Es el creador del cuento corto en Latinoamérica. Universalmente está considerado a la par de Edgar Allan Poe. Fue también pionero en la crítica cinematográfica. Cohabitó dos mundos: la ciudad y la selva.
Por Sylvia Saítta
El escritor Horacio Quiroga nació el último día del año 1878 en Salto, Uruguay; fue el cuarto hijo de Pastora Forteza y Prudencio Quiroga, un descendiente del caudillo riojano Facundo Quiroga. Desde muy pequeño, su vida estuvo signada por la muerte trágica: tenía sólo un año cuando murió su padre. Un tiro se disparó de su escopeta; en 1896 se suicidó el segundo marido de su madre; en 1901 murieron dos de sus hermanos de fiebre tifoidea; al año siguiente, mató accidentalmente a su mejor amigo cuando examinaba una pistola. Después de una muy breve estadía en la cárcel correccional, Quiroga dejó Uruguay para instalarse en Buenos Aires, donde asumió la nacionalidad argentina en 1903.
Al borde de dos nacionalidades, entonces, Quiroga siempre fue considerado por sus contemporáneos y por la crítica literaria como un fronterizo, un escritor que supo construir dos espacios de pertenencia –la selva misionera y la ciudad de Buenos Aires– que configuraron una identidad tensionada entre el escritor y el pionero, el homo faber y el homo sapiens.
El encuentro de Quiroga con la selva ocurrió en 1903 cuando, siendo todavía un joven poeta modernista y profesor de castellano en el Colegio Británico de Buenos Aires, participó como fotógrafo en la expedición que el Ministerio de Instrucción Pública encomendara al escritor Leopoldo Lugones para estudiar las ruinas jesuíticas en Misiones. Los principales biógrafos de Quiroga, sus amigos José María Delgado y Alberto Brignole, cuentan en Vida y obra de Horacio Quiroga que la selva había devuelto a la ciudad a un Quiroga bastante distinto: "Sus barbas más hirsutas y pobladas, dejaron de recortarse en triángulo para adoptar la cuadratura agreste, preferida por los profetas hebreos. En la diplomacia social, su conversación difícilmente abandonaba la sequedad monosilábica y el retraimiento del chúcaro. Empezó así a diseñar una silueta que el tiempo iría acentuando cada vez más: siempre, desde entonces, daría la impresión, en el ámbito urbano, de un leñador montés que anda de paso".
La corta estadía de Quiroga en Misiones devino viaje iniciático. A diferencia de su decepcionante viaje a París de 1900 –hacia donde se embarcó como un dandy pero del que regresó sin equipaje, con ropa usada y pasaje de tercera clase–, la excursión a las ruinas jesuíticas marcó un doble comienzo: el de su atracción por los modernos equipos en la reproducción de imágenes –la fotografía y luego el cine–, y sobre todo, el de su intenso vínculo con la selva misionera. Meses después, Quiroga regresó, como pionero, al norte argentino. Si bien perdió el dinero que quedaba de su herencia paterna en la siembra de algodón en el Chaco, donde había comprado terreno propio, el proyecto se mantuvo y en 1906, esta vez con dinero de su madre, compró varias hectáreas en los alrededores de San Ignacio, a orillas del río Paraná, donde construyó su primera casa, instaló una huerta y montó su taller. Allí vivió con su primera mujer, Ana María Cirés, con quien se casó en 1909 y con quien tuvo dos hijos, Eglé y Darío; allí también –y años después del suicidio de Cirés ocurrido en 1915–, vivió con su segunda esposa, Ana María Bravo, con quien se casó en 1927 y con quien tuvo a su segunda hija, llamada María Elena.
A partir de su primera experiencia en el Chaco, Quiroga diseñó un mundo literario propio: con "La insolación" dio inicio a sus cuentos del monte en los que predominan –como afirma Jorge Lafforgue en la edición crítica Todos los cuentos– la atmósfera tensa y los personajes parcos, que apenas pronuncian unas pocas palabras y cuyas angustias son sugeridas antes que explicitadas.
Desde entonces, y hasta su muerte, el 19 de febrero de 1937 (tomó cianuro en el Hospital de Clínicas al enterarse que padecía cancer), la vida y la escritura de Quiroga transcurrieron entre la selva misionera y la ciudad de Buenos Aires. En Misiones, Quiroga vivía la vida del pionero: levantó las paredes de su propia casa, trabajó la tierra, transplantaba yerba, aprendió a usar armas de caza, destiló naranjas y fabricó maíz quebrado, resina de incienso por destilación seca, carbón, tintura de lapacho, mosaicos de bleck... En cambio, la ciudad de Buenos Aires fue el ámbito del prestigio y de su consagración como escritor. Desde la exitosa publicación de su libro Cuentos de amor, de locura y de muerte en 1917, su nombre fue reconocido por el gran público y respetado por sus pares. En sus estadías ciudadanas, Quiroga participaba de las reuniones literarias y de las tertulias del grupo Anaconda, creado en 1921 como sede de enlace entre escritores argentinos y uruguayos. El año 1926 marcó su punto más alto de popularidad cuando la editorial y revista Babel de Samuel Glusberg le dedicó un número de homenaje en el que escribieron Alfonsina Storni, Benito Lynch, Baldomero Fernández Moreno, Juana de Ibarbourou, entre otros.
Un aquí y un allá; dos casas, dos espacios de sociabilidad, dos ámbitos de pertenencia. En ambos lugares, en Misiones y en Buenos Aires, Quiroga escribió sus cuentos, sus ensayos breves y sus críticas cinematográficas, que enviaba a gran cantidad de revistas, diarios y semanarios, donde se publicó la totalidad de su obra, después recopilada en formato de libros: El crimen del otro (1904), Historia de un amor turbio (1908), Los perseguidos (1905), Cuentos de amor, de locura y de muerte (1917), Cuentos de la selva (1918), El salvaje (1920), Anaconda (1921), El desierto (1924), Los desterrados (1926), Pasado amor (1929), Más allá (1935).
Sus incursiones en el periodismo habían comenzado en Salto, cuando colaboró en las revistas Gil Blas y La revista, y fundó su propia publicación literaria, Revista del Salto en 1897. Y continuaron en Buenos Aires, en diarios y numerosas revistas populares como Caras y Caretas, Fray Mocho, PBT, El cuento ilustrado, El hogar, La novela semanal, entre otras, donde Quiroga profesionalizó su práctica literaria en el marco de un incipiente campo cultural regido por las leyes del mercado. Se convirtió entonces en una de las figuras más representativas del escritor profesional: en el periodismo, Quiroga adquirió un entrenamiento inédito para sus predecesores convirtiéndose así en uno de los primeros narradores que hizo de la literatura un oficio pues escribir fue siempre su ocupación central; vivió de su trabajo y participó de la esfera pública en tanto escritor.
En Caras y Caretas –la primera de las revistas misceláneas destinadas a un público popular en el Río de la Plata– y a partir de 1905, Quiroga inauguró el cuento breve y moderno en la literatura rioplatense: la extensión del relato impuesta por la revista en función del espacio incidió en la economía narrativa de sus cuentos. Fue el mismo Quiroga quien, en su artículo "La crisis del cuento nacional" publicado en La Nación, reflexionó sobre sus comienzos literarios en Caras y Caretas subrayando, precisamente, el modo en que una imposición editorial se convirtió en "piedra de toque" de su eficacia narrativa: "Luis Pardo, entonces jefe de redacción de Caras y Caretas, fue quien exigió el cuento breve hasta un grado inaudito de severidad. El cuento no debía pasar entonces de una página, incluyendo la ilustración correspondiente. Todo lo que quedaba al cuentista para caracterizar a los personajes, colocarlos en ambiente, arrancar al lector de su desgano habitual, interesarlo, impresionarlo y sacudirlo, en una sola y estrecha página. Mejor aún: 1.256 palabras. (...) Tal disciplina, impuesta aun a los artículos, inflexible y brutal, fue sin embargo utilísima para los escritores noveles, siempre propensos a diluir la frase por inexperiencia y por cobardía; y para los cuentistas, obvio es decirlo, fue aquello una piedra de toque, que no todos pudieron resistir".
Y en efecto, intensidad y concisión son los términos que mejor definen el estilo de los cuentos de Quiroga en los cuales, "los trucs del oficio" del "más difícil de los géneros literarios", lo convirtieron en el más destacado discípulo de Edgar Allan Poe, Guy de Maupassant y Rudyard Kipling en el Río de la Plata, a quienes reescribió, citó y tradujo en sus cuentos y en los textos programáticos que acompañaron la escritura de la ficción. Tanto "El decálogo del perfecto cuentista" –que retoma los principales argumentos del "Método de composición" de Poe–, "El manual del perfecto cuentista" y "Los trucs del pequeño cuentista" como también sus crónicas periodísticas sobre la profesión literaria, la retórica del cuento o los vínculos entre literatura y mercado, explicitan las principales características de una poética basada en el cuidado estilístico, la precisión descriptiva, la ausencia de color local y el uso del efecto en el final de los relatos.
A su vez, Buenos Aires implicó para Quiroga el encuentro con el cine, la más moderna de las artes. "Cuando vivíamos en Buenos Aires –recuerda María Elena Bravo–, íbamos al cine todos los días." Esta fascinación lo convirtió en uno de los primeros críticos cinematográficos del Río de la Plata, actividad que comenzó en 1918 con sus colaboraciones en la revista El Hogar, continuó en Caras y Caretas –a cargo de la sección "Los estrenos cinematográficos" a la que firmaba con el seudónimo "El esposo de Dorothy Phillips"–, sus crónicas en La Nación y en la página semanal "El Cine" de Atlántida, en 1922, para finalizar nuevamente en El Hogar, en 1927. El nacimiento de las estrellas cinematográficas –el incipiente star system de los años veinte– fue quizás el aspecto que más tempranamente conmovió a Quiroga en tanto espectador y crítico de cine. Si bien dedicó muchas notas al análisis del lenguaje cinematográfico, al impacto del cine en las costumbres, al vínculo entre el cine y el teatro, o a los malentendidos entre los intelectuales y el cine, fueron los espectros en movimiento reflejados en la pantalla los que supieron provocar no sólo su mirada analítica sino también, y sobre todo, su imaginación fantástica. Porque es la dimensión fantasmal y mágica del cine la que Quiroga captó en cuentos como "El espectro", "El vampiro", y "El puritano", donde el cine sostiene la trama ficcional. En el cine, Quiroga también aprendió una nueva manera de narrar pues incorporó a su literatura tanto algunos de sus procedimientos centrales –el racconto, la ruptura de la linealidad narrativa, la elipsis temporal, el uso de tiempos y espacios diversos– como también nuevos temas y un nuevo sistema de personajes: los actores y las actrices de cine se mezclan con los protagonistas de los relatos; los personajes van al cine y se enamoran de las actrices que ven en la pantalla; los argumentos de las películas se narran en el interior del cuento.
Horacio Quiroga fue el primer espectador de la selva y el monte misioneros; el precursor de la crítica cinematográfica en el Río de la Plata; el creador del cuento breve y sus alrededores en la literatura latinoamericana. La importancia de su literatura trasciende las fronteras nacionales por la maestría con la que supo incorporar innovaciones formales fundamentales para la historia del cuento literario y por la creación de un espacio ficcional propio como el gran escenario del cambio cultural de comienzos del siglo veinte.
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