Se acaba de
publicar Historias rotas, un libro de dos periodistas de esta agencia de
noticias. Un texto que aborda la maquinaria de enloquecimiento puesta en marcha
contra detenidos políticos en las cárceles de la última dictadura. Con prólogo
de Diana Kordon y Hernán Invernizzi, recorre una quincena de historias
atravesadas por esa planificada estructura de crueldad.
(APe).- Historias rotas busca echar luz sobre uno
de los mecanismos perversos utilizados por la dictadura sobre los detenidos
políticos que ha tenido escaso abordaje. Sus autoras, Silvana Melo y Claudia
Rafael, periodistas de esta Agencia de Noticias, decidieron insistir sobre el
terrorismo de estado pero a partir de una diferencia que tiene dos aspectos:
por un lado la investigación sobre la manipulación de la salud mental en las
cárceles de la dictadura y, por otro, la profundización del sufrimiento en los
presos políticos, opacado por el horror de los centros clandestinos y las
desapariciones.
Dentro de las distintas urdimbres del terror
desarrollado durante la dictadura, describe el libro, una de ellas ha tenido
escaso abordaje pero no ha sido menos estremecedora. Se trata de las
maquinarias de enloquecimiento y muerte en las que fueron convertidas algunas
cárceles, como forma de destruir psicológicamente al detenido. Pero a la vez,
de ejemplificar. Porque a la hora de una futura libertad, el otrora militante
revolucionario sería un despojo demencial víctima de una política de romper y
quebrar al militante a futuro. El preso liberado sería el ejemplo de aquello en
que se convertiría quien tuviera la intención de transformar el mundo.
Los que no pudieron soportar la crueldad del
dispositivo cuidadosamente diagramado por el régimen e implementado por el
sistema penitenciario terminaron en el suicidio. Un suicidio inducido o, más
llanamente, un homicidio generado por otro en el cuerpo de quien se quita la
vida.
Historias rotas desarrolla este mecanismo
en una quincena de historias de hombres y mujeres muy jóvenes, que fueron
secuestrados llenos de sueños y vida, en la búsqueda revolucionaria de
transformar el mundo. Y luego volvieron a una semi libertad, atrapados por un
padecimiento psiquiátrico adquirido en prisión y del que nunca podrían salir.
Salieron con la cárcel a cuestas. O no pudieron salir nunca. Ellos debían ser
los disciplinadores del futuro.
Los penitenciarios desplegaban un plan
cuidadosamente pergeñado por equipos multidisciplinarios para enloquecer a los
más frágiles. La cárcel de Caseros era una muestra de infraestructura edilicia
pensada para la enajenación. Dos de los suicidios por manipulación de
medicamentos psiquiátricos ocurrieron en esa cárcel, entre 1980 y 1982.
Una intervención perversa en las horas de sueño, la negación de las
visitas familiares, los psicólogos, psiquiatras y sacerdotes que trabajaban
para el régimen dictatorial y el aislamiento planificado lograron desquiciar a
los que detectaban con alguna tristeza o debilidad.
Los que murieron durante el laboratorio
experimental de las cárceles de Caseros, Rawson, U9 de La Plata, entre otras,
no pudieron soportar una presión que los asesinó. Los otros, los que salieron,
fueron muriendo después, atrapados por la locura, sin poder salir jamás de ese
encierro en el que los confinaron.
Es importante destacar –se subraya en el libro- que
la mayoría de ellos no había tenido ningún episodio psiquiátrico antes de caer
en manos de la dictadura. Pero prácticamente ninguno pudo recuperarse después.
El enloquecimiento ejemplarizador pensado y
sistematizado en las cárceles de la dictadura fue un delito de lesa humanidad
–aseguran las autoras- porque no dejó de cometerse nunca: sus secuelas
persiguieron a sus víctimas hasta la muerte. Y los que aún siguen vivos las
soportan aun en la piel y en la psique. Cumpliendo con creces, más de cuarenta
años después, uno de los objetivos de la dictadura: exorcizar toda rebeldía
contra el sistema.
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