Por Gabriel Rodriguez.
“Chofer, chofer, apure
ese motor, que en esta cafetera nos morimos de calor”.
Allá por mediados de la década del
veinte, al amanecer del siglo pasado, faltaba mucho para que el hit de la
cafetera se convirtiera en el principal divertimento de todo grupo de
chiquilines, amontonado en un micro naranja, camino a una excursión, a un
partido de fútbol amateur, a un corso en algún barrio porteño. Lo que sí era
más inminente era una crisis mundial que sería lanzada a todos los rincones del
planeta desde Nueva York, y de la que Argentina no quedaría exenta.
Cuenta la leyenda, asesora permanente de
la porteñidad y visitadora persistente de la argentinidad, que esa oruga
grande, coqueta, y multicolor que hoy llamamos bondi, nació como un rebusque
ante la realidad empobrecida, volantazo de escape ante el callejón sin salida.
El “colectivo” surgió en la ciudad de Buenos Aires como una idea que no sabía
lo desarrolada que sería en los siguientes años, y cuánto peso terminaría
teniendo en la vida de tantísima gente, y en el habitat de cientos de
barriadas, primero en la capital, luego en todo el país, e, incomprobadamente,
en el resto de latinoamérica.
Es a los taxistas aburridos y
desesperanzados de la ciudad a quienes primero se les prendió la lamparita un
24 de septiembre de 1928. Cansados de esperar viajes que no llegaban nunca se
pusieron de acuerdo en una esquina, Lacarra y Rivadavia, y se largaron a vocear
su ocurrencia: “por diez centavos hasta plaza Flores”. El éxito fue inmediato.
Los autos convertidos en vehículos “colectivos” se empezaron a multiplicar;
dejaron de simplemente gritar sus trayectos para anunciarlos con modestos
carteles al frente de su carrocería, abandonaron el yira yira de su anterior identidad
individual, y toda la exclusividad de viajar en soledad fue cambiada por la
economicidad de amucharse entre siete u ocho desconocidos (que en un principio
eran mayoritariamente hombres). Lo que antes era impensado se volvió usual:
recorrer gran cantidad de cuadras y kilómetros por un valor muy inferior a lo
que costaba el taxi para uno.
Luego vendrían los agiornamientos
propios de todo negocio que se presenta fructífero. Aquellos primeros
“taxis-colectivos” agregaban asientos plegables que aumentaban la capacidad de
cada unidad; el cobro comenzó a ser más planificado y menos improvisado,
nacieron los boletos que marcaban trayectos y secciones, variedad de costos del
viaje. Es ya para 1935 que se pueden empezar a ver los colectivos que hoy
reconocemos como tales; aparatos construidos especificamente para ese uso, con
carrocerías grandes y fuertes, y mayor capacidad de abordaje. De los siete u
ocho iniciales se pasó a quince pasajeros sentados, e incluso algunos más
parados. Asientos más cómodos, de cuero o cuerina. Aparatos para expender los
boletos, esas tiritas de colores que tanto se meterían en los bolsillos, las
carteras, las mochilas, las billeteras, durante décadas, haciendo un trono
especial para los de numeración capicúa, que según el imaginario popular traían
buena suerte.
Mientras tanto resuenan los ecos de los chiquilines.
“chofer, chofer…”.
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