No estoy muy seguro del lugar. Algún 
sitio al Noroeste de California. Hemingway acababa de terminar una novela, había 
llegado de Europa o de no sé dónde, y ahora estaba en el ring pegándose con un 
tipo. Había periodistas, críticos, escritores -bueno, toda esa tribu- y también 
algunas jóvenes damas sentadas entre las filas de butacas. Me senté en la última 
fila. La mayor parte de la gente no estaba mirando a Hem. Sólo hablaban entre sí 
y se reían. 
El sol estaba alto. Era a primera hora 
de la tarde. Yo observaba a Ernie. Tenía atrapado a su hombre, y estaba jugando 
con él. Se le cruzaba, bailaba, le daba vueltas, lo mareaba. Entonces lo tumbó. 
La gente miró. Su oponente logró levantarse al contar ocho. Hem se le acercó, se 
paró delante de él, escupió su protector bucal, soltó una carcajada, y volteó a 
su oponente de un puñetazo. Era como un asesinato. Ernie se fue hacia su rincón, 
se sentó. Inclinó la cabeza hacia atrás y alguien vertió agua sobre su 
boca. 
Yo me levanté de mi asiento y bajé 
caminando despacio por el pasillo central. Llegué al ring, extendí la mano y le 
di unos golpecitos a Hemingway en el hombro. 
-¿Señor Hemingway? 
-¿Sí, qué pasa? 
-Me gustaría cruzar los guantes con 
usted. 
-¿Tienes alguna experiencia en 
boxeo? 
-No. 
-Vete y vuelve cuando hayas aprendido 
algo. 
-Mire, estoy aquí para romperle el 
culo. 
Ernie se rió estrepitosamente. Le dijo 
al tipo que estaba en el rincón: 
-Ponle al chico unos calzones y unos 
guantes. 
El tipo saltó 
fuera del ring y yo lo seguí hasta los 
vestuarios. 
-¿Estás loco, chico? -me 
preguntó. 
-No sé. Creo que no. 
-Toma. Pruébate estos 
calzones. 
-Bueno. 
-Oh, oh... Son demasiado grandes. 
-A la mierda. Están bien. 
-Bueno, deja que te vende las 
manos. 
-Nada de vendas. 
-¿Nada de vendas? 
-Nada de vendas. 
-¿Y qué tal un protector para la 
boca? 
-Nada de protectores. 
-¿Y vas a pelear en zapatos? 
-Voy a pelear en zapatos. 
Encendí un puro y salimos afuera. Bajé 
tranquilamente hacia el ring fumando mi puro. Hemingway volvió a subir al ring y 
ellos le colocaron los guantes. 
No había nadie en mi rincón. Finalmente 
alguien vino y me puso unos guantes. Nos llamaron al centro del ring para darnos 
las instrucciones. 
-Ahora, cuando caigas a la lona -me 
dijo el árbitro- yo... 
-No me voy a caer -le dije al 
árbitro. 
Siguieron otras 
instrucciones. 
-Muy bien, vuelvan a 
sus rincones; y cuando suene la campana, salgan a 
pelear. Que gane el mejor. Y -se dirigió hacia mí- será mejor que te quites ese 
puro de la boca. 
Cuando sonó la campana salí al centro 
del ring con el puro todavía en la boca. Me chupé toda una bocanada de humo y se 
la eché en la cara a Hemingway. La gente rió. 
Hem se vino hacia mí, me lanzó dos 
ganchos cortos, y falló ambos golpes. Mis pies eran rápidos. Bailaba en un 
continuo vaivén, me movía, entraba, salía, a pequeños saltos, tap tap tap tap 
tap, cinco veloces golpes de izquierda en la nariz de Papá. Divisé a una chica 
en la fila frontal de butacas, una cosa muy bonita, me quedé mirándola y 
entonces Hem me lanzó un directo de derecha que me aplastó el cigarro en la 
boca. Sentí cómo me quemaba los labios y la mejilla; me 
sacudí la ceniza, escupí los restos del puro y le pegué un gancho en el estómago 
a Ernie. Él respondió con un derechazo corto, y me pegó 
con la izquierda en la oreja. Esquivó mi derecha y con una fuerte volea me lanzó 
contra las cuerdas. Justo al tiempo de sonar la campana me tumbó son un sólido 
derechazo a la barbilla. Me levanté y me fui hasta mi rincón. 
Un tipo vino 
con una toalla. 
-El señor Hemingway quiere saber si 
todavía deseas seguir otro asalto. 
-Dile al señor Hemingway que tuvo 
suerte. El humo se me metió en los ojos. Un asalto más es todo lo que necesito 
para finalizar el asunto. 
El tipo con la 
toalla volvió al otro extremo y pude ver a Hemingway riéndose. 
Sonó la campana y salí derecho. Empecé 
a atacar, no muy fuerte, pero con buenas combinaciones. Ernie retrocedía, 
fallando sus golpes. Por primera vez pude ver la duda en sus ojos. 
¿Quién es este chico?, estaría 
pensando. Mis golpes eran más rápidos, le pegué más duro. Atacaba con todo mi 
aliento. Cabeza y cuerpo. Una variedad mixta. Boxeaba como Sugar Ray y pegaba 
como Dempsey. 
Llevé a Hemingway contra las cuerdas. 
No podía caerse. Cada vez que empezaba a caerse, yo lo enderezaba con un nuevo 
golpe. Era un asesinato. Muerte en la tarde. 
Me eché hacia atrás y el señor 
Hemingway cayó hacia adelante, sin sentido y ya frío. 
Desaté mis guantes con los dientes, me 
los saqué, y salté fuera del ring. Caminé hacia mi vestuario; es decir, el 
vestuario del señor Hemingway, y me di una ducha. Bebí una botella de cerveza, 
encendí un puro y me senté en el borde de la mesa de masajes. Entraron a Ernie y 
lo tendieron en otra mesa. Seguía sin sentido. Yo estaba allí, sentado, desnudo, 
observando cómo se preocupaban por Ernie. Había algunas mujeres en la 
habitación, pero no les presté la menor atención. Entonces se me acercó un 
tipo. 
-¿Quién eres? -me preguntó-. ¿Cómo te 
llamas? 
-Henry Chinaski. 
-Nunca he oído hablar de ti 
-dijo. 
-Ya oirás. 
Toda la gente se acercó. A Ernie lo 
abandonaron. Pobre Ernie. Todo el mundo se puso a mi alrededor. También las 
mujeres. Estaba rodeado de ladrillos por todas partes menos por una. Sí, una 
verdadera hoguera de clase me estaba mirando de arriba a abajo. Parecía una dama 
de la alta sociedad, rica, educada, de todo -bonito cuerpo, bonita cara, bonitas 
ropas, todas esas cosas-. Y clase, verdaderos rayos de 
clase. 
-¿Qué sueles hacer? -preguntó 
alguien. 
-Follar y beber. 
-No, no -quiero decir en qué trabajas. 
-Soy friegaplatos. 
-¿Friegaplatos? 
-Sí. 
-¿Tienes alguna afición? 
-Bueno, no sé si puede llamarse una 
afición. Escribo. 
-¿Escribes? 
-Sí. 
-¿El qué? 
-Relatos cortos. Son bastante 
buenos. 
-¿Has publicado algo? 
-No. 
-¿Por qué? 
-No lo he intentado. 
-¿Dónde están tus historias? 
-Allá arriba -señalé una vieja maleta 
de cartón. 
-Escucha, soy un crítico del New 
York Times. ¿Te importa si me llevo tus relatos a casa y los leo? Te los 
devolveré. 
-Por mí de 
acuerdo, culo sucio, sólo que no sé dónde voy a estar. 
La estrella de clase y alta sociedad se 
acercó: 
-Él estará 
conmigo.  
Luego me dijo: 
-Vamos, Henry, vístete. Es un viaje 
largo y tenemos cosas que... hablar. 
Empecé a vestirme y entonces Ernie 
recobró el sentido. 
-¿Qué coño pasó? 
-Se encontró con un buen tipo, señor 
Hemingway -le dijo alguien. 
Acabé de vestirme y me acerqué a su 
mesa. 
-Eres un buen tipo, Papá. Pero nadie 
puede vencer a todo el mundo. 
-Estreché su mano 
-no te vueles los sesos. 
Me fui con mi estrella de alta sociedad 
y subimos a un coche amarillo descapotado, de media manzana de largo. Condujo 
con el acelerador pisado a fondo, tomando las curvas derrapando y chirriando, 
con el rostro bello e impasible. Eso era clase. Si amaba de igual modo que 
conducía, iba a ser un infierno de noche. 
El sitio estaba en lo alto de las 
colinas, apartado. Un mayordomo abrió la puerta. 
-George -le dijo-. Tómate la noche 
libre. O, mejor pensado, tómate la semana libre. 
Entramos y había un tipo enorme sentado en una silla, con un vaso de alcohol en la 
mano. 
-Tommy -dijo ella- 
desaparece. 
Fuimos introduciéndonos por los 
distintos sectores de la casa. 
-¿Quién era ese grandulón? 
-Thomas Wolfe -dijo ella-. Un 
coñazo. 
Hizo una parada en la cocina para coger 
una botella de bourbon y dos vasos. 
Entonces dijo: 
-Vamos. 
La seguí hasta el 
dormitorio. 
A la mañana siguiente nos despertó el 
teléfono. Era para mí. Ella me alcanzó el auricular y yo me incorporé en la 
cama. 
-¿Señor Chinaski? 
-¿Sí? 
-Leí sus historias. Estaba tan excitado 
que no he podido dormir en toda la noche. ¡Es usted seguramente el mayor genio 
de la década! 
-¿Sólo de la década? 
-Bueno, tal vez del siglo. 
-Eso está mejor. 
-Los editores de Harperis y Atlantic 
están ahora aquí conmigo. Puede que no se lo crea, pero cada uno ha aceptado 
cinco historias para su futura publicación. 
-Me lo creo -dije. 
El crítico colgó. Me tumbé. La estrella 
y yo hicimos otra vez el amor. |  
 
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