En diciembre se cumplieron 40 años
del robo al Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires, con el que se
perdieron 16 importantes piezas durante la última dictadura cívico militar.
Salen a la luz, entre las pistas del caso, jueces corruptos, torturas, caza
recompensas, y la compra de armamento para la guerra de las Malvinas. ¿Qué
sucedió y cómo se relacionan los hechos?
Publicada en
Gatopardo
Es Navidad, 25 de diciembre de 1980.
Además, es el aniversario de la inauguración del Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires,
ubicado en el corazón de uno de los barrios más caros de la ciudad. Adentro del
Museo hay olor a quemado. Algo se está prendiendo fuego. Las salas están llenas
de humo. Los pasillos también. No hay rincón que no esté lleno de olor.
Horas antes, Eusebio Eguía –sereno
del Museo– y Anselmo Ceballos –bombero de la Policía Federal– habían cocinado
un pollo al carbón con ensalada en la cocina del primer subsuelo del Museo.
Terminaron de cenar. Jugaron a las cartas. Brindaron con una sidra y una
botella de vino. Dieron una última recorrida por las salas y se fueron a
dormir.
Eguía dormía en la planta baja,
sentado en una silla en el cuarto de mayordomía, ubicado justo frente a las puertas
principales. Ceballos descansaba en un catre en el primer subsuelo. Siempre
cerraba la puerta con llave, para evitar que lo despertaran los empleados de
limpieza al llegar. Eguía y Ceballos habían tomado su turno a las seis de la
tarde y planeaban irse del Museo a las seis de la mañana del día siguiente.
Cerca de las cuatro de la madrugada
el sereno se despertó. En su habitación había olor a quemado. Salió de su
cuarto. El hall principal estaba lleno de humo. Caminó
siguiendo la nube para encontrar el lugar del que salía. Todo estaba a oscuras.
Cuando llegó a la sala desde donde provenía la humareda, no quiso avanzar y
decidió bajar al subsuelo. Intentó entrar a la habitación del bombero Ceballos.
Estaba cerrada. Golpeó varias veces la puerta. Nada. Siguió golpeando hasta que
pudo despertar a su compañero y entonces le dijo: “Está pasando algo raro en la
sala de la colección de Mercedes Santamarina”.
Subieron juntos y caminaron hasta la
sala. No había llamas, solo humo y ese olor desagradable a plástico quemado.
Una vez adentro se encontraron con vitrinas destrozadas y vacías. Marcos de
cuadros vacíos y arrojados en el piso. Otros, colgados de un solo extremo.
Faltaban todas las telas y varios objetos de arte decorativo. El bombero y el
sereno se miraron. No tuvieron demasiado tiempo para pensar qué había sucedido,
ni para recorrer el resto del edificio: el timbre de la puerta principal sonaba
y afuera esperaban los empleados de limpieza para empezar su jornada de
trabajo.
Después se supo que habían desaparecido
siete antigüedades chinas y dieciséis pinturas: obras de Henry Matisse, Edgar
Degas, Paul Cezanne, Valentín Thibón de Libián, Paul Gauguin, Auguste
Rodin y Pierre Auguste Renoir, entre otros.
En algún momento de la madrugada del
26 de diciembre de 1980 se había producido el robo más importante de la
historia del arte argentino.
¿Cómo llegó la colección de Mercedes
Santamarina a un museo público argentino? Gracias a una donación.
El Museo Nacional de Bellas Artes se
creó gracias a donaciones realizadas por la aristocracia argentina. Cuando el
presidente José Evaristo Uriburu escribió y firmó el decreto para crearlo, en
1896, expresó que se necesitaba un espacio para que “se cumpla la voluntad de
los generosos donantes que legaron o donaron al Estado sus colecciones
particulares”.
Santiago Villanueva es artista,
curador y trabajó varios años en el Museo Nacional de Bellas Artes. En su
última exhibición, Villanueva y la artista Paula Castro intentaron reconstruir
lo que pasó en la madrugada del 26 de diciembre de 1980. Él tiene 30 años y con
sus obras intenta pensar cómo se construyó la historia del arte argentino y, en
este caso, cómo se formó el patrimonio de este museo. “A veces, cuando
recorremos el Museo, nos olvidamos de que eso que vemos son las compras que
hicieron esas familias de la aristocracia y que esa selección proviene de una
decisión familiar –dice Villanueva–, por eso creo que se puede pensar a este
lugar como un Museo Nacional del Gusto de la Aristocracia Porteña, como para
que se refleje cómo está compuesta la colección”.
Muchas familias patricias de la
Argentina donaron su patrimonio al Museo y, hasta el día de hoy, hay salas que
llevan los nombres de esas familias. En la lista de nombres aparece el de
Mercedes Santamarina.
Nació en Buenos Aires en 1896, en una
familia dueña de muchos campos y estancias. Además, eran y son dueños de la
empresa Santamarina e Hijos, dedicada a administrar las finanzas del sector
agropecuario argentino. Mercedes se dedicó exclusivamente a ser coleccionista de
arte: en su colección había obras que ella misma había comprado y otras
heredadas. Pasó la mayor parte de su vida como una mujer aristocrática viajando
sin parar entre Europa y Argentina. Vivió años en París, donde compró gran
parte de su acervo. Su colección incluía obras de Van Gogh, Toulouse Lautrec,
Degas, Matisse, Rodin, Cézanne, Renoir, Gauguin, Daumier, Lebourg y Boudin.
A diferencia del resto de sus
hermanos y primos, Mercedes nunca se casó ni tuvo hijos. Por eso, sobre el
final, empezó a preocuparse por el destino que tendrían sus obras después de su
muerte. “La salud de mi tía Mecha siempre fue muy muy frágil –cuenta Ramón
Santamarina, sobrino nieto de Mercedes–, por eso varios años antes de morir
empezó a pensar qué hacer con el acervo”.
Ramón es uno de los 27 sobrinos que
tuvo Mercedes. Él dice que era de sus favoritos, sin embargo, a pesar de la
preferencia, no heredó nada del acervo de su tía. “A ella no le parecía buena
idea dejarle todo a sus 27 sobrinos porque no quería que la colección se dispersara
en tantas manos, quería mantener todo junto –dice Ramón–. Eso generó cierto
recelo en la familia: algunos sobrinos querían quedarse con obras por el valor
afectivo que le tenían a la tía Mecha, pero otros por una cuestión de
especulación, por querer tener un Van Gogh o un Renoir, que en ese entonces ya
eran obras muy valiosas”.
Sin embargo, ningún miembro de la
familia terminó por definir el destino de la colección. Samuel Paz Anchorena
Pearson, curador del Museo a comienzos de los setenta, se encargó de convertir
la incertidumbre sobre la herencia de Mercedes Santamarina en un triunfo para
el Museo Nacional de Bellas Artes. A pesar de que ella llevaba 30 años, fueron
buenos amigos: Paz Anchorena Pearson viajaba a visitarla a su estancia o se paseaba
con su amiga de 70 años por galerías y museos de Buenos Aires. Lo único que él
quería era que la colección de obras de impresionistas que tenía Mercedes se
quedara en la capital argentina y por eso intentó convencerla de que donara sus
obras. Finalmente, en el otoño de 1970, Paz Anchorena Pearson recibió una
llamada de Mercedes: había decidido donar todo al Museo Nacional de Bellas
Artes. A cambio, exigía que hubiera una sala de exhibición permanente con su
nombre: “Colección Mercedes Santamarina”.
Así, el 24 de septiembre de 1970 se
abrió el legajo 7727, a través del cual Mercedes Santamarina donaba sus obras.
Este acto de generosidad fue aceptado por el entonces dictador a cargo del
Poder Ejecutivo, el general Roberto Marcelo Levingston, y en diciembre de ese
año el patrimonio se convirtió en parte del acervo del Museo Nacional de Bellas
Artes.
***
Pocas horas después del robo, a las
5:20 de la mañana, sonó el teléfono de la casa de Samuel Paz Anchorena Pearson.
Del otro lado los empleados del Museo le dijeron que había surgido “un
problema” en la sala Mercedes Santamarina. Que se dirigiera rápidamente hacia
el Museo y que llamara a la policía antes de salir de su casa.
Paz Anchorena Pearson se vistió y
salió a buscar un taxi. Cuando llegó al Museo, se encontró en las escalinatas
del edificio con Eguía y Ceballos, el sereno y el bombero, las dos únicas
personas que estaban adentro cuando entraron a robar. Todavía no sabían qué
habían robado exactamente. Junto con Paz Anchorena Pearson llegó la Policía Federal.
En ese entonces, durante la última dictadura cívico militar argentina que había
empezado cuatro años antes, en 1976, las fuerzas de seguridad tenían la
potestad de realizar sus propias investigaciones.
Paz Anchorena Pearson y el comisario
de la Policía Federal a cargo del operativo recorrieron los restos de la
colección Mercedes Santamarina. En la sala, los agentes de la División de
Huellas y Rastros sacaron fotos y buscaron pistas que pudieran encaminar la
investigación. Lo único que quedaba eran los marcos sin las telas y las
vitrinas de acrílico derretidas por el incendio. También una botella vacía de
whisky barato, de la marca “Los criadores”, cuya etiqueta tenía la imagen de
tres cabezas de ganado. Los ladrones habían festejado el botín in situ.
Habían robado dieciséis pinturas y
siete objetos de arte decorativo chino. Sin embargo, de las dieciséis pinturas,
dos eran obras que no pertenecían a la colección Santamarina y que estaban en
el primer piso del Museo, un espacio que permanecía en remodelación y sin
acceso al público. Se trataba de un boceto de la pintura Un episodio de la fiebre amarilla, del pintor uruguayo Juan Manuel Blanes, y una
obra del artista argentino Valentín Thibon de Libian, El vendedor de diarios.
“El tema del robo generó mucho
revuelo, no solo en el mundo del arte, sino también en nuestra familia –cuenta
Ramón, el sobrino nieto de Mercedes, que en diciembre de 1980 tenía 25 años–.
Había todo un debate familiar sobre la donación, si había estado bien o no,
porque las obras no tenían ni seguro. Mi padre me contó que uno de mis tíos,
nunca me quiso decir quién, dijo que había que hacer una acción judicial para
revocar la donación por ingratitud, es decir, hacerle un juicio al Estado para
que devuelva lo que quedaba del patrimonio, por no haber tomado las medidas
para cuidarlo, y que además le pagara a la familia una indemnización por lo que
se habían robado. Felizmente, no se hizo nada, porque la intención de mi tía
Mecha era que quedara todo en el Museo, porque para ella era un orgullo eso”.
Las pinturas y los objetos robados de
la colección Santamarina no eran muy grandes. Óleos, acuarelas y dibujos que no
superaban los 50 centímetros. Las antigüedades chinas no tenían más de 60 centímetros
de alto. El único registro visual que hay de las obras robadas consiste en unas
fotos de mala calidad en blanco y negro. Las únicas personas que saben cómo se
veían esas obras fueron aquellas que pudieron verlas hace 40 años.
Los ladrones habían entrado y salido
por el techo del Museo. En ese lugar había una puerta de chapa por donde
entraban los obreros que trabajan en la refacción del primer piso. No fue muy
difícil para la policía y los empleados del Bellas Artes llegar a esa
conclusión: desde la sala Mercedes Santamarina y hasta la terraza había quedado
un rastro de papeles, las etiquetas en las que se describían los detalles
técnicos de las pinturas y que habían estado pegadas detrás de cada tela.
Mientras Paz Anchorena Pearson seguía
el rastro de los papelitos, en el subsuelo Adolfo Ribera, el director del
Bellas Artes que había designado el gobierno militar, gritaba: “¡Acá hay un
entregador! ¡Acá tiene que haber un entregador!”.
***
La dictadura no tomó muchas medidas
para dar con los ladrones del Bellas Artes. La Policía Federal se limitó a
tomar declaraciones indagatorias a los empleados. Los interrogatorios se
realizaron en la comisaría No. 19, a unas veinte cuadras del Museo. Todas las
personas que trabajaban en la institución fueron citadas, excepto la presidenta
de la Asociación de Amigos, Nelly Arrieta de Blaquier.
Ella era una mujer muy influyente en
el mundo del arte y la política de la época. Fue la encargada de conseguir que
la dictadura aportara dinero para la obra de ampliación del primer piso del
Museo. Cada cosa que pasaba en el Bellas Artes tenía que ser aprobada por
Arrieta de Blaquier. Dirigió la Asociación de Amigos del Museo durante 34 años
y, aunque dejó el cargo en 2011, sigue siendo su Presidenta Honoraria.
La justicia también inició una
investigación, a cargo del Juzgado de Instrucción No. 12, que dependía de la
jueza Laura Damianovich de Cerredo. La funcionaria tampoco tomó muchas medidas
para dar con las obras: solo se ocupó de ir contra el sereno Eguía y el bombero
Ceballos, las únicas personas que estaban dentro del Museo durante el robo,
porque suponía que alguno de ellos podía haber sido el entregador.
Las torturas contra estos dos
empleados comenzaron la noche del 26 de diciembre de 1980, en la comisaría Nº
19. Los policías le vendaron los ojos al sereno, Eguía, y comenzaron a
empujarlo, pasándolo de mano en mano. Después le pegaron hasta que cayó al
suelo. Cuando ya estaba en el piso, lo ataron de pies y manos y lo subieron a
una cama con elásticos de metal, donde le aplicaron una picana eléctrica. Los
mismos métodos fueron utilizados con el bombero Ceballos.
Cuatro días después del robo, el
sereno trató de suicidarse en la comisaría donde estaba detenido. Intentó
cortarse las venas con el cierre de su pantalón, pero los policías se lo
impidieron.
En el expediente judicial que se
abrió a raíz del robo se incluyen una serie de informes médicos sobre el estado
de Eguía, y ninguno refiere el motivo por el cual estaba tan herido. Entre las
anotaciones se afirma que gritaba: “Que me maten ahora, que me maten”.
Las torturas contra el bombero
Ceballos y el sereno Eguía se extendieron durante dos semanas más. La jueza
Damianovich de Cerredo los dejó en libertad el 15 de enero de 1981, luego de
que la Policía Federal confirmara que la huella dactilar que había en la
botella de whisky, encontrada el día del robo, no coincidía con la de ninguno
de los dos.
Cada vez que Damianovich de Cerredo
se ocupaba de una investigación, aplicaba los mismos métodos. Luego se supo que
la jueza había sido partícipe de varias torturas realizadas en el “Pozo de
Banfield”, un centro clandestino de detención que funcionó en el conurbano de
Buenos Aires durante la última dictadura. Según contó en una entrevista un
expreso político que fue torturado en el “Pozo”, después de “intensos
interrogatorios” aparecía Damianovich de Cerredo y, cuando se retiraba, solía
aconsejarles a los torturadores “seguir trabajando a los detenidos porque
todavía están muy duros”. Resultó destituida por la propia dictadura: fue la
única funcionaria apartada de su cargo a través de un jury de enjuiciamiento durante el gobierno
militar, acusada de haber “solapado tormentos” a personas detenidas. Sin
embargo, siguió trabajando como abogada y fue docente en la Universidad de
Buenos Aires hasta hace pocos años. Su obra principal es un libro
titulado Delitos
contra la propiedad.
El sereno y el bombero no fueron las
únicas personas torturadas en el verano de aquel año. También fueron
secuestrados y torturados Paz Anchorena Pearson, el curador del Museo que había
conseguido la donación, y Horacio Mosquera, el fotógrafo del Bellas Artes.
A Paz Anchorena Pearson, un grupo de
tareas lo interceptó mientras caminaba por la calle, cerca del Museo a finales
de febrero. Le pusieron una capucha y se lo llevaron a un lugar que Paz
Anchorena Pearson nunca pudo identificar. Estuvo detenido 24 horas y recibió
los mismos tratos que el bombero y el sereno: interrogatorios violentos que
incluían golpes y picana eléctrica. Después, lo dejaron tirado en la calle, en
la Plaza Francia, justo frente al Museo Nacional de Bellas Artes. Nunca
entendió por qué habían decidido llevárselo a él. Las personas que lo
conocieron, porque trabajaban con él en el Museo, cuentan que cuando volvió al
trabajo repetía: “¡¿A mi?! ¿¡Por qué a mi!?”.
Pocas semanas después, el 11 de marzo
de 1981, secuestraron al fotógrafo Horacio Mosquera.
“Si bien sistemáticamente aparecía el
tema del robo, me enteré de todo lo que pasó por el fotógrafo Mosquera, porque
llegué a trabajar con él en los noventa”, dice Mariano D’Andrea, abogado y
actual director de Gestión Administrativa y Jurídica del Bellas Artes. D’Andrea
empezó a trabajar en el Museo en 1990, mientras estudiaba derecho en la
Universidad de Buenos Aires. Durante sus primeros años en la institución pasó
por varias áreas administrativas y artísticas, pero en 1994 fue nombrado asesor
legal. En ese entonces, de todas las personas que habían sido torturadas por la
causa del robo, sólo el fotógrafo Mosquera seguía trabajando. “A través de él
conocí la parte más triste y oscura de lo que pasó después de la Navidad del
80. A Horacio lo fue a buscar un grupo de tareas, lo torturaron un día entero y
lo tiraron en una plaza –cuenta D’Andrea–. Él siempre me dijo que le arruinaron
la vida ese día, porque fue tanta la agresión física y psicológica durante la
tortura que no se recuperó nunca. Falleció hace unos pocos años.”
Después de que lo secuestraran y
torturaran, el fotógrafo Mosquera se entrevistó con un funcionario militar en
la Casa Rosada: le contó lo que estaba pasando, le pidió que se tomaran medidas
para que no se torturara a más empleados. La respuesta del funcionario fue:
“Usted debe estar muy limpito para que lo hayan largado tan rápido”.
Cuando Mosquera pudo volver a
trabajar, Paz Anchorena Pearson, secuestrado y torturado poco antes que él, lo
vio lleno de marcas y le dijo: “Quédese tranquilo, Mosquera, esas marcas se le
van a ir con el tiempo”. Sin embargo, Paz Anchorena Pearson empezó a usar
bastón todos los días desde que lo torturaron hasta que falleció, en 2007.
Ambos siguieron trabajando en el Museo durante años, y Paz Anchorena Pearson
incluso llegó a ser parte de la comisión directiva a fines de los noventa.
En aquel verano de 1981, cuando se
cometieron estos secuestros y torturas, el miedo de los empleados del Bellas
Artes se metió en el despacho de Adolfo Ribera, director del Museo. Él quiso
notificar a los funcionarios militares que estaban a cargo de la secretaría de
Cultura, pero sus pedidos no tuvieron éxito. En un intento desesperado, Ribera
llamó a Nelly Arrieta de Blaquier y le pidió que interviniera, que intentara
parar con los secuestros. No solo era la presidenta de la Asociación de Amigos
del Museo, sino que su familia era de las más ricas e influyentes del país. Los
Blaquier, dueños del ingenio azucarero Ledesma, el más grande de la Argentina,
mantuvieron vínculos estrechos con la cúpula militar que tomó el poder entre
1976 y 1983. El marido de Nelly, Carlos Pedro Blaquier, fue acusado de ser un
actor necesario para que se llevara a cabo lo que se conoció como La Noche del
Apagón: una serie de cortes de luz intencionales, en junio de 1976, en la
localidad donde funcionaba el ingenio Ledesma. El objetivo de esos apagones fue
que sirvieran como oportunidad para secuestrar, torturar y desaparecer a unas
cuatrocientas personas: militantes, estudiantes, obreros y sindicalistas. Según
los testimonios que se recolectaron en el juicio de lesa humanidad que se
realizó en 2013 por La Noche del Apagón, muchas de las personas desaparecidas
fueron secuestradas en camionetas con el logo del ingenio Ledesma. Carlos Pedro
Blaquier no recibió condena alguna y la justicia lo desvinculó de la causa por
“falta de mérito”.
Adolfo Ribera, director del Bellas
Artes, y Nelly Arrieta de Blaquier no habían mantenido comunicación desde el
día del robo, pero después de escuchar el pedido de Ribera, la presidenta de la
Asociación de Amigos llamó a Albano Eduardo Harguindeguy, un oficial del
ejército que ocupaba el cargo de Ministerio del Interior, y a partir de ese
momento se terminaron las torturas.
***
En 1997, Yeh Yeo Hwang, un pianista
taiwanés que vivía en París, entró a la galería francesa Darga, de esa ciudad,
para ver un cuadro de un pintor chino llamado Zao Wouki. El pianista pidió
hablar con Pascal Lansberg, el director de la galería. A partir de ese día, el
músico taiwanés y el galerista francés se volvieron buenos amigos e hicieron
negocios, ya que el músico compró varias obras de Zao Wouki.
El músico le comentó a Lansberg que
tenía un tío en Taiwán, un coleccionista que poseía piezas importantes de
impresionistas franceses –Gauguin, Matisse, Renoir– y quería venderlas. El
galerista dudó de que tal colección existiera, desestimó la oferta y, además,
se distanció del músico, que le había cancelado una compra ya confirmada. Pero,
a pesar del desencuentro, unos años después, el 20 marzo de 2002, recibió, de
parte del pianista, doce fotografías de aquellas obras para que hiciera una
tasación. Efectivamente, eran obras impresionistas de pintores franceses. A los
pocos meses de haber enviado las fotos, el músico volvió a Francia y le llevó
al galerista tres de las obras de su tío. Todas las telas estaban enrolladas y
sin marcos.
Aunque a Lansberg le pareció muy
chocante que las pinturas estuvieran sin marco, siendo obras de artistas
consagrados, sintió que tenía entre manos uno de los mejores negocios de su
vida: acaba de recibir un óleo de Paul Cézanne, otro de Pierre Renoir y una
acuarela de Paul Gauguin. Para asegurarse que todo saliera bien, y que el
negocio fuera efectivamente perfecto, solicitó un informe a Art Loss Register,
una empresa inglesa que se dedica a buscar y recuperar obras de arte robadas.
Quería saber si las piezas estaban denunciadas antes de ponerlas en el mercado.
Pocas horas después de hacer la
consulta obtuvo la respuesta por parte de la agencia inglesa: todas las obras
habían sido robadas en Buenos Aires y pertenecían a la colección Mercedes
Santamarina del Museo Nacional de Bellas Artes.
***
Un mes antes de que Pascal Landsberg
enviara la consulta a la empresa inglesa, el presidente de esa misma empresa
había enviado una carta a Jorge Glusberg, por entonces director del Museo
Nacional de Bellas Artes, en Buenos Aires:
Febrero de 2002
Señor
director del Museo Nacional de Bellas Artes
Arq.
Jorge Glusberg
De
mi consideración:
Me
dirijo a usted en carácter de presidente de Art Loss Register, empresa
internacional titular de la más importante y amplia base de datos de objetos de
arte robados que se dedica a la identificación de las piezas de arte y
antigüedades que trabaja al servicio de particulares y entes públicos
damnificados por este tipo de delitos.
El
propósito de esta carta es poner en su conocimiento que esta empresa ha identificado
las 16 pinturas que fueran robadas en diciembre de 1980 al Museo Nacional de
Bellas Artes, del que usted es director.
Hacemos
notar que el tiempo que transcurra sin definir una solución para esta cuestión
generaría dificultades en el recupero de las piezas (incluso su fracaso).
Nuestra empresa no iniciará gestión hasta tanto cuente con la autorización del
Gobierno argentino y las demás condiciones de negociación. Así el tratamiento
de los costos de esta operación integrará dichas condiciones.
Esperando
una pronta y satisfactoria respuesta a la presente.
La persona que envió esa carta al
museo fue Julian Radcliffe, que antes de convertirse en un caza recompensas del
mundo del arte había pasado por el ejército inglés. Se hacía llamar a sí mismo
Coronel Radcliffe. Cuando dejó atrás su carrera militar, fundó Art Loss
Register, la compañía que se dedica a buscar y recuperar obras de arte robadas.
El inglés estaba detrás de las obras
del Bellas Artes desde hacía un año: había descubierto que las 16 pinturas robadas
en la Navidad de 1980 habían ido a parar a las manos de un empresario taiwanés
vinculado al tráfico de armas, que era el tío del pianista que había aparecido
en la galería francesa Darga. Radcliffe llegó a entrevistarse con el empresario
en Taipéi, le dijo que las obra eran robadas y como respuesta el empresario
dijo que él podía devolverlas, siempre y cuando el Estado argentino pagara por
la restitución o lo eximiera de pagar impuestos para instalar una industria
maderera en el país. Después de esa reunión, Radcliffe le envió aquella carta a
Jorge Glusberg, director del Bellas Artes.
Sin embargo, Glusberg y Radcliffe
estaban en contacto desde hacía un año, apenas después de que Radcliffe se
enterara de que las obras del Bellas Artes estaban en manos del empresario.
Pero, las primeras comunicaciones entre ellos no habían sido muy fructíferas.
Argentina atravesaba uno de los momentos más complicados de su historia
reciente: la crisis económica de 2001 había arrasado con el sistema financiero,
político y social del país. Ese año, el entonces presidente Fernando de la Rúa
renunció y huyó en un helicóptero desde la Casa Rosada. En paralelo, la policía
reprimía manifestaciones y provocaba la muerte de 39 personas en dos días. En
ese contexto, el Estado no tenía recursos económicos para pagarle al inglés,
que pidió 50 mil libras esterlinas por hacerse cargo de las gestiones con el
empresario taiwanés.
Cuando Glusberg recibió esa carta lo
primero que hizo fue desestimarla. Sin embargo, un mes después, en marzo de
2002, se reunió con el británico en el Museo. Hoy, nadie sabe qué se dijo ni
qué se pactó en ese encuentro.
“Cuando se generó este acercamiento
de Art Loss Register, yo me empecé a involucrar más en el tema judicial por el
robo del 80 –cuenta D’Andrea, el director de Gestión Administrativa y Jurídica
del Bellas Artes–, pero las reuniones entre Glusberg y el director de Art Loss
Register eran súper confidenciales y uno no participaba, eran temas muy
sensibles. Así como Glusberg era un gran gestor, también era una persona muy
desconfiada, por eso decidió manejar todo con cautela. Además, cuando llegó esa
pista de manera informal, Glusberg encontró en ese hallazgo una cuestión
política de trascendencia por haber conseguido ese dato, pero para él era tan sensible
el tema que se manejó con asesores externos para que lo orientaran. Sin
embargo, lo que hizo quedó en nada, porque recién la causa avanzó cuando él ya
no era director.”
Todas las gestiones entre el Glusberg
y Art Loss Register se mantuvieron en secreto durante casi dos años. Las obras
habían aparecido después de dos décadas, pero el Estado aún no lo sabía.
Tampoco lo sabía la justicia, ni el juzgado No. 12 que tenía la causa desde la
Navidad de 1980.
La Secretaría de Cultura de la Nación
hizo eco de estas negociaciones después de que Glusberg enviara una
notificación a sus superiores, mencionando al pasar que existía la posibilidad
de recuperar las obras robadas a través del inglés. Sin embargo, el director
del Museo nunca aclaró que ya había tenido reuniones con Radcliffe, ni que
tenía una negociación en curso. Recién a finales del 2002 la Secretaría de
Cultura abrió el expediente 3880 para iniciar la recuperación, en principio, de
las tres obras que habían aparecido en París de la mano del pianista taiwanés.
Era la primera vez, desde que se había producido el robo, que el Estado lograba
avanzar en la restitución de las obras. Se sabía dónde había tres pinturas y,
además, se conocía el posible paradero de las otras gracias a la información
que había conseguido el investigador inglés.
La Justicia Federal argentina tomó el
caso después de que el juez del juzgado No. 12, donde se abrió la causa en
1980, se declaró incompetente. Así, el expediente de más de 400 hojas llegó a
las manos del juez Norberto Oyarbide.
Oyarbide fue un juez excéntrico. El
Consejo de la Magistratura, un órgano creado en los años noventa para
“administrar” y “controlar” el accionar de la justicia, recibió 57 denuncias
contra el juez Oyarbide por distintos motivos. Fue uno de los jueces argentinos
con más denuncias en su contra, aunque 48 de esas acusaciones fueron
desestimadas y las nueve restantes se encontraban en trámite al momento de su
renuncia en 2016. Se paseaba por su juzgado y daba entrevistas luciendo un
bastón negro cuyo mango era una calavera plateada. Mientras estuvo en
funciones, criticó fervientemente que el director del Museo, Glusberg, y la
Secretaría de Cultura hubieran manejado el caso con el inglés a espaldas de la
justicia. “Yo nunca entendí por qué se manejaron así el inglés y el director
del museo, sobre todo porque lo que hizo Glusberg fue sospechoso –dice
Oyarbide, varios años después–. Tenía demasiada información como para no hacer
nada y no ir directamente a la Justicia, pero lo peor fue que nunca dijeron, ni
el inglés ni el director del museo, de dónde salía toda información de que las
obras restantes estaban en Taiwán”.
En 2003, Oyarbide empezó a repartir
denuncias contra todos los que habían estado involucrados en este tema: a los
funcionarios de la Secretaria de Cultura de la Nación, al director del museo y
al inglés. No era la primera vez que el director del Museo de Bellas Artes
tenía problemas con la justicia: tenía otras causas abiertas por malversación
de fondos. En medio del escándalo judicial, Glusberg renunció a su cargo menos
de una semana después de declarar ante Oyarbide.
***
Del robo al Bellas Artes no quedaron
muchos registros. El Museo no tiene copia de los expedientes judiciales y el
Área de Documentación y Registro solo conserva un documento donde se detallan
los bienes sustraídos y un archivo de prensa. Sin embargo, éste solo incluye
notas periodísticas publicadas durante 1981 y algunos pocos recortes más
actuales.
El único registro de lo que pasó en
aquella noche lo realizó Patricia Martín García, una cineasta argentina que
tuvo la intención de hacer un documental sobre el robo, pero murió en 2018,
después de una larga enfermedad y antes de poder realizar la película. Sin
embargo, con el material que consiguió publicó un libro de forma independiente
del cual hay unas pocas copias: Pasaporte al olvido. Entrevistó a los empleados del museo que
trabajaban en la institución cuando ocurrió el robo e incluyó fragmentos de la
causa judicial abierta durante la dictadura. Todo este material, además, fue el
punto de partida para la muestra que los artistas Santiago Villanueva y Paula
Castro realizaron en 2020 sobre el tema en la galería Isla Flotante, ubicada en
Buenos Aires. “Para la muestra –explica Villanueva– quisimos adoptar una
metodología que se usa más en el cine y que consiste en partir de un libro para
construir una obra. Además, nos parecía más respetuoso a la investigación de
Patricia que pensáramos al robo desde las entrevistas que ella había conseguido
de los empleados y el material que incluyó en Pasaporte al olvido”.
En el libro de la cineasta, hay notas
periodísticas que no están en el archivo que el propio Museo tiene sobre el
caso. Entre los artículos que aparecen hay un texto publicado en el
diario La
Prensa, en agosto de 1983, por el
periodista Guillermo Patricio Kelly, que fue secuestrado y torturado durante la
última dictadura militar. En ese artículo denunciaba que había sido secuestrado
por “la banda de Aníbal Gordon”, un grupo paramilitar que operó en Argentina
entre 1973 y 1976 dirigido por, precisamente, Aníbal Gordon, exjefe de
la Alianza Anticomunista Argentina. Este grupo seguía órdenes de Otto
Paladino, un general que fue jefe del Servicio de Inteligencia durante la
dictadura. Además, Gordon y Paladino dirigieron un centro clandestino de
detención en Buenos Aires llamado “Automotores Orletti”. El artículo de La Prensa firmado por Kelly incluía una “denuncia
anónima” que se refería al robo del Museo Nacional de Bellas Artes. El texto
decía: “Se sabe que la mayoría de los cuadros no pudieron ser vendidos y se
encuentran actualmente en poder de un general propietario de la Agencia
Magister de investigaciones privadas”.
El dueño de Magíster era el general
Otto Paladino, jefe de los servicios de inteligencia. En esa empresa incluso
trabajaban familiares de Aníbal Gordon, como su hija. Además, esta agencia de
seguridad conocía a la perfección el Museo de Bellas Artes: habían sido
contratados meses antes del robo como seguridad privada para vigilar una
muestra temporaria del Museo del Oro de Colombia.
Cuando esta pista apareció en La Prensa, la jueza Damianovich de Cerredo –que llevaba la
causa por aquel entonces– la desestimó y no siguió esa hipótesis. Tanto Gordon
como Paladino jamás fueron investigados por el robo y murieron sin declarar en
la justicia por esta causa. El primero, Gordon, falleció en la cárcel en 1987,
luego de ser juzgado por los crímenes que cometió con la Alianza Anticomunista
Argentina. El segundo, Paladino, murió en 1997, antes de ser juzgado por los
crímenes que cometió en el centro clandestino de detención Automotores Orletti.
“Cuando apareció esta acusación sobre
Aníbal Gordon, me puse a investigar un poco y supuse que dejarles robar las
obras había sido algún tipo de pago por parte de la dictadura a los servicios
que él les ofrecía en esa época –dice Ramón Santamarina, sobrino de Mercedes–.
Este grupo de tareas enseguida sacó las obras del país. Imagino que sabían que
era una colección millonaria. Guardé recortes que salieron en la prensa en ese
entonces y todas las obras robadas estaban tasadas en alrededor de 20 millones
de dólares”.
Cuando quedó a cargo de la causa,
Oyarbide sí decidió seguir la pista de “la banda de Gordon”. “Las conexiones no
suceden de casualidad ni por obra del Espíritu Santo –dice Oyarbide–, y en la
época de la dictadura era muy común que hubiera grupos de esta índole haciendo
este tipo de trabajos”. Mientras tuvo la causa en sus manos, intentó saber si
efectivamente esta banda se había ocupado de robar la Colección Santamarina,
sacar las obras del país, y hacerlas llegar a Taiwán para venderlas en el
mercado negro a cambio de armas.
***
Con el correr de los años, el
acompañamiento cívico que había tenido la dictadura empezó a resquebrajarse. En
un intento de revivir un espíritu nacionalista –y así recuperar el apoyo
social– la junta militar decidió ir a la guerra. El 2 de abril de 1982 el
ejército argentino llegó a las Islas Malvinas para recuperar, de forma bélica,
la soberanía de ese territorio que había sido arrebatado por Inglaterra. Era la
segunda vez que la dictadura argentina buscaba un conflicto armado. El caso anterior
había sido en 1978, cuando intentó iniciar una guerra contra Chile: se
disputaba el control del canal de Beagle, el único paso entre el Océano
Pacífico y el Atlántico. Sin embargo, a último momento la Junta Militar dio
marcha atrás y aceptó la intervención del Vaticano para evitar el
enfrentamiento.
De todos modos, el gobierno de facto
se abasteció para ir a la guerra con Chile y le compró armamento al gobierno de
Taiwán. Luego, cuando se decidió ir a la guerra contra Inglaterra, otra vez la
Junta Militar salió a buscar armas y otra vez volvió a buscarlas en Taiwán.
A pesar de que Oyarbide siguió esa
pista –la propia dictadura haciendo llegar las obras a Taiwán–, hasta el
momento no se pudo comprobar si “la banda de Gordon” se llevó las obras, las
sacó del país y las cambió por las armas que usaron en la guerra de Malvinas.
“Me gusta pensar los museos como
espacios que contienen un peligro latente –dice el artista Santiago
Villanueva–. En este caso, lo peligroso es el dinero o la economía que
representan las obras que alberga. Es decir, más allá de ser obras que forman
parte de la cultura, tienen un valor de mercado, y dependiendo del uso que se
le dé a un museo hay formas distintas de usar ese patrimonio bastante
siniestras, como fue el caso del robo de la Navidad de 1980”.
En 1983, el año en que Guillermo
Patricio Kelly vinculó a “la banda de Gordon” con el robo del Museo Nacional de
Bellas Artes, también se la relacionó con el robo al Museo de Arte Decorativo
de la ciudad de Rosario, ocurrido en noviembre del mismo año. Las obras robadas
estaban valuadas en unos 12 millones de dólares: había piezas de El Greco y
Goya, entre otros artistas. Esta investigación tampoco prosperó. Sin embargo, a
mediados de los noventa, el chofer de Aníbal Gordon fue detenido en Rosario y
en su casa encontraron un Goya robado.
***
Las posibilidades de que la causa del
robo pueda avanzar son escasas. Desde el punto de vista legal, el caso ya
prescribió y no se puede perseguir a nadie penalmente. La esperanza que
apareció en 2002 para recuperar todas las pinturas en Taiwán se perdió
rápidamente. El miedo a decir algo durante la dictadura, la falta de interés en
las décadas posteriores y la propia burocracia argentina fueron la combinación
perfecta para que se perdiera el rastro de las obras.
Cuando el juez Oyarbide intervino en
la causa, comenzó un proceso judicial entre Argentina y Francia para intentar
que regresaran las tres telas robadas desde Europa y para que se consiguiera
restituir el resto de la colección, que estaba en Taiwán. El Estado argentino
designó a un abogado que vivía en París. Los taiwaneses –el pianista y su tío
empresario– nombraron a un abogado francés. Pero a los pocos meses, ese
representante legal fue detenido en París por haber participado en un asunto de
contrabando de oro proveniente de África. A partir de ese momento, se perdió el
rastro del empresario taiwanés. Oyarbide estuvo en París, donde le tomó
declaración indagatoria a Radcliffe: quería saber cómo había conseguido
encontrarse en Taipéi con el empresario que tenía en su poder las obras de la
colección Santamarina. Estuvo ocho horas interrogándolo, pero no consiguió nada
lo que quería: Radcliffe no le dijo cómo había llegado al empresario taiwanés,
ni tampoco cómo encontrarlo.
Para no perder la pista, Oyarbide
solicitó la intervención de la justicia taiwanesa en el caso. “Llegué a enviar
varios exhortos pidiendo que en Taipéi se hiciera algún trabajo de
inteligencia, para saber dónde habían ido a parar las obras —cuenta Oyarbide—,
pero no nos respondieron ninguno. Las personas que tenían las pinturas
seguramente eran falsos coleccionistas, gente que consigue obras de forma poco
legítima”.
Se volvió al punto de partida: nadie
sabía dónde ni quién tenía las obras. La única posibilidad de recuperar algo
era que Oyarbide lograra que las tres pinturas identificadas en la galería
parisina en 2002 volvieran al Museo Nacional de Bellas Artes. Y lo consiguió,
luego de un acuerdo diplomático entre Francia y Argentina. La justicia francesa
tomó cartas en el asunto y en 2005 resolvió que las tres pinturas de Paul
Cézanne, Pierre Renoir y Paul Gauguin fueran devueltas, después de 25 años, al
Museo Nacional de Bellas Artes.
En noviembre de 2005 la justicia
francesa organizó un acto de restitución de las obras en París: asistieron el
embajador de Argentina en esa ciudad, el juez Oyarbide y el investigador
británico Radcliffe. Oyarbide recuerda que “la jueza francesa se comportó
maravillosamente en el evento” y que el inglés lo trató con “una actitud
pésima, muy poco cordial, muy de patán, muy de policía”. La jueza francesa que
estaba a cargo de las negociaciones entró a una sala de los tribunales
franceses y, mientras todos la observaban, empezó a desplegar con extremo
cuidado, sobre un escritorio, una tela enrollada y envuelta en un papel de
seda: era la obra Retrato
de mujer, de Renoir, una de las pinturas que
había desaparecido del museo hacía 25 años. En el mismo rollo estaban las otras
dos, de Cézanne y Gauguin. Las obras recuperadas tenían, en ese momento, en un
valor cercano a un millón trescientos mil dólares.
Después del acto, Oyarbide regresó a
Buenos Aires. Voló en clase turista con dos guardaespaldas ubicados en el fondo
del avión, y los rollos con las obras sobre la falda. “Iba sentado al lado de
una persona que comía un sándwich con tanta mayonesa que yo tenía miedo de que
me manchara las obras –recuerda el exjuez–, pero por suerte no pasó. Cubrí las
telas con revistas, como para que no se notara lo que llevaba, eran piezas
chicas, pero estaba muy nervioso por tener eso encima, así que no pude pegar un
ojo en las 15 horas de vuelo. Hasta me las llevaba debajo del brazo cuando iba
al pipí
room”.
Mientras el avión que transportaba a
Oyarbide y las obras se acercaba a destino, en el Aeropuerto Internacional de
Ezeiza se montaba un operativo de seguridad para escoltarlo, con autos y motos
de la policía federal y hasta un camión de bomberos. Poco después de que el
avión hubiera aterrizado, en medio de ese gran operativo de seguridad, Oyarbide
entró al Museo Nacional de Bellas Artes con las tres telas enrolladas bajo el
brazo. Fueron depositadas en el primer subsuelo, enmarcadas, y el 25 de
noviembre se inauguró una muestra en la que las tres obras restituidas fueron
exhibidas como trofeos.
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