Partiendo de una relectura de La comunidad organizada, texto clásico que Perón presentó en el congreso de filosofía del 49, Roque Farrán propone ejercitar una disciplina del comentario, reponiendo citas textuales del escrito que habla por sí mismo. Esta propuesta se inscribe en una serie de meditaciones y lecturas previas que viene proponiendo para suscitar una reflexión ético-política de nuestro presente.
Por Roque Farrán*(para La Tecl@ Eñe)
He estado releyendo La comunidad organizada (texto clásico que Perón presentó en el congreso de filosofía del 49) porque considero que hay allí indicios claves para pensar las tensiones de nuestra coyuntura. Sobre todo me llamó la atención el esfuerzo denodado que hace Perón por presentar una perspectiva político-filosófica integral que no responda a la dicotomía individuo/colectivo, porque entiende que lo uno y lo otro son irreductibles y constituyen los dos polos anudados de una sociedad sana y potente; donde también cumple un papel nodal la dimensión afectiva que orienta los procesos de organización: la alegría y el amor. Sin dudas es más que pertinente este enfoque integrador en una época tan dura como en la que interviene Perón, apenas finalizada la segunda guerra mundial, donde se presentaban dos modelos hegemónicos contrapuestos: la ideología de individualismo norteamericano que denegaba su pertenencia a una trama social solidaria en pos de la competencia generalizada (el self made man), por un lado, y el colectivismo soviético que anulaba cualquier diferencia en función de la lógica estatal, por el otro. Perón trata de trazar allí una tercera vía o tercera posición que anude de manera virtuosa la individualidad y la colectividad, donde la dimensión afectiva que aumenta la potencia de obrar resulta orientadora de los procesos mismos de organización. Necesitamos rescatar ese gesto materialista para pensarnos en nuestro arduo presente.
Quisiera abocarme aquí tan solo a ejercitar una somera disciplina del comentario, reponiendo las citas textuales, porque el escrito habla por sí mismo y es elocuente al respecto. Esta propuesta se inscribe en una serie de meditaciones y lecturas previas que vengo proponiendo[1] para suscitar una reflexión ético-política sosegada de nuestro presente, más que por una reivindicación en clave militante o motivada por un goce puramente archivístico. En ese sentido, tampoco habrá conclusión edificante o ilustrativa, sino simplemente el detenerse a considerar estas palabras y la insinuación de conceptos nodales de nuestra tradición de pensamiento.
La primera cita que quiero traer a colación, en este sentido, es de cuño claramente spinoziano. Escribe Perón: “Difundir la virtud inherente a la justicia y alcanzar el placer, no sobre el disfrute privado del bienestar, sino por la difusión de ese disfrute, abriendo sus posibilidades a sectores cada vez mayores de la humanidad: he aquí el camino” (Cap. XI, p. 126). Esta idea es en extremo potente y define una orientación clara respecto a la economía afectiva que ha de marcar al peronismo en sus mejores momentos. Recordemos la cita de Spinoza donde expone de manera contundente esta concepción de la felicidad y la sabiduría; escribe en el Tratado teológico político: “La verdadera felicidad y beatitud de cada individuo consiste exclusivamente en la fruición del bien y no en la gloria de ser uno solo, con exclusión de los demás, el que goza del mismo. Pues quien se considera más feliz, porque solo a él le va bien y no tanto a los demás o porque es más feliz y más afortunado que ellos, desconoce la verdadera felicidad y beatitud; ya que la alegría que con ello experimenta, si no es puramente infantil, no se deriva más que de la envidia o del mal corazón. Por ejemplo, la verdadera felicidad o beatitud del hombre consiste únicamente en la sabiduría y en el conocimiento de la verdad y no, en absoluto, en ser más sabio que los demás o en que éstos carezcan del verdadero conocimiento; puesto que esto no aumenta en nada su sabiduría, es decir, su felicidad. De ahí que, quien disfruta de eso, disfruta del mal del otro y, por consiguiente, es envidioso y malo, y no ha conocido la verdadera sabiduría ni la tranquilidad de la vida verdadera” (142-3).
La verdadera felicidad y sabiduría no se puede dar por privación o exclusión de los otros, al contrario, es generosa y expansiva: quiere para los otros los mismos bienes y disfrutes. Luego aparece en el texto de Perón esta alusión más bien hegeliana de realización del yo en el nosotros y viceversa, que va a insistir hasta el final, reivindicando el papel del individuo en la comunidad: “La humanidad necesita fe en sus destinos y acción, y posee la clarividencia suficiente para entrever que el tránsito del yo al nosotros, no se opera meteóricamente como un exterminio de las individualidades, sino como una reafirmación de éstas en su función colectiva” (Cap. XIII, p. 129). De este modo, se hace necesario encontrar o inventar cómo se produce esa reafirmación del individuo, lejos de cualquier lógica sacrificial. En esto Perón también resulta esclarecedor respecto a las místicas militantes, pues no se trata para él de suprimir al individuo bajo el “Estado Mito” (Estado de excepción), sino de encontrar el modo en que aquél pueda aportar al conjunto del que forma parte: “Que el individuo acepte pacíficamente su eliminación, como un sacrificio en aras de la comunidad, no redunda en beneficio de ésta. Una suma de ceros es cero siempre; una jerarquización estructurada sobre la abdicación personal, es productiva sólo para aquellas formas de vida en que se producen asociados el materialismo más intolerante, la deificación del Estado, el Estado Mito, o una secreta e inconfesada vocación al despotismo.”
Continúa entonces remarcando cómo se da este proceso de integración virtuosa que produce una “comunidad saludable”, acentuando el movimiento “desde abajo” y no por mera “imposición”: “Lo que caracteriza a las comunidades sanas y vigorosas es el grado de sus individualidades y el sentido con que se disponen a engendrar en lo colectivo. A este sentido de comunidad se llega desde abajo, no desde arriba; se alcanza por el equilibrio, no por la imposición. Su diferencia es que así como una comunidad saludable, formada por el ascenso de las individualidades conscientes, posee hondas razones de supervivencia, las otras llevan en sí el estigma de la provisionalidad, no son formas naturales de la evolución, sino paréntesis cuyo valor histórico es, justamente, su cancelación” (Cap. XVII, p. 140).
Lógicamente, el paso subsiguiente es mostrar cómo se anudan la orientación afectiva señalada al principio, la alegría y la potencia de actuar, junto a la realización virtuosa del yo en el bien general: “Si hay algo que ilumine nuestros pensamientos, que haga perseverar en nuestra alma la alegría de vivir y de actuar, es nuestra fe en los valores individuales como base de redención y, al mismo tiempo, nuestra confianza de que no está lejano el día en que sea una persuasión vital el principio filosófico de que la plena realización del “yo”, el cumplimiento de sus fines más sustantivos, se halla en el bien general” (Cap. XVIII, p. 142.). Es justo en este punto delicado donde se agudiza la crítica al Estado homogeneizador que anula las individualidades y las “insectifica” (sic), reivindicando entonces la libertad, la responsabilidad y nuevamente la alegría de ser en común: “Ni la justicia social ni la libertad, motores de nuestro tiempo, son comprensibles en una comunidad montada sobre seres insectificados, a menos que a modo de dolorosa solución el ideal se concentre en el mecanismo omnipotente del Estado. Nuestra comunidad, a la que debemos aspirar, es aquella donde la libertad y la responsabilidad son causa y efecto, en que exista una alegría de ser, fundada en la persuasión de la dignidad propia. Una comunidad donde el individuo tenga realmente algo que ofrecer al bien general, algo que integrar y no sólo su presencia muda y temerosa.”
Continúa luego invocando cierta “armonía” (palabra que suena algo antipática para nuestros oídos políticos acostumbrados al disenso), para dar consistencia a la libertad como “suma de libertades” y no como mera limitación; en ese sentido, liga otra vez la justicia con la alegría y la realización del sí mismo: “La sociedad tendrá que ser una armonía en la que no se produzca disonancia ninguna, ni predominio de la materia ni estado de fantasía. En esa armonía que preside la norma puede hablarse de un colectivismo logrado por la superación, por la cultura, por el equilibrio. En tal régimen no es la libertad una palabra vacía, porque viene determinada su incondición por la suma de libertades y por el estado ético y la moral. // La justicia no es un término insinuador de violencia, sino una persuasión general; y existe entonces un régimen de alegría, porque donde lo democrático puede robustecerse en la comprensión universal de la libertad y el bien generales, es donde, con precisión, puede el individuo realizarse a sí mismo, y hallar de un modo pleno su euforia espiritual y la justificación de su existencia” (Cap. XXI, p. 156-157).
La idea spinoziana en la cual la libertad se produce al componer con otras libertades y aumentar así la potencia de obrar, y no por la restricción temerosa que inspira al pensamiento hobbesiano, se puede leer claramente en el entusiasmo de estas líneas que inspiraron a Perón.
Pero, sobre todo, el último párrafo del texto resulta ejemplar por cómo anuda allí los conceptos filosóficos mencionados, por eso vale citarlo in extenso: “En los cataclismos la pupila del hombre ha vuelto a ver a Dios y, de reflejo, ha vuelto a divisarse a sí mismo. No debemos predicar y realizar un evangelio de justicia y de progreso, es preciso que fundemos su verificación en la superación individual como premisa de la superación colectiva. Los rencores y los odios que hoy soplan en el mundo, desatados entre los pueblos y entre los hermanos, son el resultado lógico, no de un itinerario cósmico de carácter fatal, sino de una larga prédica contra el amor. Ese amor que procede del conocimiento de sí mismo e, inmediatamente, de la comprensión y la aceptación de los motivos ajenos. // Lo que nuestra filosofía intenta restablecer al emplear el término armonía es, cabalmente, el sentido de plenitud de la existencia. Al principio hegeliano de realización del yo en el nosotros, apuntamos la necesidad de que ese “nosotros” se realice y perfeccione por el yo. // Nuestra comunidad tenderá a ser de hombres y no de bestias. Nuestra disciplina tiende a ser conocimiento, busca ser cultura. Nuestra libertad, coexistencia de las libertades que procede de una ética para la que el bien general se halla siempre vivo, presente, indeclinable. El progreso social no debe mendigar ni asesinar, sino realizarse por la conciencia plena de su inexorabilidad. La náusea está desterrada de este mundo, que podrá parecer ideal, pero que es en nosotros un convencimiento de cosa realizable. Esta comunidad que persigue fines espirituales y materiales, que tiende a superarse, que anhela mejorar y ser más justa, más buena y más feliz, en la que el individuo pueda realizarse y realizarla simultáneamente, dará al hombre futuro la bienvenida desde su alta torre con la noble convicción de Spinoza: “Sentimos, experimentamos que somos eternos”.” (Juan D. Perón, Cap. XX, p. 159)
Referencias:
[1] Acá mismo: https://lateclaenerevista.com/la-filosofia-en-cuarentena-por-roque-farran/; y también acá: https://lavoragine.net/leer-escribir-meditar/
Córdoba, 23 de Abril de 2020
*Investigador Adjunto (CONICET). Miembro del Programa de Estudios en Teoría Política (CIECS-UNC-CONICET)
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