El próximo domingo, según todos los pronósticos, sondeos y encuestas, las urnas otorgarán al partido conservador un triunfo apabullante. Ya se pueden ustedes imaginar cómo les está sentando estos unánimes vaticinios de derrota a algunos de mis cofrades del Café Estar; vamos, que vienen a la tertulia tan mustios y desangelados como la hinchada del colista. Y yo, al verlos así, tan quitecitos, tan mohínos y tan tratando de hablar de cualquier cosa menos de su asunto predilecto, la política, pues, qué quieren que les diga, que se me encoge el corazón y hasta les acompaño en el sentimiento.
Y el caso es que a mí, estas elecciones me tienen casi indiferente porque sospecho que el gran asunto que se dirime, la tremenda asfixia económica que padece el país, no se solventa ni en Las Cortes y ni en el despacho de La Moncloa, sino en instancias más altas y opacas, que están tan alejadas como ajenas al escrutinio del domingo. Ella, que sabe mucho más que yo de todo el turbio barullo de las finanzas, porque es su pan nuestro de cada día, observa la campaña electoral con la misma indiferencia que servidor, salvo en un matiz acerbo que se le escapa cada vez que escucha a uno de los candidatos en un noticiario televisivo. Entonces, sus pupilas se vuelven de un hielo asesino, y su boca primero se pinza y, luego, justo cuando el leader político ha soltado su jaculatoria, escupe: ”eso no te lo crees ni tú, chaval”.
Pero el caso es que casi todas sus amistades —al contrario que las mías— son fervorosos partidarios de los conservadores, y el viernes pasado nos tocó compartir con algunos de ellos una cuchipanda de esas de las que les hablaba en la anotación pasada. Se trataba de una demostración muy chic, por cierto, de una ginebra, en un bar todavía más chic —cool, creo que se llaman ahora—. Entre la muy selecta y lustrosa concurrencia había varios conocidos que no cabían de ufanos, porque ya se estaban viendo investidos de suntuosos cargos oficiales y a los que, con malicia o sin ella, todos dábamos la enhorabuena por su próximo y todavía oficioso nombramiento. Ellos correspondían con una falsa modestia, quitándole toda importancia al rumor. Hasta que, en un aparte y donde nadie nos oía, le dije:
—¿No sé cómo se alegran tanto con el marrón que les aguarda?
—¿Tú crees que eso les importa algo? —me susurró cautelosa.— Lo que les alegra de verdad, es viajar en coche oficial.
—Eso será si para entonces queda un chavo con que pagar la gasolina.
—Ah, en ese caso, inaugurarán un Parque Móvil Oficial de Bicicletas.
Gracias, Carlos por tu esfuerzo divulgativo
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