Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

jueves, febrero 09, 2012

Nunca vienen solas



Por lo común admitimos sin pensar eso de que las desgracias nunca vienen solas, pero basta con que nos sobrevuele la desdicha para colegir hasta que punto el refrán tiene visos de cumplirse inexorablemente. Les cuento esto porque hace unas tres semanas, durante su revisión anual, los médicos detectaron en su señor papá una pústula o algo parecido en el hígado que no vaticinaba nada bueno. Y sobró con ver la celeridad y el ceño con que lo ingresaron la semana pasada para presentir con espanto lo peor. 
Yo, durante esos días, no sabía qué hacer sino transitar por su vida encogido y de puntillas, y con una sonrisa complaciente de niño huérfano. Ella, mientras, disimulaba revistiéndose de la mayor diligencia y del triple de ocupaciones aunque, de cuando en cuando, se le escaparan unos suspiros capaces de conmover a las esferas celestes. Además, el asunto no se resolvió con la intervención quirúrgica, sino ayer por la tarde cuando, tras analizar meticulosamente los tejidos extraídos, los cirujanos dictaminaron que aquello no revestía la menor gravedad y que no respondía sino a un raro encallecimiento, fruto de la edad.
Me lo comunicó de inmediato y con una alegría tan desbordada que me atreví —cosa que raramente hago— a recogerla en la puerta de su oficina, para luego darnos una tournée de celebración por los bares más castizos y bullangueros del Madrid austriaco. Y en esas estábamos, acodados frente a una ración de calamares y abrigados por el espeso parloteo de la parroquia, cuando se quedó abstraída en el fondo de su vino. Luego, levantó su ojos desde un presentimiento turbio y me dijo:
—¿Te imaginas que hubiese sucedido lo peor? 
Le iba a responder que se olvidase, que todo había sido un mal susto, cuando me interrumpió:
—Mi madre, desde luego, con todo lo animosa y valiente que parece, es la que menos lo hubiese soportado —le dio un trago final al vaso y sus ojos recuperaron la chispa perdida. Y entonces, con una sonrisa rescatada de nunca supe dónde, añadió: 
—Y, desde luego, si la pobre se hubiese desquiciado, con mi cuñada y mi hermano no podríamos contar, así que nos habría tocado atenderla a nosotros; es decir, a ti. 
Y ante esta sentencia tan rotunda e inapelable, un extraño rubor me recorrió el espinazo y adiviné que, de venir, era cierto que las desgracias nunca vienen solas.

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