Desde el
domingo, el nazismo es segunda fuerza en Alemania: una batalla perdida por la
memoria colectiva frente a la culpa individual. El mismo sistema, la misma
lógica: inventar un pasado exclusivo para refrendar un futuro excluyente. ¿Cuántos pueblos del
mundo empiezan a escribir ese nunca más al Nunca Más?
Por Martina Kaniuka
(APe).- Corría 1962. Después de la derrota de los
Aliados, el Eje se repartió el mundo como una naranja de ombligo por la mitad.
El Tercer Reichstag y el Imperio de Japón avanzaron, con Estados Unidos
rezagado por la Gran Depresión, hacia un Nuevo Orden donde imperialismos,
limpieza étnica, guerra fría y carrera armamentística no son tópicos
históricos, sino la postal cotidiana contra la que los personajes de “El
Hombre del Castillo”- la ucronía de Phillip K. Dick– resisten.
Resisten a fuerza de lucha de clases, lecturas del I Ching, insurrección,
alianzas y la fe que, atravesando distintas coordenadas, interpela a los
personajes: en algún lugar, en alguna parte del mapa, en alguna dimensión
alternativa, el Eje perdió la guerra, y morirían por hacerlo realidad.
Este fin de semana, un 20% de ese país al que Elon
Musk llamó a salvar haciendo el saludo nazi que no es el saludo nazi,
eligió para seguir escribiendo su historia a los personajes que, como aquellos
del Eje, volvieron a hablar de “Hacer de Alemania una Nación Grande otra
vez”.
“Estamos abiertos a negociaciones de coalición con
la Unión Social Cristiana (CDU). De lo contrario, no será posible un cambio
político en Alemania”, afirmó Alice Weidel, candidata
del partido ultraderechista Alternativa para Alemania (AfD), tras
los resultados de las encuestas del boca de urna. Destacó el “éxito
histórico”: su bloque es la segunda fuerza política, el mejor
resultado de la extrema derecha desde la Segunda Guerra Mundial. Un
cachetazo con la mano abierta en el rostro de la confrontación que, histórica,
desde hace ocho décadas, la sociedad alemana ha hecho para sí con vergüenza,
culpa, condescendencia y humillación frente al mundo que asistía a los horrores
denunciados en Nüremberg, viajando a través de radio, periódicos y televisión.
“Nunca Más” escribieron, de fronteras para
afuera y de bordes y puertas para adentro. Y llenaron de memoriales y
santuarios y museos y recordatorios y placas y homenajes para que nadie se
olvide, aun en caso de querer olvidar. Y sellaron, en 1952, en nombre del pueblo
alemán, el acuerdo posguerra de reparación con Israel (y el germen de la
pesadilla en Palestina). Konrad Adenauer, canciller, dejó en
claro los motivos que el sionismo decide omitir: “El poder de los
judíos, especialmente en Estados Unidos, no debe subestimarse (…) por eso puse
toda mi energía en la reconciliación entre los judíos y el pueblo alemán, lo
mejor que pude”.
Björn Höcke, el primer funcionario de extrema
derecha en ganar una elección estatal desde la Segunda Guerra Mundial,
declarado fascista en la
Corte, fundador de AfD en 2013, sabe de ese orgullo de
industrias vacías y cañones helados del pueblo que perdió dos guerras y pagó
con hambre y vergüenza el pecado de asumirse elegido, cargándose con más de
seis millones de vidas de judíos y disidencias y revolucionarios y gitanos y
tullidos y discapacitados, y conoce de ese mismo odio emergiendo por debajo de
las placas teutónicas, con los que vuelven a quitarles el pan. Esta vez no son,
solamente, judíos. Son musulmanes, son extranjeros, son refugiados y son todos
aquellos que cruzan las fronteras del desasosiego sin papeles ni derechos que
los protejan, y son beneficiados, por sobre el trabajador alemán, como mano de
obra superexplotada por el capital que, en realidad, perjudica a los dos.
Y sacude los cimientos con lemas que hablan de
leyendas arias que recuerdan a la retórica hitleriana masticada y repujada a la
fuerza: “Necesitamos un cambio de 180 grados en torno a las políticas de
memoria”, insiste: su partido considera al Holocausto “una
cagada de pájaro en la exitosa historia alemana”.
Entrevistada por el
propio Musk, Alice Weidel mostró la capacidad creativa del AfD para ayudar a
las masas, obligadas a recordar, a forjar un pasado alternativo: “el mayor
éxito después de la terrible era de nuestra historia fue la de etiquetar a
Adolf Hitler como un conservador de derecha, porque fue lo opuesto. Fue un
libertario, comunista y socialista”.
Abrazado por los neonazis, el partido verde y por
aquellos sectores de la población con el deseo de la movilidad social
ascendente muerto al nacer, el delineamiento de chivos expiatorios nuevos -la
inmigración, los musulmanes, los feminismos y ambientalismos- la memoria
colectiva alemana, encorsetada a base de fotos, políticas, leyes,
prohibiciones, censura y castigo, viene perdiendo la batalla frente a la
memoria individual, o como comentaba Jan Böhnerman, comediante alemán, a la
culpa individual.
Pocos alemanes pueden escapar de su genealogía
infernal: la mayoría tiene en su árbol un abuelo, un tío, una madre, con pasado
nazi. Y la mayoría, no tuvo participación directa en los crímenes y horrores
que heredó ADN mediante.
Hombres y no monstruos, la banalidad del mal se
comprueba en la debilidad de los hombres y mujeres de un pueblo que, obligados
a recordar un pasado que no escribieron con los propios puños, penan con
todas las de la ley. Frente a tales presiones, con las consecuencias de un
sistema económico que oprime y excluye -aun en naciones como Alemania, con 2
millones de desocupados– con funcionarios que apelan a la
fábula de la nación silenciada que podría haber sido grande y no fue,
dispuestos a culpar al enemigo interno elegido para la ocasión, hoy un veinte
por ciento de alemanes eligen decir nunca más al Nunca Más, ese significante
vacío que llenó de souvenirs la marquesina internacional potenciando la
desmemoria.
¿Cuántos pueblos del mundo empiezan a escribir ese
nunca más al Nunca Más? Todos los que, comprando la narrativa de la desmemoria
y el absurdo, sean capaces de desconfiar de sus propios sentidos y habitar un
mundo donde a través de la pantalla de un celular, en vivo, asistiendo a un
genocidio, puedan sostener que no existe. Todos aquellos que, teniendo
alternativas para reconstruir el pasado, prefieran sentarse y dedicarle tiempo
a inventarse uno distinto, en lugar de imaginar un nuevo futuro en algún lugar,
en alguna parte del mapa, en alguna dimensión alternativa.
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