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Por Santiago
Cafiero
Ilustración Sebastián Angresano
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Si la política y los individuos que se abocan a ella no son capaces de
renunciar al odio como método, la esfera pública seguirá degradándose y
volviéndose más hostil. “Tendremos menos posibilidades de poder común y se
beneficiarán quienes ya lo poseen y no necesitan de la política ni de la
democracia”, dice el jefe de Gabinete de Ministros, Santiago Cafiero. ¿A qué
proyecto favorece la incorporación de la lógica de los trolls y las fake news
para dirimir conflictos? ¿Quiénes ganan con el deterioro de la calidad del
debate democrático?
El odio como
motivación, la difamación y la mentira como instrumentos, la descalificación y
el agravio como recursos, la deshumanización de quien piensa, actúa, parece o
es diferente, no son modos novedosos de relación entre las personas. Basta con
echar una mirada a nuestro pasado casi inmediato y al de la mayor parte de las
sociedades y culturas para comprobarlo.
Sin embargo, el
auge de las redes sociales, la horizontalidad de la comunicación, la
híperconectividad, la creciente virtualidad de las relaciones interpersonales,
la igualación de necesidades, derechos, ambiciones, caprichos y pretensiones en
un Cambalache que ni en sus peores pesadillas podría haber alucinado Enrique
Santos Discépolo, ha dado una vuelta de tuerca al tradicional recurso de
deshumanizar al otro a fin de aplastarlo. Aquel que ayer utilizaba el odio como
recurso para conseguir un propósito, casi sin advertirlo se ha transformado a
su vez en recurso de un odio que parece carecer de propósitos. Y, en la enorme
mayoría de los casos, al menos conscientemente jamás llega a tenerlos.
Las redes
sociales permiten y de algún modo “autorizan” el anonimato, la
despersonalización o la virtualidad. Facilitan un modo de relación que, de tan
distante e inhumana, revela pozos ciegos del alma difícilmente imaginables, al
menos de modo tan bestial, de tener que decirse cara a cara. Esa inhibición se
debe –pensemos bien de nuestros semejantes– menos al temor a una represalia que
a la comprobación de que nos estamos dirigiendo a otro ser humano con similares
tristezas, amores, vergüenzas, ilusiones, flaquezas, deseos.
Hace muy poco
una persona de reconocida pertenencia política manifestó en Twitter que se
encontraba angustiada por su padre, quien atravesaba un grave problema de
salud. No hubo piedad. Ni siquiera la elemental piedad de cortesía o de
interesada solidaridad (¿quién piensa realmente que jamás atravesará un momento
semejante?). No hubo freno inhibitorio alguno o sentido de humanidad en las
respuestas: le desearon la muerte. Por algún motivo, por sus ideas, por su
adhesión política, por sus creencias, merecía sufrir. Y si para provocar ese
sufrimiento era necesario acabar con la vida del padre, que esa vida acabara.
Es lícito preguntarse si quien expresa
semejantes aspiraciones tiene real conciencia de lo que está deseando.
¿Comprenderá las consecuencias de deseos tan monstruosos?
La naturaleza imita a Twitter
Es fácil
advertir en las redes “sociales” –nunca más inadecuado un eufemismo– el agravio
sistemático como modo de disciplinar el pensamiento. El tono de los ataques
suele ser desinhibido y odioso: son esos excesos los que marcan el ritmo de
conversaciones que ya exceden el ámbito del que aparentemente han surgido.
Las redes se
han convertido en espacios de furia, irracionalidad y denigración, plataformas
donde las discusiones originadas en el debate político se amplifican y
exasperan. Pero lo que resulta inquietante y ciertamente peligroso es que la
actividad política termine chapoteando en el mismo fangal, y que sólo parezca
capaz de transformar los desacuerdos y disidencias en la exhibición de
violencia, irracionalismo y espectacularidad.
La política, instrumento
para dirimir conflictos e intentar armonizar intereses contrapuestos, no sólo
no debería contaminarse del odio y la irracionalidad que en muchos casos
promueven estas plataformas, sino que debería hacer lo imposible por evitarlos.
Sin embargo, el habitual discurso violento de las redes ahora es adoptado, sin
atenuar tonos o intensidades, por distintos actores en el espacio público
presencial, vivo e institucional.
Algunos piensan que esto ocurre en el
debate político y en los medios porque, en un escenario de sobrecarga
informativa, gritar más fuerte, herir más profundo, conseguir un buen golpe de
efecto se parece mucho a una disputa por la atención.
¿Conciencia cínica o accidente?
¿La reproducción de esas formas y esos
métodos es accidental o es deliberada? ¿Es acaso lícito decir de cualquier modo
cualquier barbaridad, sobre cualquier cosa?
Que la política
haya adoptado la lógica de la ira, la intemperancia y la irracionalidad, parece
una consecuencia previsible de algunos movimientos previos en el discurso
político de figuras que fueron importantes. Entre ellos: menospreciar la
preocupación por la verdad y su relación con hechos fundados, escindir –como si
semejante absurdo fuera posible– el destino individual del destino de la
comunidad, y desvincular las posibilidades de realización individual del
conjunto de decisiones que se toman en la esfera público-estatal y que las
posibilitan, condicionan o directamente impiden. Al respecto, vale retomar al
filósofo Peter Sloterdijk, quien señala que “la conciencia cínica es plenamente
consciente de su propia ‘falsedad’, pero no hace nada al respecto, continúa
operando detrás de una máscara como si no fuera consciente de esta falsedad”. O
al esloveno Slavoj Zizek, que sostiene que “La forma más notable de mentir con
el ropaje de la verdad hoy es el cinismo: con una franqueza cautivadora, uno
‘admite todo’ sin que este pleno reconocimiento de nuestros intereses de poder
nos impida en absoluto continuar detrás de estos intereses. La fórmula del
cinismo ya no es la marxiana clásica ‘ellos no lo saben, pero lo están
haciendo’; es, en cambio, ‘ellos saben muy bien lo que están haciendo, y lo
hacen de todos modos’”.
Guerra psicológica y destrucción de la
comunidad
El acoso a
través de redes sociales se parece bastante a la vieja guerra psicológica de
los tiempos anteriores a la Guerra Fría. Su objetivo no es la defensa de una
idea sino la desmoralización del otro, de un distinto construido como opuesto,
como inmoral a quien debe atacarse. Como su nombre lo indica, se trata de un
método propio de la guerra, no de la política. Una de sus característica
actuales es presentar todo ese arsenal de estigmas como una contra-narrativa
amenazada por una narrativa imperante.
El lenguaje
violento es enmascarado como reacción al presentar a un otro como adversario o
un enemigo, un ser de otra especie, una anormalidad, una inmoralidad
enfermante, manipuladora o dictatorial. Llegamos a escuchar la supuesta defensa
de la libertad en boca de quienes golpeaban periodistas o insultaban a personas
conocidas de ámbitos no políticos tan sólo porque se habían atrevido a
manifestar opiniones diferentes.
De la idea a la creencia
Si la política,
los discursos y los individuos que se abocan a la acción política no reniegan
de la descalificación y el agravio tantas veces vistos en las redes sociales,
si no son capaces de renunciar al odio como método, la esfera pública seguirá
degradándose al mismo ritmo y del mismo modo en que estas plataformas lo fueron
haciendo como espacio de intercambio entre seres humanos.
Aparecerán
entonces las cámaras de eco en las cuales los integrantes de una determinada
trinchera discursiva empeñarán sus mejores esfuerzos en hablarse a sí mismos y,
mediante la repetición de muletillas y consignas, reafirmar los conceptos que
ya tenían incorporados.
En lugar de
diálogos o debates, las enunciaciones rebotarán en las propias paredes internas
sin ir al encuentro de un otro ni tratar de comprender sus argumentaciones.
Discutir de política, en estas condiciones, es como explotar petardos en una
habitación de concreto. Se amplifica el eco de un ruido, pero no su
representatividad. El estrépito, aunque sea mucho, jamás traspasa esas paredes,
ese límite de los propios. Y esto lleva a un desconocimiento del pensamiento
profundo de los otros, a una simplificación del contraste de ideas basado en
una moralización falsa.
Lo problemático
de estas burbujas es que no predisponen a contrastar su consistencia o
fundamentos. En ellas opera una doble espiral de silencio: dentro y fuera de la
esfera en la que resuenan los petardos. Dentro, porque frente a la
manifestación de una opinión moderada o apelar a la sensatez de, por ejemplo,
no ideologizar una medida de cuidado de la salud, se responde con la acusación
de deslealtad o traición por no haber sido suficientemente refractaria del
otro, por no haber transformado al otro en el insecto en el que, paralelamente,
con frecuencia se nos quiere transformar. Fuera de la esfera, porque postear
una opinión o declarar una convicción habilita y alienta el estigma.
El carácter cerrado y agresivo de estas
esferas cumple el papel del prejuicio tal como lo entendía Hannah Arendt: “La
función del prejuicio es preservar a quien juzga de exponerse abiertamente a lo
real y de tener que afrontarlo pensando”.
Defender la sociedad de iguales y libres
Cada uno de los representantes
políticos, cada ciudadano y ciudadana, tenemos que tener conciencia de nuestra
propia responsabilidad y de la fragilidad de nuestros lazos comunes.
Debemos saber,
pensaba Paul Ricoeur, que la sociedad política es frágil, que se basa en un
vínculo de confianza, que debemos sentirnos responsables del vínculo horizontal
constitutivo de la voluntad de vivir juntos. Si admitimos la proliferación de
discursos de odio, estamos faltando a esa responsabilidad. Si la política
adopta para sí el odio cerrado que se ve en las redes no faltará quien señale
su irrelevancia y su incapacidad de transformar la realidad.
¿A qué proyecto
favorece una política que incorpora para sí la lógica de los trolls y las fake
news? ¿A qué intereses sirve el deterioro de la calidad del debate democrático
y su capacidad de alcanzar consensos sin homogeneidades? Definitivamente, a
aquellos que aspiran a alejar de los asuntos comunes al control y la
participación popular y ciudadana.
Cuanto más hostil y vaciada sea la esfera pública,
menos posibilidades de poder común tendremos. Así, ganan quienes ya poseen
poder y no necesitan de la política ni de la democracia, a las que tanto
desprecian.
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