Lanzado a enorme velocidad por la carretera que costeaba un mar oscuro y terrible, turbulento, atravesando la espesa cortina de agua que arreciaba pesadamente sobre la desierta geografía de la renombrada ciudad balnearia, el Mercedes Benz, avanzaba hacia su cita obligada. A través de los cristales polarizados iban sucediéndose las fachadas distorsionadas de las mansiones y palacetes deshabitados, propiedad de acaudalados e influyentes personajes del jet europeo que año a año iba engrosando sus filas dando acceso a nuevos ricos de dudosas fortunas. “Así marcha el mundo; el dinero codeándose con el dinero…”, reflexionó.
Mosser se distrajo repasando mentalmente el nombre del dueño de cada mansión, de cada palacio, de cada villa. Ni siquiera se amilanó por la cantidad enorme de árabes que elegían Marbella como segunda tierra; él mismo había decidido instalar su centro de operaciones en la prestigiosa ciudad balnearia española, un punto estratégico para operar con cierta tranquilidad. Funcionarios sobornables y un fisco endeble, sumado a las preferencias de los pesos pesados del mundo de los negocios, convertían a la bravía costa ibérica en un paraíso de lo clandestino, el tráfico de narcóticos, de armamento, de influencias. La prostitución y todo aquello generador de fortuna y poder, se cocinaba realmente en aquella “zona franca”. Al sirio le fascinaba jactarse ante sus íntimos de ser arte y parte de ésa “Grand Cuissine”.
De tez aceitunada, alto y de pelo grueso y canoso, ojos oscuros y nariz prominente que caía abruptamente sobre unos labios delgados, casi imperceptibles, la figura del sirio causaba una fuerte impresión a quien lo tratara por primera vez. Esa misma impresión cambiaba a medida que se iba profundizando en su personalidad, por una curiosa mezcla de de respeto y temor acrecentada por el halo misterioso que lo rodeaba. Por cierto que Mosser conocía muy bien ese efecto y no hacía nada para contrarrestarlo. Su voz hosca y truculenta marcaba pautas claras en las mesas de negociaciones y era bien conocida su ganada fama de hombre de acción cuando debía pasarse de las palabras a los hechos. Lo acompañaba una astucia natural que le había permitido ascender rápidamente en los duros días de su juventud como una de las más ambiciosas promesas del bajo mundo árabe. Poseía, además, una inmensa fortuna amasada con inteligencia y extrema dureza, sumada a una practicidad sorprendente que le permitía conducirse como un pez en el agua, tanto en las calles como en los intrincados círculos mafiosos.
Ahora había sido contactado para llevar a cabo una misión de escarmiento y, pese a no estar totalmente de acuerdo con las órdenes recibidas, había aceptado por una mera cuestión de honor. En realidad lo que sentía por el gobernante rayaba más en la simpatía que en el odio.
Conocía íntimamente tanto al presidente como a su familia. En más de una oportunidad se habían encontrado en banquetes y agasajos, o concretado negocios en común. Podía afirmarse que lo apreciaba. Si hasta le había allanado el camino burocrático para obtener la doble nacionalidad.
La fachada del edificio no lo diferenciaba de los demás que se aglutinaban a lo largo de la vistosa callejuela empedrada: Paredes rústicas pintadas a la cal y un enorme pórtico de madera añeja a cuyos lados había ventanales enrejados y maceteros floridos de barro cocido. Tal la descripción que para cualquier turista podía ser digna de figurar en una postal. A no ser, claro estaba, por el discreto cartel negro con letras arábigas en oro que identificaba al sitio como uno de los más exclusivos y selectos clubes árabes. Ni siquiera por curiosidad podía alguien acceder sin el previo consentimiento del corpulento moro que anulaba cualquier intento, como una valla inexpugnable vestida de riguroso traje oscuro, camisa de impecable lino blanco abrochada al cuello y vistoso kepi púrpura que apenas ocultaba la lustrosa calva. Que no ponía mucho esmero en disimular su escasa cultura, sus malos modales, ni el lomo oscuro de la pistola que portaba bajo el saco.
Hasta allí llegó el blanco automóvil conducido por Osmar, el eficiente chofer, secretario y custodio personal del sirio quién, con buena muñeca, maniobró hasta dejar el vehículo frente mismo a las puertas del local. Apagó el motor y, bajando el cristal, saludó en árabe al mastodonte. Se apeó grácilmente para abrir, solícito, la puerta trasera a su patrón. Instintivamente se llevó la diestra a la axila como una forma de corroborar que su Beretta descansaba en la sobaquera. Luego se despojó de su chaqueta para proteger al jefe de la lluvia el escaso trecho que iba del coche hasta la entrada. Ambos ingresaron, no sin antes pasar por la requisa de rigor del portero la que no pasó de un breve cacheo dado la jerarquía del visitante. Nadie perteneciente a la Organización se atrevería a violar el protocolo preestablecido, y mucho menos tratándose de Mosser. Un par de palabras hilvanadas en tono bromista acompañadas de una palmada en el hombro por parte del capo sirio fueron suficientes para que el moro mostrara su colmillo de oro en lo que podía interpretarse como un ensayo de sonrisa mal articulada. Las pesadas puertas se abrieron, entonces, para los recién llegados. Los recibió un vaho saturado de olores a café y tabaco que endulzaba el lujoso salón.
El espacio interior estaba discretamente iluminado con candelas de bronce que colgaban diseminadas en las paredes y columnas, coloreando el ambiente de tonalidades azul-rojizo, con excepción de la amplia barra y el escenario que se destacaban por sus cuarzos y neones. Un cielo raso de color negro con infinidad de estrellas pintadas en oro era sostenido por una decena de columnas circulares doradas. Almohadones, tapices, alfombras y cortinados realizados en costosas telas combinadas con refinado gusto engalanaban las paredes, las arcadas y los pisos como si todo hubiera sido inspirado en un cuento de Las mil y una noches.
Sobre el escenario un grupo de músicos y una hermosa bailarina deleitaban a la media docena de parroquianos de miradas lascivas y billeteras generosas. Velos, tules y billetes cubrían las tremulantes curvas de la odalisca, mientras en el bar un par de mozos, vestidos a la usanza oriental, conversaban aburridos entre dátiles y anís picante.
Mosser se detuvo frente a ellos, saludó cortésmente e instruyó a su secretario para que lo aguardara allí. Osmar asintió con un leve movimiento de cabeza y, sin agregar nada, se sumó al grupo.
El humo le irritó los ojos. La humareda allí era tan densa que enturbiaba la visión. Todo allí atestaba a tabaco fuerte. Más allá de la escasa concurrencia, como si formara parte de la escenografía. La nube azulada nunca se disipaba, ni de día, ni de noche, simplemente gravitaba como una sábana perenne que se adaptaba grácilmente a cada forma y a cada relieve, abarcándolo absolutamente todo.
El sirio atravesó el salón con paso sostenido. Conocía bien cada uno de los vericuetos del local. Esquivó los cómodos sillones de terciopelo negro que se agrupaban en el reservado iluminado por diminutas lámparas de aceite, antes de internarse en el estrecho y oscuro corredor que flanqueaba la parte trasera del comercio. Golpeó suavemente con los nudillos la puerta de madera corroída y reconoció el rostro del ojo que escrutaba, con recelo, al otro lado de la mirilla. Se oyeron ruidos metálicos y la puerta se abrió de inmediato. La cara morena y huesuda de Kalil le ofrendó una sonrisa de bienvenida, cediéndole el paso. Se trataba de otro de los custodios. Un brevísimo diálogo de cortesía antes de acceder a la modesta oficina despojada de todo confort. Nadie que no conociera a su dueño podría imaginar que, en la trastienda de tanto lujo, alguien pudiera manejar asuntos tan delicados en todo el mundo enclaustrado en aquella pocilga.
Como mobiliario se destacaban un escritorio de metal con un par de sillas, y un armario, todo del mismo material descuidado, en donde podían verse varios libros de contabilidad y algunas carpetas de tapas mugrientas, una alfombra persa descolorida desparramada con apuro sobre el piso le daba un vago toque de distinción a la precaria habitación. Un pequeño calentador eléctrico en donde bullía el fuerte café oriental y dos lámparas de aceite por toda iluminación le infligían una cierta sensación lúgubre, tanto a la oficina como a su ocupante. No existían allí ni teléfonos, ni televisores, ni computadoras, ni ningún otro signo de modernidad. Hasta la roída bandera palestina que colgaba tristemente de una de las paredes parecía condenada a perecer, entre clavos, en aquel rincón oscuro del cuarto donde un camastro parecía ser lo más importante. Todo, en el interior de aquel cuartucho, contrastaba poderosamente con la suntuosidad exhibida en el salón.
Pero él no había llegado hasta allí en calidad de cliente en busca de esparcimiento, ni por una mera cuestión de negocios. Había sido citado por el propio El-Kir, y bien sabido era que muy pocos podían contrarrestar su voluntad. El-Kir era un mafioso preponderante que manejaba con mano dura la política exterior de algunos líderes fundamentalistas del Gran Estado Árabe de Allah. Financista y uno de los mentores del brazo armado de la Yihad islámica en el exterior. Muy poco era lo que de él se conocía; pero todos los caminos de la Europa Occidental conducían, indefectiblemente, a su persona.
Mosser se sentó en una de las incómodas sillas frente al diminuto árabe. Eran viejos conocidos que habían crecido juntos en un ignoto poblado de Siria. Los caminos de la vida los separaron para volver a reunirlos muchos años después, lejos del terruño natal y envueltos en historias tan turbulentas como encumbradas.
Ambos se estudiaron desde la profundidad de sus ojos oscuros. Fueron segundos que parecieron horas, como intentando retrotraerse a una infancia dura y difusa. La iluminación del lugar dificultaba sus deseos de clarificar la visión de aquellos rostros avejentados. Mosser intentó infructuosamente mejorar su propia óptica sobre el rostro ensombrecido de su antiguo coterráneo. Sobre el destello de la ampulosa gema adherida al delgado meñique izquierdo de su anfitrión que giraba encima del pocillo de café y las diminutas perlas de sudor cayendo dessganadas desde las sienes hacia el cuello descarnado y cobrizo de El-Kir lograban destacarse en la opacidad ambiental.
Mosser concluyó su café con una sonrisa complaciente entre los labios. El-Kir palmeó las manos. Inmediatamente uno de los guardias apareció portando una pequeña bandeja de plata con una botella de licor, dátiles y dos copitas. Dispuso las copas, una delante de cada hombre, y sólo sirvió la espesa y almibarada bebida cuando su patrón se lo indicó con imperceptible ademán. Fiel a la costumbre, vaciaron el contenido de las copas en absoluto silencio. El custodio volvió a repetir la operación dos veces más. El-Kir tenía verdadera debilidad por el licor de dátiles. Lo hacía preparar especialmente por miembros de la familia que preservaban el arte heredado de sus mayores para su exclusivo consumo. Realizar negocios con el astuto líder significaba, les agradase o no, a los circunstanciales negociantes, aceptar compartir el ritual de las tres copitas del empalagoso licor con que el sirio gustaba agasajarlos. Él había modificado la vieja costumbre árabe para adaptarlas a sus preferencias: Las de las tres tazas de té de menta.
- ¿Te importa si fumo? – rompió el silencio El-Kir, a sabiendas de que aquella acción molestaría a su amigo. Mosser jamás fumaba en reuniones, pero obvió hacer ningún tipo de comentario al respecto, sólo se encogió de hombros. De haberle respondido afirmativamente El-Kir hubiera omitido ese detalle; así que encendió el cigarrillo, cuidadoso de no fastidiar a Mosser con el humo en la cara. Más allá de las muchas diferencias conceptuales que los separaban se respetaban mutuamente. Nada ni nadie podía negarles el derecho de negociar lo que fuere, máxime si esto iba en beneficio de ambas partes. Aunque aquel no sería un encuentro lucrativo por igual. En determinadas cuestiones, El-Kir, hacía aflorar cierto sentimentalismo musulmán, distanciándose de la cuestión monetaria. A diferencia del ambicioso y materialista Mosser, él se consideraba a sí mismo como un adalid signado por la gracia de Dios.
- Bien, hablemos. – dijo Mosser.
- Ahá, hablemos… - asintió El-Kir mientras trataba de robarle una última gota de licor al fondo de la copa. – Alguna idea tienes – agregó chupándose la punta de su dedo índice.- He recibido un llamado minutos antes de tu llegada, donde se me aseguraba que habías sido contactado. Ha llegado la hora. Existe demasiada inquietud en algunos hermanos que se sienten ofendidos por ciertas actitudes del satán. Desde el inicio de la guerra piden a Dios en sus oraciones para que haga justicia. Me conoces, no hago otra cosa que interpretar sus voluntades…
- Entiendo. ¿Supongo que no te interesará conocer mi opinión al respecto?
- ¡Cuánta razón tienes, hermano! En asuntos tan delicados como este, ¿a quién podría importarle la opinión de un… de un…?
- ¿De un burdo materialista? ¿A eso te refieres?
- Algo por el estilo. Pero no lo tomes a mal, no fue mi intención ofenderte. No hay nada personal en mis palabras. A veces me dejo arrastrar por la pasión.
- Ambos somos demasiado pasionales en lo nuestro. Por lo que te pido no ahondar en cuestiones un tanto urticantes.
- Exacto. No nos desviemos del tema. Como te decía, mis hermanos están dispuestos a pagar un millón de dólares en oro por tus servicios. En este sobre están las instrucciones. – dijo El-Kir acercándole un envoltorio sacado de uno de los cajones de su escritorio.- El cómo, el cuándo y con quién, lo manejas tú. Quieren un trabajo limpio y efectivo, sin secuelas.
Mosser tomó el sobre y lo guardó en el bolsillo interior de su saco. Permaneció callado unos instantes como sopesando las probabilidades de triunfo de tan descabellada misión. Eliminar a un presidente, fuera este del país que fuere, no era una cuestión de todos los días. Muy distinto a colocar explosivos y volar edificios.
- Una pregunta… ¿Puedo negarme?...
- ¿Tú qué crees?¡Deberías regocijarte de ello? ¡Allah ha posado sus ojos en ti, eres un elegido! No puedes negarte a servirlo sin ofenderlo! Compréndelo, hermano Y hablando en términos terrenales, no desearía recordarte que me debes algunos favores… - agregó sonriente El-Kir.
La conversación había llegado a su fin. Y así se lo hizo entender. Mosser se incorporó y se despidió en árabe. Luego se dirigió hacia la puerta que comunicaba al pasillo exterior. Antes de cerrar la puerta la voz de su amigo lo detuvo: “Cualquier cosa que necesites. En cualquier lugar del mundo, solo házmelo saber. Allah te acompañe y te brinde el temple necesario para ejecutar su voluntad.”
El sirio abandonó el club con un dejo de preocupación en su semblante difícil de disimular, pero en nada comparable con la sorpresa que le aguardaba una vez abierto el sobre que detallaba las instrucciones finales.
Mosser, aunque más práctico y sutil que su amigo El-Kir, también sustentaba la idea del crimen en legítima defensa del honor de la comunidad islámica. No coincidía, en cambio, con la metodología del terrorismo porque, según sus propias palabras, “metían a todos los gatos en la misma bolsa”. {El se consideraba a sí mismo un hábil mercader. Pero un millón de dólares en metálico es mucho dinero, tanto en Marbella como en Manchuria, y además, no estaba en condiciones de cuestionar nada; ni podía quitar las manos del plato una vez que estaban manchadas y no precisamente con comida. No obstante, no pudo menos que experimentar una desagradable sensación que le erizó la piel cuando, en la intimidad de su biblioteca, rompió el sobre con las instrucciones entregadas por su amigo. La piel morena de su rostro empalideció y una fría transpiración le humedeció las manos. Leyó apresuradamente el mensaje escrito en árabe. La orden era terminante. Allí figuraba el nombre de la futura víctima junto al dibujo de una rosa negra y la frase remarcada en oro: “Allah es grande”.
Había supuesto mal, aunque no estaba tan errado al tratar de evadir responsabilidades en asuntos vinculados a la ejecución de un alto mandatario al cual lo unían ciertos intereses comunes.
Pero aquello sobrepasaba con creces su capacidad de asombro. Las órdenes no mencionaban a ningún mandatario. Iban muchísimo más allá, incluso en cuestiones tan caras al sentimiento musulmán. Tampoco se lo involucraba directamente como en anteriores ocasiones. ¡Se le pagaría un millón de dólares sólo para mover sus contactos e infiltrar un sicario en el círculo íntimo del presidente!
- ¡Mierda! – exclamó furioso. Atravesó la amplia biblioteca y se paró frente a uno de los ventanales. Buscó imperiosamente esa bocanada de aire fresco que le devolviera la capacidad de racionalizar el asunto. Abrió un ala de la puerta balcón y sacó medio cuerpo al exterior. Gotas heladas de lluvia le salpicaron el rostro. No le importaron ni el frío ni el agua que le llegaban en ráfagas turbulentas desde la profundidad de la noche. Inmóvil dejó vagar la mente y sus ojos se perdieron en el oscuro mar embravecido que se abatía como una gigantesca lengua espumada sobre los acantilados. Una lengua que todo lo lamía…
Que todo lo devoraba…
Tuvieron que transcurrir largos minutos en aquella soledad infinita que lo enmarcaba como a una aparición fantasmagórica en medio de la tempestad. Y tuvo que ser así, de la única manera en que Mosser logró recobrar su lucidez. Rato después ordenaba a su asistente que intentara comunicarse con el Paraguay.
Aquella noche le resultó difícil conciliar el sueño. Como musulmán conocía cual era el precio más alto que un hijo de la fe podía pagar en vida. Lo sabía cómo árabe y cómo padre de varones; ante Dios y ante los hombres.
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