Un cuento de Navidad
El jefe de ilustradores de la Coca Cola, Habdon Sundblom creó, tres semanas antes de la Navidad de 1931, ante exigencias de los directivos de la empresa que veían mermar las ventas de su producto, la imagen que por primera vez asociaba a Papá Noel con la gaseosa. Usó como modelo a Lou Prentice, un viejo jubilado sin techo que volvió a patear las calles de Atlanta mientras la bebida comenzaba a arrasar en el mercado mundial.
El viejo Lou Prentice se seca las gotas de transpiración que le corren por la cara y se saca el gorro. Nunca aguantó mucho el calor. Con el frío se lleva bien, en cambio. Se jubiló en 1928 y el crac del ’29 lo dejó en las calles de Atlanta: viejo, viudo, sin casa, sin ninguna posibilidad de conseguir trabajo, con su hijo Jerry y sus nietos viviendo allá lejos en Los Ángeles, se acostumbró a los grados bajo cero. Pero el calor, ah, el calor lo vuelve loco. “¿Rojo, maestro? –pregunta sin ningún ánimo de obtener respuesta, por decir algo que lo saque del malhumor que tiene–. ¿Tenía que ser rojo? Siempre me quedó mal el rojo.” Habdon Sundblom, medio cuerpo al aire y bermudas rotosas (así como vio a Picasso pintando en una foto), gozando de la calefacción al mango de su mansión de Atlanta, lo mira llevando el pincel hacia adelante, la mano derecha bien extendida, tapando con las cerdas del Caran D’Ache número cinco enchastrado de rojo la cara del viejo Lou como para tomar perspectiva. “Quedate quieto, ¿querés? Y ponete ese gorro”, le dice contrariado. Cree firmemente (lo leyó en la nota ilustrada por esa imagen de Picasso casi en pelotas y no hay Cristo que le haga entender que la foto era del verano brutal de Cadaqués, mientras él está en el desaforado invierno norteamericano) en que cuanto más enérgicas sean las órdenes a los modelos, mejor será el resultado final de la obra. Por las dudas, refuerza su creencia: “Y cambiá esa cara de culo, ¿querés?”.
Lou se calza otra vez ese cono rojo ridículo que termina en un más ridículo aún pompón blanco no sin antes secarse la frente y acomodarse un poco el almohadón que le hace de barriga. Está seguro de que uno o dos platos de un buen guiso lo hubieran hecho engordar un poco en el acto, pero no se anima a confesarlo.
–¿Así? –dice, y ensaya una mueca con la que pretende emular una sonrisa.
Sundblom bufa contrariado y da unas cuantas pinceladas al cuadro.
–Te estoy haciendo entrar en la historia del arte –dice en ese tono agrio que no abandona, sin dejar de pintar–. Un caballo rotundo de Paolo Ucello, una Gioconda, una virgen de Botticelli y vos ahí, quejándote. Estás entrando a la inmortalidad y ponés esa cara de pelotudo.
–¿Una virgen? –pregunta medio de costado, duro, para que no desaparezca la mueca, la mirada algo desorbitada tanto por las gotas de sudor que le ruedan por la frente y le escuecen los ojos como por la comparación que le resulta, a la sazón, peligrosa, el viejo Lou.
–De Botticelli –recalca Sundblom mientras moja el pincel en la paleta.
El viejo Lou no tiene la menor idea de quién carajo es ese Botticelli, pero, sabedor de la escasa generosidad de los artistas, no pregunta nada. Como para alejar esa cosa de la virgen y cualquier asomo de peligro sexual al que, le dijeron, son bastante aficionados los artistas, en un hilito de voz, siempre emitida por el costado de la boca, dice: “¿Me puede contar de nuevo cómo es la historia esa de Berlinger, maestro?”.
Sundblom da dos pasos hacia la derecha del caballete, mirándolo a través de las cerdas de su Caran D’Ache, y vuelve al cuadro.
–Berlinstein, Edward Berlinstein –arranca, el enojo reflejado en la voz, Sundblom–. Eddie me llamó por teléfono para decirme que las ventas andan estancadas, que la cosa no camina y que así, de seguir así, eso dijo, “de seguir así”, quedamos todos de patitas en la calle.
El viejo Lou deja pasar por alto eso de "quedamos todos de patitas en la calle", un poco porque sabe que en la calle está él, no Sundblom ni el tal Eddie, pero mucho más porque está tratando, sin que se note, de sacarse el guante blanco que le sobra de los dedos para poder masajearse la pierna izquierda, dormida por el largo rato que lleva en esa postura absolutamente contraria a los postulados de la anatomía.
–Ahá –dice el viejo Lou, ya acostumbrado a la boca torcida, el guante casi salido, los ojos atisbando la nieve que cae sobre las calles de Atlanta detrás de los vidrios mientras el calor descorazonador de la calefacción a todo trapo de Sundblom le empapa el sacón rojo y le empieza a chorrear por las nalgas enfundadas en los gruesos pantalones abultados por cojines.
–Eddie dijo que la campaña anterior no resultó –dice Sundblom rascándose con la punta del mango del pincel debajo de la tetilla derecha y dejando en la piel un rastro de rojo–, que nadie le da bola a un disfrazado, por más que se pare en la puerta de tiendas Acme.
Cuando dice esto, Sundblom adopta lo que se podría definir como un leve puchero. Pero ese mínimo rasgo de humanidad se pierde cuando grita, casi, "dejate quieto ese guante".
–Un artista soy –sigue Sundblom agrio, y tal parece que el ofuscamiento lo embala artísticamente, ya que mete pinceladas al mismo tiempo que escupe palabras–, un Hopper. Qué digo un Hopper, un Rembrandt, soy. Y me vienen a hablar de campaña. El bocón de Berlinstein me viene a hablar de campaña. A mí con campañas. Pero los voy a cagar. Los voy a aplastar bien aplastados. Por eso cuando te vi parado en la esquina supe que eras vos el vehículo para que mi arte se haga presente. El mundo entero va a saber quién es Habdon Sundblom. Hasta Hoover me va a llamar para felicitarme.
–¿Hoover el presidente? –dice Lou un tanto incrédulo y ahora sí un poco sonriente.
–Hoover el presidente –confirma Sundblom, haciendo que sí con la cabeza, el pincel apretado entre los dientes, las manos cruzadas sobre el pecho desnudo, el pie derecho adelantado, el cuerpo levemente inclinado hacia atrás, satisfecho.
El viejo Lou Prentice imagina a Hoover recibiendo a Sundblom en la Casa Blanca y pinchando una medallita colgada de una cinta roja, blanca y azul en la solapa de su saco. Es bastante imaginativo el viejo Lou, imaginación que supo cultivar a fuerza de ejercer el convencimiento ante los clientes más tozudos cuando era vendedor de ropa de gimnasia y mucho más cuando tuvo que inventar mil y un argumentos para pedir unas monedas cuando quedó en la calle después de la jubilación y el crac del ’29. Pero, así y todo, la cabeza no le da para imaginarse al presidente Hoover diciéndole Habdon Sundblom a Habdon Sundblom al momento de colgarle la medallita. Definitivamente, piensa el viejo Lou Prentice, Habdon Sundblom no es nombre para un artista. Piensa decírselo, está a un paso de hacerlo, pero mira al artista, recuerda lo de la virgen y lo de las costumbre sexuales que le dijeron de los artistas y se calla la boca.
–Mirá, mirá –dice Sundblom eufórico, sacando a Lou de sus pensamientos–, vení a ver la nueva imagen. Vení a ver la Historia.
El viejo Lou se mueve torpemente hasta el cuadro. Las ocho horas que pasó parado, sosteniendo una botellita, aguantando el almohadón en la barriga, el gorro cónico con el pompón, los guantes largos, los pantalones abultados por los cojines, las botas un número más chicas, el cinto marrón ajustando el sacón pesado y todo ese color rojo le pasan factura a las articulaciones ya de por sí bastante estragadas. Lo peor de todo, sin embargo, fue el calor descomunal y esa sonrisa que le paralizó, casi, la cara. Se masajea los cachetes, el viejo Lou, y aprovecha para, con el mismo movimiento, secarse la transpiración con los guantes.
Sundblom le hace un lugar frente al cuadro y Lou se queda mirando largo rato a ese gordo de pelo blanco que levanta la botellita de Coca Cola y le devuelve su misma mirada de ojos celestes pero como en un espejo que distorsionara cansancio por felicidad.
El viejo Lou Prentice se acerca al rincón donde dejó su ropa y empieza a desvestirse. Sabe que ahora, antes de volver a patear las calles heladas de Atlanta donde volverá a ser el viejo Lou Prentice que pide limosna, es el momento de las preguntas que lo inquietan desde hace ocho horas.
–Digame, maestro, ¿usted supone que mis nietos creerán que su abuelo es Papá Noel? -dice Lou, desembarazándose del almohadón empapado.
–Y... –dice Sundblom, palpitando la gloria de antemano– vos viste cómo son los pibes, se creen cualquiera.
–¿Es rica la Coca Cola? –dice el viejo, casi en un murmullo, palpando el bolsillo de su pantalón para ver si todavía están ahí los 10 dólares con que Sundblom lo convenció para ser modelo por una tarde.
-Sí, dicen que sí -dice Sundblom ya desde el Parnaso.
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