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"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

sábado, enero 07, 2012

Novela "Una rosa para Junior" - FIN



    Buenos Aires, Casa de Gobierno, marzo de 1995.


    La nefasta noticia cayó en el seno gubernamental con la fuerza de un mazazo. El presidente fue llamado aparte por su médico personal, su secretario privado y el titular de la SIDE. Se excusó ante las personas con las cuales dialogaba y se reunió a un costado del amplio salón con los tres hombres. Por las caras supuso que algo andaba mal. Lo primero que se le cruzó por la cabeza fue lo de un tercer atentado. Entre susurros y frases cargadas de nerviosismo y dolor se enteró de lo acontecido. Se tomó varios segundos antes de volverse y pedir disculpas. Con el rostro pálido y tenso señaló: “Mi hijo tuvo un accidente”. Flanqueado por los tres hombres abandonó el recinto a grandes pasos. El helicóptero presidencial llevó al mandatario y sus colaboradores hasta el lugar del accidente.
    Recorrió el campo recogiendo la escasa información suministrada por peritos e investigadores. Cotejó varias hipótesis, pero nada encajaba, Aquello resultaba inexplicable. Por las características de la máquina y las aptitudes del piloto era imposible presuponer un accidente de tales características. ¿Imprudencia? ¿Exceso de confianza? ¿Accidente?... ¿sabotaje?. Sin embargo cualesquiera que fuesen las causas, ya nada le devolvería la vida a Víctor… Nada que retuviera un halo de vida en el cuerpo agonizante de su hijo…


    Meses después, el presidente, se asomaba al histórico balcón de la Casa Rosada para agradecer a su pueblo el haber depositado un voto de confianza a su gestión. Había sido reelecto. Dirigiéndose, con voz entrecortada por la emoción, abrazado a su hija, pidió permiso para dedicar aquel triunfo a la memoria de su hijo. Su cara mal disimulaba el sufrimiento interior. Ya nunca volvería a ser el mismo. Algo en él se había quebrado. Y no existía poder en la tierra que pudiera recomponerlo.
    El mensaje concluyó. Otro período comenzaba. El mandatario caminó del brazo de su inseparable hija hasta las puertas mismas de su despacho. Allí se excusó ante la comitiva que lo acompañó en silencio. Necesitaba estar solo. Dio dos vueltas de llave a la cerradura y con los ojos humedecidos se desplomó sobre el escritorio. Con mano temblorosa abrió el pequeño cofre que guardaba celosamente desde el mismo día del accidente y sacó una rosa reseca y descolorida que aún conservaba vestigios del tinte original. Era una rosa negra. La misma que había sido hallada entre la ropa diseminada de Junior. Tomó el encendedor y la quemó. Siguió, como hipnotizado, el crepitante llamear de la flor hasta que solo hubo quedado un cúmulo de cenizas grises sobre el escritorio.
Pero aquel ritual hipnótico fue interrumpido por la inoportuna llamada que lo sacude al reconocer la voz de su emisor: “Felicitaciones por un nuevo triunfo, señor presidente. Nunca debería haber olvidado que la mano de allah es larga…” 
Quien así se expresaba era el santo profeta. 
Desencajado por las palabras del maquiavélico personaje intentó algo que no se animó a concretar. Tomando el arma que descansaba en uno de los cajones de su escritorio, se llevó el caño a la sien, luego lo apoyó en el pecho a la altura del corazón. Para finalmente introducirlo en su boca, como buscando la manera heroica de concluir el calvario que lo torturaba interiormente, pero cuando el temblor se hizo más intenso y el miedo a su gran acto final comenzó a perturbarlo, los demonios de su cobarde conciencia se deshicieron del arma como si se tratara de un carbón encendido. Y cubriéndose el rostro con las manos rompió en llanto como una criatura.


Años más tarde, en una aldea, en algún lugar de Siria.

Frente a una sepultura sin nombre, la bella mujer depositó una ofrenda floral. A su lado, Mosser, siguió con sumo respeto cada uno de sus movimientos en silencio, mientras que el grupo de mujeres arropadas de negro y con el rostro cubierto, plañían ayes de dolor en aquel paisaje tórrido del desierto sirio; vigilados desde lo alto de una formación rocosa por el anciano de barbas platinadas y túnica blanca que elevaba una plegaria a los vientos.
FIN.







Nota del autor: Esta es la versión original a la que sólo se le ha agregado la secuencia final en el poblado sirio. Difiere del libro publicado en las correcciones que, por razones estratégicas, se decidió no realizar en su momento,sabedor de que el relato, de por sí, iba a herir susceptibilidades (como aconteció); y, como una manera hábil de desorientar a nefastos personajes que nunca supieron quién carajo era ése tipo que se animaba a sacar un libro de tremendas connotaciones lleno de faltas gramaticales y de ortografía.
                                                                   ATTE. REO WEST

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