LOS ÁNGELES
EXILIADOS DE LOS PARAÍSOS PRIVATIZADOS
Del otro lado del almanaque, aunque la fecha diga soberanía nacional, millones y millones de argentinas y argentinos pelean la historia cotidiana intentando recuperar todo aquello que fuera robado desde hace tanto tiempo.
Por
Carlos Del Frade
(APe).- “De pequeño yo tenía un marcado sentimiento
armamentista, tanques de lata, de plomo y níquel y unos graciosos reservistas
que todos a mano pintados eran una delicia para mi mundo infantil…”, empezaba la letra de “Aquellos soldaditos de
plomo”, de Víctor Heredia, luego de la guerra de Malvinas y en el alba de la
democracia, hace casi cuarenta años atrás.
El
terrorismo de estado quiso perpetuarse en el poder a través de la recuperación
de las islas y desempolvó la palabra soberanía. Pero no hay soberanía sin
soberanía popular.
En
los años sesenta, mientras en los patios humildes de la clase media rosarina se
jugaba con soldaditos de plástico, los amigos que raspaban las rodillas por la
pelota o por las guerras imaginarias entre macetas y agujeros en las baldosas,
iniciaban las batallas con la consigna: “Esta tierra es mía”.
Después
se defendía la cuadra en los desafíos con los pibes de la otra cuadra y lo
propio también se sentía al jugar con los amigos porque se compartía el amor
por lo próximo. Nos queríamos y defendíamos el orgullo de la cuadra. Solamente
se defiende lo que se ama.
Ni
la canción de Víctor se escucha en las radios ni tampoco hay pibas o pibes que
digan mientras juegan: “Esta tierra es mía”.
Cuando
los precios aumentan de manera desaforada produciendo la brutal transferencia
de recursos desde los sectores populares hacia los sectores concentrados y
extranjerizados de las riquezas, sentimos que hay pocas cosas que son realmente
nuestras.
Que
gran parte de las penas socializadas es consecuencia del saqueo permanente,
donde en algún lugar del diccionario todavía existe la palabra soberanía pero
no se encuentra en lo cotidiano y cercano.
Cuando
Rivadavia condenó a Belgrano por haber inventado la bandera, aquel formidable
intelectual, segundo promedio histórico de la Universidad de Valladolid,
insistió en su beligerancia y aunque lo encerraron y hambrearon a su ejército
casi desnudo, siguió peleando porque entendía que aquella tierra era suya. Que
defenderla significaba tener la posibilidad de decidir sobre el presente y
también en relación al futuro de las hijas y los hijos que vendrían.
Ahora,
mientras las riquezas se cuentan en millones de dólares que se van por los ríos
argentinos, aquel sonido lejano de la palabra soberanía recuerda ciertos
momentos de orgullo y mística que hoy no cotizan en las bolsas de valores que
funcionan en los grandes medios de comunicación o los millones de estímulos
informativos que deforman y que se meten en nuestra mente a través de la yema
de los dedos cuando manipulamos el celular.
Cuando
miles de pibes que no sabían leer ni escribir decidieron cruzar las montañas
más altas de las tierras para seguir a un indio guaraní llamado San Martín,
quizás lo hicieron convencidos que pelear por esas geografías desaforadas era
hacerlo por sus propias suertes individuales.
El
nuevo embajador norteamericano sentencia que la Argentina debe dejar de lado
los partidos políticos y las diferencias ideológicas porque ellos, Estados
Unidos, quieren ser socios porque hay alimentos, Vaca Muerta y litio. Para
ellos la sociedad es clara y contundente: se quedan con lo nuestro para que
nosotros seamos cada vez más pobres y menos nosotros.
Las
pibas y los pibes, ángeles exiliados de los paraísos privatizados por el dinero
y los privilegios, intentan cuidar sus almas y sus cabezas porque saben que es
lo único que tienen. Luchan por la soberanía de sus cuerpos y sus sueños aunque
cada vez tienen menos elementos para construirlos o imaginarlos.
Del
otro lado del almanaque, aunque la fecha diga soberanía nacional, millones y
millones de argentinas y argentinos pelean la historia cotidiana intentando
recuperar todo aquello que fuera robado desde hace tanto tiempo.
Como
aquellos chicos que jugaban mientras se rompían las rodillas y soñaban con que
la tierra y sus riquezas eran suyas, como la alegría y la felicidad.
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