En el sudeste de La Pampa, los 1.500 habitantes menonitas de La Nueva Esperanza se rigen por estrictas normas religiosas y viven austeramente, casi ajenos a la electricidad y sin autos, computadoras y teléfonos.
Por Carlos W. Albertoni - Fotos: Carlos W. Albertoni y María Estela Campo Kihn
Un viento seco sopla en la llanura. El polvo se levanta, forma remolinos y lastima los ojos. Como ciegos, tapándose el rostro con la mano, van caminando los dos hombres de mameluco azul, los dos rubios, los dos altos, los dos invariablemente reservados, invariablemente serios. Uno se llama Juan, el otro David, llevan una gorra marrón y parecen arrancados de una historia pretérita, como de otro tiempo, como de otro mundo. Ambos van camino a sus pequeñas chacras, ambos viven en casas austeras en las que la electricidad casi les es ajena, ambos tienen mujer y varios hijos tan rubios como ellos. Ambos, Juan y David, son menonitas.
En el sudeste de la provincia de La Pampa, en un paraje llamado Remecó muy cercano a la localidad de Guatraché, se asienta la colonia menonita de La Nueva Esperanza. Juan, David y varios de sus actuales 1.500 habitantes llegaron hasta allí hace un cuarto de siglo, provenientes mayoritariamente de México y Bolivia, buscando comenzar una nueva vida sobre un campo de 10.000 hectáreas que los líderes de la comunidad habían elegido y comprado previamente. Apegados al estricto cumplimiento de normas surgidas de la lectura de los textos bíblicos y regidos por una austeridad que prescinde de muchos de los elementos característicos de nuestra modernidad, los colonos recién llegados dividieron las tierras en una decena de lotes que quedaron a cargo de un jefe zonal y levantaron sus propias casas, sus propios almacenes, sus propias iglesias y escuelas. Un mundo aislado, de fronteras infranqueables.
"Sólo tenemos lo que nos es necesario para vivir y conservamos las tradiciones en las que creemos firmemente", dice Juan, taladrando un castellano algo rudimentario cuyas palabras se mezclan de tanto en tanto con vocablos de un muy viejo dialecto alemán, el idioma que caracteriza a los menonitas desde hace varios siglos. "Aquí no usamos autos", afirma con cierto orgullo, mientras señala con su índice derecho un carruaje de cuatro ruedas tirado por un caballo que pasa lento por la calle polvorienta que orilla su pequeña casa de techo a dos aguas. Llamados boogies, esos carruajes son el transporte excluyente de los menonitas y un símbolo inequívoco de una comunidad en la que su gente no tiene televisores, ni computadoras, ni radios, ni teléfonos, en la que se usa electricidad sólo cuando el trabajo lo exige y en la que suele leerse la Biblia a la luz de un farol de querosene o de una vela. Anacrónica, la cotidianidad de los colonos de La Nueva Esperanza parece arrancada de un relato de pioneros del siglo XIX. O incluso de uno más antiguo.
ORÍGENES. Los menonitas constituyen una rama pacifista del movimiento cristiano anabaptista que surgó en el Siglo XVI tras la Reforma Protestante. El anabaptismo rechaza el bautismo de los niños y sólo le concede valor religioso al tomado conscientemente por los adultos, siendo esta idea uno de los pilares de las creencias de esta rama del cristianismo cuyo nombre proviene de Menno Simmons, un sacerdote holandés que fue el primer impulsor del menonismo. Víctimas de numerosas persecuciones durante largos períodos de su historia, los menonitas son un pueblo migrante, que durante el siglo XX instaló numerosas colonias en varios países latinoamericanos como Paraguay, México y Bolivia. Precisamente desde estos dos últimos países llegaron hace veinticinco años los colonos de La Nueva Esperanza, alentados por algunas concesiones que el gobierno argentino de ese tiempo les otorgó, como la exención del servicio militar, que por entonces era aún obligatorio. Este tipo de privilegios son una de las condiciones que necesitan los menonitas para asentarse en un lugar, ya que entienden que esas concesiones les aseguran mantener a salvo su cultura. Como contrapartida, la enorme capacidad laboral de los menonitas permite a las locales obtener frutos de las tierras en las que se asientan, lo que se traduce en un mejor desarrollo de esa región. "A las dos partes nos conviene el acuerdo. Cuando nuestra gente llega a un lugar siempre le hace bien a ese lugar y lo único que pide es vivir tranquila, aislada de algunas cosas que perjudican a nuestras tradiciones", señala Juan, que trabaja de sol a sol como el resto de los hombres de la colonia. Gracias a ello, La Nueva Esperanza se ha convertido en un sitio próspero que no sólo se sostiene en base a una economía autosuficiente sino que, además, produce una enorme variedad de cosas que vende a las localidades vecinas.
"Aquí hacemos muy buen queso, producimos varios miles de litros de leche diarios, trabajamos la madera del caldén para hacer muebles que son muy apreciados y hasta hay gente que fabrica silos", agrega Juan, rodeado de dos de sus hijas que, junto con su esposa, se encargan de trabajar la huerta que tienen en el fondo de la casa. La vida de las dos niñas gira en torno de las tareas hogareñas, como sucede con el resto de las chicas de la colonia que, una vez cruzado el umbral de la adolescencia, son cortejadas por un joven de la colonia, quien las lleva a pasear los días domingo tras la misa matinal, las visita durante dos horas en sus casas una vez a la semana y, luego de un corto tiempo de noviazgo, las pide en matrimonio. "Así conocí y me casé con mi mujer. Y así ha venido siendo desde siempre", sentencia Juan, al que miran sus dos hijas en silencio, sonriendo tímidamente la mayor de ellas. Tal vez, en secreto, ya esté soñando con un chico del pueblo.
LECHE Y QUESO. En las mañanas, apenas después del amanecer, todos los padres de familia y sus hijos mayores ordeñan sus vacas y almacenan la leche obtenida en unos grandes tarros de aluminio que colocan al costado de las calles de polvo, frente a sus respectivas casas. Luego, las carretas de la quesería de la comunidad pasan a retirar esos tarros de leche con la que fabricarán excelentes quesos que son una de las bases del sustento y el crecimiento de la colonia. Por las tardes, los tarros son regresados a las familias llenos de suero de leche, que se utiliza como alimento para los animales. Cada uno aporta lo suyo, en La Nueva Esperanza. "Somos una comunidad", resume Juan con acierto. A sus espaldas, su mujer empieza a planchar un pantalón y una camisa. Por suerte para ella, las normas menonitas de estricta austeridad se han flexibilizado un poco en los últimos tiempos y en la actualidad se permite a las familias utilizar la electricidad para algunas tareas del hogar. Planchas y lavarropas son hoy ya elementos comunes en la vida de la colonia.
En una biblioteca casi huérfana de libros, en el living de la casa, Juan guarda cuatro o cinco revistas viejas, una de las cuales tiene un artículo periodístico referido a La Nueva Esperanza. "A veces, en las notas, no se dice toda la verdad y nos tratan como si fuéramos gente muy rara. Eso, a muchos de nosotros, nos molesta", comenta Juan, mientras va pasando las páginas de la revista. Uno de sus hijos, el más pequeño, se le acerca e intenta espiar en las hojas, mira las fotos con atención. Sin mucho para ver, pronto se aburre y empieza a jugar con un carrito de madera. El juguete del niño, como casi todo en la colonia, ha sido fabricado por los mismos menonitas, que tejen sus propias prendas, que fabrican sus propios muebles y cultivan sus propios alimentos. "Es la vida que elegimos. Y es una vida buena", enfatiza Juan, que agarra su gorra marrón y sale a la calle polvorienta, barrida la llanura por ese viento seco que no quiere parar. David, rubio y alto como él, camina también entre el polvo. En la tarde, vestidos con sus mamelucos azules, los dos menonitas vuelven a parecer postales de un tiempo pretérito.
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