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"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

sábado, septiembre 24, 2011

Novela "Una rosa para Junior" - (5) -



                                             Ciudad del Este, Paraguay. Febrero de 1995.

    En el interior del comercio familiar, Amed, sirio-libanés, de mediana edad, radicado desde hacía quince años en la mercantil ciudad paraguaya, pujaba con el bullicioso contingente de turistas en el eterno y obligado juego del regateo, tan enraizado en la cultura árabe.
     Lo hacía con un gracioso manejo del español, mechado con palabras portuguesas y alguno que otro bocadillo lanzado en su idioma natal. El verborrágico y afable mercader remarcaba la inmejorable calidad, como así también, y el mejor precio de toda la franja fronteriza en toallas, en sábanas, en frazadas, en manteles y en todo lo demás concerniente al rubro textil. Desplegando un sinfín de artilugios adquiridos en el transcurso de tantos años al frente del negocio, destinados a complacer los gustos y pretensiones de su eventual clientela.
Junto a sus hermanos, cuñados, esposas e hijos, Amed, encubría su verdadera ocupación, la parte oscura de su simpática apariencia. Tanto él como el resto de la familia se especializaban en el ingreso y egreso de árabes pertenecientes a distintas facciones que operaban temporariamente en lo que él denominaba “su” territorio; las tres fronteras. Paraguay, Brasil y Argentina. Ellos se encargaban absolutamente de todo. Documentación, libre acceso y tránsito; además de poner a disposición del interesado una bien nutrida agenda con los nombres de influyentes contactos en cualquiera de los tres países. Nada escapaba al eficiente Amed. Por su agenda desfilaba una inagotable lista de políticos, jueces, militares, diplomáticos, funcionarios… todos movidos por el mismo interés: el dinero que da poder. El bonachón comerciante era considerado el nexo obligado para operar en aquella porción del hemisferio Sur. El movía, entre otras cosas, los sutiles hilos de una de las más poderosas y terribles organizaciones mundiales con asiento y raíces en medio Oriente: La Hezbollah, organización fundamentalista y brazo armado del Islam, cuya característica principal era la continuidad de la Yihad en el exterior. También prestaban logística y colaboración a diferentes redes de narcotraficantes, falsificadores, contrabandistas de armas, sicarios de los carteles o con cualquiera que tenga vínculos con el crimen organizado. Como era lógico suponer, él solo accedía a brindar sus servicios previa consulta a sus hermanos musulmanes. Y es que nadie llegaba a Amed sin el asentimiento del Santo Profeta.
-         Vos compra… Mira calidad, mira. En toda frontera nada mejor, todo baratija. Amed tiene lo que busca. Toca tela. Nada supera precio, nada supera calidad… yo hago precio… aprovecha. Toca… toca… Lleva para familia tuya. – insistía Amed a un anciano vestido con llamativas bermudas verdes y una remera blanca con el dibujo estampado de un tucán con fondo de cataratas y arco iris que promocionaba Puerto Iguazú – Argentina. Zoquetes de nylon tres cuarto y sandalias de cuero trenzado, que no paraba de quejarse por el sofocante calor que lo agobiaba, aunque ello parecía no inquietarlo tanto como el juego del regateo. Era un digno contendiente del sirio.
-         Este gusta mucho a esposa. ¿Tiene esposa… hija mujer…nuera? Este queda bien con mujer… sí. – añadió mientras desplegaba el espléndido juego de sábanas a rayas negras, grises y blancas con terminaciones de encajes sobre el mostrador. Se hallaba abocado de pleno a la dura tarea de pelearle el precio al obstinado caballero de las bermudas chillonas que insistía en llevar dos al precio de uno, cuando fue llamado aparte por uno de sus hijos
-         Para ti, padre. De España. – le dijo en voz baja un adolescente alto y desgarbado como un escobillón. Se trataba de Abel, su hijo menor. El hombre balbuceó algo en árabe y, con una sonrisa amarillenta, volvió a dirigirse al argentino que aguardaba a un costado.
-         Disculpa a Amed, yo vuelve rápido. Atiende llamado importante y vuelve. Mi hijo Abel enseña todo… - y dicho esto se alejó delegando la tarea en el muchacho de pelo oscuro y retorcido como el de una oveja.
-         ¿Mosser?... ¡un gusto volver a oír tu voz nuevamente? ¡Alabado sea Dios! – exclamó el sirio al tomar la comunicación que, del otro lado de la línea, le llegaba clara y sin interferencias; mientras con su pié corría una pila de de cajas que le obstruían el paso. – Sí, te escucho perfectamente. Tú dirás… - agregó acomodándose en el sillón de mimbre que había en la trastienda. – recibí el mensaje de Osmar, quédate tranquilo. Esa niña está en buenas manos. Yo garantizo la entrada y la salida. Tú sabes, no somos ningunos improvisados. El único inconveniente podría surgir en los controles fronterizos si la mujer registrara antecedentes… Ah, tú dices que está limpia… nada con Interpol o algún servicio de inteligencia… No debes preocuparte entonces, mi gente va camino a Río… Amed tiene buenos amigos. En la Argentina no es difícil encontrar gente importante con deseos de entablar vínculos si hay dinero de por medio. La mayoría es amante de la buena vida y la ostentación. Es una raza hipócrita…
    La conversación se dilató algunos minutos. Curiosamente la misma no se desarrolló, ni en árabe ni en español, sino en un dialecto francés muy cerrado al cual recurrían siempre que la ocasión lo requiriera, como en este caso, la infiltración de un agente de Allah en misión punitiva.
    Era una particular forma de desorientar a las escuchas de los servicios de seguridad que habían reforzado la vigilia ante los notorios sucesos acaecidos en el vecino país. Sabido era que la cocina de los últimos atentados en la capital porteña tenía estrechos lazos con células asentadas en la Triple Frontera. Aquel particular modo de comunicarse mantendría ocupados a los espías. Para cuando lograran descifrar el mensaje ya sería demasiado tarde.
    Amed colgó el tubo del teléfono y elevó sus brazos al cielo en señal de gratitud y un breve versículo del Corán antes de retornar al salón de ventas, al rol de comerciante que tan bien desarrollaba.
     Como si fuera parte de un ceremonial y, luego de una excelente jornada de ventas, el bueno de Amed conjuntamente con su séquito familiar se despedían, casi al borde de las lágrimas, de los componentes de otro tour satisfecho, que no dejaban de agitar los brazos por las ventanillas del micro climatizado que los paseaba de un lugar a otro de la agraciada geografía fronteriza.


Aeropuerto de Barajas, Madrid, febrero de 1995.

Antes de abordar el vuelo que los depositaría en tierras brasileñas, Mosser realizó un último llamado   desde una cabina telefónica. Fue una comunicación breve y precisa, como para aventar dudas. Si había llegado tan alto no fue por cuestiones de suerte solamente. Desde muy joven, cuando se iniciara en el contrabando de hachís demostró sobrarle paño. Debía contarse con algo más que coraje y suerte para birlarle parte del negocio a las poderosas familias libanesas que se disputaban el mercado europeo. Y uno de sus mejores atributos fue, precisamente, el ser desconfiado.
   Mosser y El-Kir nunca habían congeniado del todo y pese a que éste jamás le hubo jugado una mala pasada, le hizo caso a su instinto. Sin vueltas de hoja telefoneó a Bagdad. Solamente un puñado de personas tenían ese número. Y los pocos que lo poseían se cuidaban de llamar por naderías. No fueron más de cuatro o cinco palabras intercambiadas en árabe. Más que suficientes para confirmarlo todo. La voz del Santo Profeta en persona corroboró las instrucciones contenidas en el sobre entregado por El-Kir. La orden de ejecución había manado de los mismísimos labios del Santo Profeta: “Una rosa negra para el traidor.”

Bagdad no olvidaba la afrenta. La venganza que había dormido casi tres años en el sentimiento de un pueblo masacrado por los cobardes bombardeos aliados. Había llegado la hora del escarmiento. Y el satán pagaría caro, allí mismo, en donde el dolor se agiganta con la fuerza y la furia de una tormenta de arena en el desierto, allí donde la sangre se hiela y se desmitifican los sentimientos. Allí, la espada de Allah atravesaría el corazón del blasfemo.
    El sirio sintió que se le aflojaban las piernas. La terrible maquinaria de muerte se ponía en marcha nuevamente. El aceitado mecanismo comenzaba a rodar y no existía fuerza en el mundo capaz de detenerlo.

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