En el barrio todos lo conocían como Guillermina o La Guille. Yo siempre supuse que era como una forma de tomarle el pelo por su gusto sobre los cigarrillos Vía Apia mentolados o por su manía con las uñas. Siempre limadas y laqueadas que no condecían con el oficio de albañil. Yo estaba terminando el industrial y muy poco y nada sabía o conocía sobre la vida y milagro de los vecinos. Bastante tenía ya con las gastadas de los vagos que tenía que bancarme por ser el único traga libros de la barra. Estudiaba en Flores y ello me demandaba gran parte del día. Excepto por los fines de semana cuando nos juntábamos en la canchita a jugar a la pelota o en la esquina para programar las salidas por la noche.
No daba puto. Era un
muchacho que rondaba los treinta. De contextura grande y cintura estrecha. De
sonrisa franca, siempre bien afeitado y con el pelo peinado a la gomina hacia
atrás, las manos delicadas, bien cuidadas y de mirada profunda. Jugaba de central.
Un marcador de pierna fuerte pero nunca mal intencionada. Abusaba, tal vez, de
su corpulencia y hasta se diría que lo divertía vernos despatarrados cada vez
que íbamos a una pelota dividida.
Me lo presentó El Japo un
sábado por la tarde. "Tengo un maneje
con La Tana para esta noche y no tengo un mango. Haceme la gamba."
La Guille no vivía lejos de
casa. Su "casita del amor" como gustaba llamarle era una prefabricada
de madera bien parada al fondo de una casa vieja de la calle Rojas cerca de la
Gomicuer. Nada hacía prever que detrás, como escondida, se erguía aquella
hermosura de madera barnizada, muchas macetas floridas, un pequeño jardincito y
el pasillo de ladrillos bien asentados que llevaba directo a la coqueta
casilla.
Con él vivía, tiempo después
me enteré que era su pareja, El Pata Miguel, un pendejo mal llevado que jugaba
a dos puntas y que, paradójicamente, se cogía a la prima de mi amigo Pelé. Una
rubiecita por la que babeábamos todos en
el barrio sin que nos diera cabida. No sé qué carajo le vio al turro pero la
minita se mojaba toda por él, mal que nos pese. Para la gilada, familia
incluída, era el noviecito oficial... Tan embobada estaba que nunca sospechó la doble vida del proyecto de zángano.
Guillermina no era tonto. Muy por el contrario estaba al tanto del jueguito de su palomo y le concedía ciertos deslices. No
era celoso. Tal vez como una forma de justificar los propios que no eran pocos.
Diríase que conformaban una pareja "moderna open mind".
Aunque el pendejo era demasiado celoso y de vez en cuando lo cagaba a palos. No sé
si de puro masoca o vaya uno a saber porqué, lo cierto era que La Guille, de
tanto en tanto, aparecía con un ojo en compota o con el labio partido. Algo
incomprensible porque si algo le sobraba a La Guille eran pelotas. La loca se le paraba de mano a
cualquiera e iba al frente como una locomotora. Cosas que tiene el amor o "Porque te quiero te aporreo" como
decía mi abuela...
Sonaba Sandro a todo volumen.
El Japo chifló tres veces. Era la contraseñada acordada para acceder a "La casita
del amor". Rato después aparece El Pata con cara de orto, nos cruza y pasa
delante nuestro sin siquiera saludar. "Amargo
como culo´e mono" rumió mi compañero con la intención de obstruirle el
paso. Lo retuve de un brazo. "El
pendejo no vale un tarro de mierda, dejalo"
Jorgelina parece un verdadero dandy victoriano, envuelto en la bata de satén azul petróleo. Se había
depilado las cejas, tenía la cara encremada, las uñas recién pintadas y los labios con brillo.
- Pasen, chicos. - dijo saludándonos con dos
besos. Uno por mejilla. - Como los franceses. Llegan justo. Estaba a punto de agasajarme
con un vermusito. Y donde toma uno toman dos. El boludito se ofendió y se fue.
¡Qué se joda!
La prefabricada por dentro
era para caerse de culo. Como sacada de una película de Hollywood. Las maderas de las paredes
pintadas al aceite. De un color celeste cielo embellecían la sala principal que hacía de cocina comedor y
recibidor. Allí no había ni mesas ni sillas. Solo almohadones enormes para
sentarse sobre la alfombra "persa". Había cuadros y artesanías.
Colgantes, una pipa de agua y estantes y repisas por todas partes. Un Wincofon y cantidad de longplays. Muchos libros y un retrato
grande de Evita junto a un florero con rosas blancas. Y lo que no podía faltar:
Una pequeña barra colmada de botellas junto a la heladera.
Pero si eso me llamó
gratamente la atención, ni comparación con la habitación que había detrás del
cortinado florido. Una enorme cama de bronce bien presentada con un espléndido
acolchado púrpura extendido en donde reposaba un tigre gigante de peluche que
ocupaba casi la totalidad del lecho. Sobre el machimbre pintado con exquisito buen gusto de un rosa
delicado colgaba la imagen en bronce del Sagrado Corazón de Jesús, enmarcado en madera lustrada junto a la foto de la
que supuse sería su madre sosteniéndolo en brazos.
Trazos refinados y filetes
en oro y plata conformaban curiosos arabescos sobre las paredes de la habitación. Un televisor "Noblex" y dos lámparas de aceite
aromático , una a cada lado de la cabecera. El toque "kitch" y quizás el más estrambótico de todos era el
enorme espejo colgante casi del mismo tamaño de la cama. "Me
lo afané en la demolición de una casona
en San Telmo. Fue todo un tema... pero me lo traje..." Comentó socarronamente al percatarse de mi cara de asombro.
Como buen anfitrión dispuso
los vasos que llenó generosamente de aperitivo. Un par de hielos y un chorrito
de soda. Aceitunas negras, queso, longaniza y pan. Todo un banquete.
Vi como
con mi amigo intercambiaban miradas cómplices. Comentaban por lo bajo y se
reían. Sandro desgranaba sus mejores canciones. Guillermina deslizó una mano
sobre la bragueta de Japo pero al percibir mi incomodidad depuso su actitud.
Amagué con levantarme e irme pero me detuvo pidiéndome que aguardara allí.
Los vi entonces dirigirse a la habitación. Las manos del dueño
de casa corrieron el cortinado. Subí el volúmen de la música para no escuchar y
media botella de Cinzano más tarde la cortina volvió a correrse para permitir
el paso de los dos hombres que avanzaron hacia mí tomados de la mano y
sonrientes. Ya tendría tiempo de sobra para reprochárselo.
- Listo - dijo El
Japo como si nada - Me costó convencerlo al guacho para que me prestara plata
pero al final lo logré.
- Si y espero que
me la devuelvas pronto, bebé. Ya debe estar por llegar mi maridito, jé. Che, -
me dijo - ¡qué caripela, querido! ¿Cómo, no sabías? ¡Sí, enterate mi amor! ¡Me
la como y qué!... ¡Viva Perón, carajo! - gritó lanzando una sonora carcajada.
Salimos de la casa. Un rosario de puteadas fue lo que tuvo
que soportar mi amigo que actuaba como si aquello que acababa de ocurrir frente
a mis narices fuera lo más natural del mundo. Se me desmoronó un ídolo. El
mejor "pateador" de rock. El chabón que se ganaba las mejores minas se
cagaba de risa. ¿Quién lo diría, El Japo teniendo sexo con un hombre por
guita.. Y yo tirándome pedos de colores de la bronca por ser tan, pero tan pelotudo. Y no
porque me jodiera ese tipo de relación sino por hacerme hecho sentir como un nabo
mientras esperaba que los muchachos concluyeran su batalla amorosa.
- No te chivés.
Necesitaba un préstamo, ¿entendés?. Guillermina es un buen tipo, nunca te va a dejar a gamba.
Te dije que necesitaba plata para la entrada de Intimé. Tengo promesas de gol
con La Tana. hace rato que le tengo ganas y hoy le bajo la caña...
- ¿Te quedaron
ganas, todavía?
- ¡Cómo! Y ya sabés,
si andás corto de guita date una vuelta por "la casita del
amor" que la Guille seguro te va a atender... Avisale con tiempo, por las
dudas...
- ¡Andá a la concha de tu madre!
Fue pasando el tiempo y con ello se fue acrecentando el
vínculo de amistad. No fueron pocas las veces en que visité a Guillermina. Grandes asados.
Pantagruélicas reuniones que se prolongaban hasta el amanecer. Sandro, chalita
y buen escabio pero nunca pasó de ahí. Los dos sabíamos el punto límite.
Respeto ante todo. "En la casita del amor" nunca pasó nada. Para
decirlo en criollo: Soy adicto a la concha y lo entendió. A tal punto llegó la
confianza que me cedió las llaves de su aposento para que fuera con alguna de
mis chicas y no fueron pocas las veces que se la bancó sentado sobre los
almohadones de la sala como un monje tibetano esperando el fin de mis himeneos
amorosos. Creo que fuimos compinches. El peronismo y la militancia fueron el
factor aglutinante. Nuestras charlas se dilataban entre vinos y chalas que el mismo cultivaba los fines de
semana hasta que hacía su intromisión el pendejo. Recuerdo la vez que le bajé
un diente de una patada cuando la quiso ir de malevo e intentó levantarle la
mano a la Guille. Se había peleado con su noviecita y se la quiso desquitar con
él. Reaccioné de manera intempestiva. Nadie le pega a un amigo delante mío.
Desde aquel día El Pata no jodió más. Al menos en mi presencia. Fue tal el
correctivo que hasta aprendió a saludar.
Volvía el General a la Argentina. Todo en las calles era
ebullición y fiesta. Guillermina pasó a eso de las cinco a buscarnos a cada uno
por su casa. En total éramos cuatro. Lo hizo en una rural Rambler verde clarito
de la UOCRA a la que le habían pintado enormes cruces rojas en techo y puertas además
de quitarle los asientos traseros. No venía solo, lo acompañaba una compañera
enfermera.
Manejaba con una damajuana de copiloto. Así fue
todo el trayecto hasta Ezeiza. Cantando y tomando. Era una jornada de gloriosa
felicidad y el pueblo así lo manifestaba. Miles y miles de argentinos marchando
hacia el reencuentro largamente esperado con su líder.
No sé como lo hizo. Lo cierto es que logró estacionar el
Rambler muy cerca de la parte trasera del palco. Allí hasta tuvimos tiempo de
compartir mates y tortas fritas con Leonardo Fabio y el Negro Edgardo Suárez que eran los presentadores del acto. Yo no cabía de
contento en mis pantalones. Me costaba creer estar frente a frente a ésos dos
grandes del campo nacional y popular. Y todo marchaba de maravillas hasta que el
rumor, recargado de oscuros presagios comenzó a tomar dimensión: Había gente
emboscada. Francotiradores dispuestos a disparar a las gruesas columnas
Montoneras que avanzaban hacia la zona del palco. A todo eso y al tanto de los
acontecimientos que se magnificaban el avión que traía a nuestro general decidió a último momento desviar el vuelo hacia la base aérea de
Morón.
No sé cuándo y de donde emergieron los primeros tiros. Imposible
determinarlo. Solo sé que las balas rebotaban en las estructuras metálicas del
escenario y vi a Fabio poniéndole el pecho a las balas. Hablando y pidiendo
cordura a la multitud. Pero nadie escuchó, solo importaba salvar el pellejo. Y
fue el caos.
Gente corriendo, gritos, personas caídas, heridos... Hombres, mujeres y chicos tirándose
cuerpo a tierra. Vi a Guillermina sacar de la rural en la que habíamos viajado
un par de revólveres. Le dio uno a la enfermera y volviéndose hacia nosotros
gritó: "¡Rajen de acá que la pudrieron
mal!" Casi que lo ordenó. Yo jamás había escuchado como se oye el
silbido de una bala sobre la cabeza. Puedo asegurar que se te frunce el culo. No
sé para qué lado corrieron mis compañeros. Solo sé para qué lado corrí yo. Lo
último que vi fue a La Guille disparando a diestra y siniestra mientras corría
hacia el lado de los bosques y a su compañera herida. Me abrí paso como pude
entre la multitud y así me fui alejando de aquella locura. Hice dedo y de esa
manera pude llegar hasta la estación de Liniers.
Volvió a pasar el tiempo con la fuerza de un viento violento,
ya había terminado la secundaria y mi abuela hizo migas con un tal Pradas, a la
postre gerente de la sucursal del Banco provincia en Morón. El tipo solía salir
a caminar los domingos y era parada obligada la vereda de casa. Allí pasaba
largo rato mirando y admirando la fachada de la vieja capilla "El Señor de
los Milagros" erigida justo frente a nuestra vivienda. Así entre charla y
charla la abuela Leticia le comentó que su nieto (por mí) había terminado el
industrial y buscaba trabajo. Fue eso y la enorme bonhomía de aquel SEÑOR que
le dijo que lo fuera a ver a su oficina. Así lo hice. Una breve charla y la
recomendación para que vaya a hablar de parte suya al señor Novas, gerente de
personal de La Alámbrica.
A la semana ya estaba laburando.
Yo había empezado mi noviazgo con Mónica. Trabajaba en turnos
rotativos y eran pocas las veces que coincidíamos con Guillermina. El seguía
trabajando en la construcción. Seguía viviendo con el vago de Miguel y de la
barra pocos, casi nadie, se daba una vuelta por "la casita del amor".
El Japo también había sentado cabeza. La Petisa de la pensión lo tenía cortito
y no le aflojaba la soga. También su madre, al ver que finalmente su hijo se
había decidido involucrarse en una relación seria, le obligaba a cumplir
religiosamente con su trabajo en el puesto de la feria. Con todo eso era lógico
que nos fuéramos distanciando.
La última vez que me lo crucé fue en El Sportman. Yo estaba
con mi novia comiendo una pizza y él con un mocosito. Habían salido de la trasnoche del cine
Achával y ya se lo llevaba para "la casita del amor" me dijo
guiñándome un ojo. Aprovechando que el tarambana de Miguel se había ido a un cumpleaños con la minita por la que todos desparramábamos babas.
Pero las cosas suceden de una manera subrepticia y cruel
entre los mortales. Fue el propio Japo quien me puso al tanto de lo acontecido.
Serían las cuatro de la mañana cuando golpearon las manos en la puerta de casa.
Estaba blanco como un papel y tartamudeaba al hablar.
- ¡Loco!... ma...
ma... mataron a Guillermina... lo... lo...lo...
- ¿Qué decís? - le
pregunté zamarreándolo - me estás jodiendo...
- No te miento... Me llamaron de la UOCRA para avisarme. Lo encontraron anoche en una
obra en construcción abandonada... en Haedo... Le reventaron la cabeza con una
pala. Lo dejaron irreconocible... No sabés lo que fue... Tuve que ir yo a
reconocerlo... ¿Sabés lo que le hicieron ésos hijos de puta? Lo empalaron. Le
metieron un palo en el culo y le dejaron un cartel que decía "Esto te pasa por puto y
peronista" Es terrible... cómo puede haber gente tan turra?
- ¿Y cómo lo
reconociste si estaba desfigurado?¿ Estás seguro que es él? - indagué totalmente turbado por la noticia - La Guille tenía un tatuaje - continuó con su
relato mientras pitaba tembloroso un cigarrillo - Un tatuaje en la nalga
izquierda. Un corazón atravesado por una flecha y la leyenda "Soy tuyo.¡Cómo no iba a reconocerlo!"
- ¿ Y por qué no fue Miguel?¿Acaso
no vivían juntos?
- El hijo de puta se
borró. Dijo que tenía que salir con la rubia.
Maldije en silencio, arrepentido de no haberle retorcido el
cogote aquella vez.
¡Pendejo de mierda! - Grité indignado -
Y nos quedamos abrazados, llorando como chicos bajo el farol
de la calle más oscura del mundo.
Reo West
De su libro; Non Fiction El Infierno al Oeste
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