¿Por qué todas las novelas de Manuel
Puig nos parecen maravillosas pero nos da vergüenza mirar las telenovelas de El
Trece? Breves notas sobre las limitaciones del intelectualismo.
Por Milagros Carnevale | Ilustración:
Gabriela Canteros
Manuel Puig fue un escritor argentino
educado en la industria del cine. Nació en General Villegas, provincia de
Buenos Aires en 1932 y murió en Cuernavaca, México en 1990. En el medio vivió
en Nueva York, Río de Janeiro, Roma, París, Londres y Estocolmo, entre otras
ciudades.
Las novelas de Puig son consideradas
de vanguardia en la literatura argentina, pero no sólo porque hablaba de
homosexualidad cuando todavía era peligroso hacerlo, sino por su marca personal
en cuanto a técnica literaria: Puig hacía uso de la cultura de masas. El
formato de folletines semanales que contaban historias truculentas, las
películas de Hollywood plagadas de estereotipos y amores inevitablemente
imposibles, el radioteatro. El quid de la cuestión era actualizar los
arquetipos utilizados en la elaboración de las historias que consumía la
sociedad de masas y hacer con eso una obra de la “alta cultura”. Evidentemente
funcionó, porque hoy Manuel Puig reposa en el panteón donde se ubican los
escritores argentinos que sí o sí hay que leer si uno se jacta de saber sobre
literatura, de estudiar Letras o afines, o simplemente se considera culto e
intelectual.
En El beso de la mujer araña el
decorador de vidrieras homosexual Molina le relata a Valentín Arregui, un
guerrillero varonil, películas que hoy el intelectualismo categorizaría como
“malas”. Por ejemplo, Cat People (traducida como La
mujer pantera). Es una película de terror erótica estadounidense. Esta es
la sinopsis: “Una joven mujer que no cree en la leyenda de una maldición
familiar se embarca en un despertar sexual, sólo para descubrir que sus
impulsos la hacen adoptar una forma felina”.
El 99 por ciento de Boquitas
pintadas consiste en ida y vuelta de cartas, algunas de amor y otras
de los altibajos de una ama de casa infeliz. Además, está organizada en
entregas, como si en vez de leer una novela estuviéramos ante una compilación
del diario del domingo de un pueblo del interior. Sin embargo, nadie cuestiona
el estatuto de novela de Boquitas pintadas. De hecho, aparece en
varios programas de literatura en colegios secundarios. Estudiamos su polifonía
y la técnica “collage”.
Ahora bien, la cultura de masas
actual es muy distinta a esa que retrataba Puig. Hoy podemos decir que el rey
de la cultura de masas es Adrián Suar. Nació en Nueva York, es actor y fundador
de Polka, la productora de ficción televisiva, teatral y cinematográfica más
exitosa de Argentina, asociada al Grupo Clarín. Además, es gerente de
programación de Canal 13. Entre las series más famosas que produjo están Guapas, Esperanza
mía, Simona, Valientes, Gasoleros, Separadas,
y la más reciente Argentina, tierra de amor y venganza (que
actualmente están pasando de nuevo en El Trece). En varias de ellas Suar
aparece como actor, haciendo siempre del mismo personaje: carismático,
mentiroso, gracioso, solucionador, galán.
Se puede dividir en dos grupos a las
personas que miran y/o miraron estas series: los que religiosamente cada noche
a las 21:00 h se sientan en el sillón y cenan mirando El Trece; y, por otro
lado, los que hacen zapping y con vergüenza se detienen en alguna escena de
amor en la que la Lucía Morel (Delfina Chaves) y Bruno Salvat (Albert Baró) se
besan a escondidas del esposo malvado y proxeneta Torcuato Ferreira (Benjamín
Vicuña). ¿Por qué la vergüenza? Porque el intelectualismo no permite mirar
telenovelas. Hay que mirar documentales o series como House of Cards y
derivados.
Sin embargo, Manuel Puig se hubiera
deleitado con las telenovelas de Suar. Creo que su favorita hubiera sido Argentina,
tierra de amor y venganza. Y si se levantara de la tumba y escribiera una
novela en la que todo gire en torno a dos personas que discuten sobre si
Torcuato Ferreira es realmente malo o si en realidad sólo es un incomprendido
necesitado de amor, correríamos todos a comprarla y nos parecería fantástica.
Entonces y sólo entonces podríamos mirar la repetición de la serie sin culpa,
sin que se nos manche la medallita de intelectualoides. ¿Por qué? Porque Argentina,
tierra de amor y venganza ya no sería una telenovela predecible,
mediocre en lo estético y llena de lugares comunes de la literatura. Ya no
sería “mala” porque sería parte de un libro “bueno”, de la alta cultura
literaria.
¿Cuál es el buen consumo? ¿Cuál es el malo? ¿Por
qué el malo tiene tanto más adeptos que el bueno? ¿Eso no indicaría que se
están poniendo mal las etiquetas? La historia demuestra que mucha literatura
que en sus inicios era considerada por la crítica de la época como “mala” o “de
masas” (peyorativamente) devino en clásicos universales. Ejemplo: nadie de la
escena crítica estadounidense daba un peso por Raymond Chandler cuando empezó a
escribir relatos publicados en revistas baratas (también llamadas pulps)
como Black Mask o Dime Detective. Hoy es
considerado el mayor maestro del género novela negra y es reeditado continuamente.
Se ha pasado al otro lado de la brecha. La historia también demuestra que el
consumo culto, a lo largo del tiempo, siempre mantuvo una característica: fue
de las minorías. Cuando algo se vuelve masivo deja de pertenecer a la alta
cultura, justamente porque ya no es exclusivo. Por eso el intelectualismo se
burla de Argentina, tierra de amor y venganza. Pero como hemos
visto, esta burla de la clase a para con la clase b es frágil como el papel de
diario. Las telenovelas de Suar sólo necesitan que un Puig las venga a
rescatar.
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