en primera
plana nos anticipaba que todo se estaba terminando. Que había malestar en los
uniformados. - Ellos tienen un laburo fijo, ¡no sé de qué se quejan! -expliqué
puerilmente.
El
Rúben me sonrió levemente.
-Ellos
son como vampiros, quieren matarnos a todos, primo. Hay que rajar lejos, a las
montañas.
Pensé:
“Podría ser guardiaparque lejos de esta mugre. Y el Rúben se podría emplear de
cualquier cosa que tenga que ver con las matemáticas”.
Había
que irse pronto: no soñábamos con ser médicos, ni arquitectos. Buscábamos algo
diferente intuyendo que por delante, ahí cerca de nuestras casas, en las
esquinas, nos esperaba la trampa de ser como los demás. O caer, como decía mi
primo, fusilados por lo que va a venir. Empezamos a robar. Primero espejos de
coches estacionados, luego picaportes de bronce, alguna golosina cara en los
primeros súper, estampas de santos, alguna bicicleta. Eso fue en el verano. Pero
ni eso nos satisfacía. Probamos con la única droga que teníamos a mano: dejar
de dormir. Y así empezamos una vida rumbosa, con el alcohol de la caña Legui y
la poderosa droga de la falta de sueño que nos hacía imaginar cosas.
Nunca
tuve tanta angustia. Empecé a robarle los trapax a mi madre, que me calmaban y
atontaban. Parálisis de no poder moverme sabiendo que estábamos en peligro.
Hablaba con mis padres. Mi viejo aseguraba que todo iba a explotar y se iba al
río con sus penas y su esperanza. Mi madre repetía “ay no sé dónde iremos a
parar con esta inflación”. Mi hermana ya no dormía en casa, escondida en
algún refugio. Nadie me daba una explicación lícita. Solo el Rúben que ahora se
había puesto de novio con una morochita petisa y bocona que lo retenía y me
impedía estar más con él. “Dejalo, soltalo que se va a perder y necesito que me
guíe, la puta que te parió”, pensaba decirle.
-¡Che,
Rúben, vamos urgente a Córdoba a escondernos! ¡Despertate boludo! -. Hizo un
mohín y señaló con el dedo hacia atrás, hacia la puerta del pasillo de su dama.
-Primo,
me parece que me acollararon. Encontré el amor definitivo-. Me dieron ganas de
trompearlo.
-¿Pero
y lo que se avecina, el quilombo, la metralla, todo el barrio inundado de
sangre como decís?
-Ah,
la piel que todo lo puede, voy a esperar la prueba de amor y después nos vamos,
primo. Vos preparate… -y se silenció por la llegada de su amorcito.
Luego
llegaron las materias previas, el perfume Crandall, la vuelta en moto prestada,
el Sambae de San Lorenzo, algunos besos que me dieron y que no supe devolver,
unos pesos ganados en La Florida como limpiador de la arena, la Negra Alicia y
su casa llena de humo, el novio de gafas que nos daba lecciones de marxismo, mi
hermana, de la que no teníamos noticias, todo aquel berenjenal de hechos me
hizo olvidar al Rúben, a quien veía casi nada capturado por su novia.
Fui a
los andurriales y casi me pongo a llorar. Casas donde las jóvenes se hacían
prostitutas por aburrimiento o para parar la olla y terminaban en el mejor de
los casos convertidas en pupilas alquiladas a algún quinielero que las habría
de colocar en las casas del centro. Los pibes serían policías, albañiles o
jugadores de fútbol. Estaban ennegrecidas como si el demonio las hubiera
secado. Sentí un escalofrío.
El 24
de marzo me sorprendió en Villa Giardino, en un hostal. Me enteré por la tele.
Lloviznaba y no tenía con quién desaguar el pánico.
Del
Rúben no supe más nada, ni de su novia tampoco. Dicen que los vieron en un
autito entrando juntos a un motel. Había logrado lo que buscaba, pero no le
alcanzó el tiempo para salvarse. Ni siquiera su tercer ojo se lo advirtió.
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