Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

domingo, diciembre 08, 2024

¿RE-INVOLUCIÓN O REVOLUCIÓN?

 


Hay momentos en los que se puede hacer la plancha, y otros en los que no queda otra que jugarse

 

Pocas películas me perturbaron más en los últimos tiempos que Guerra civil (Civil War, 2024), del inglés Alex Garland.

El film produjo escozor también en Estados Unidos, porque el conflicto que describe transcurre allí, en un futuro sin fecha establecida pero muy, muy próximo. En su momento se cuestionó la idea de estrenarla durante los meses previos a las elecciones, o sea en contexto político caldeado, porque su tema prometía generar olas. El éxito comercial que obtuvo entonces —debutó en abril del '24— no sorprendió, porque los estadounidenses están acostumbrados a ver películas en las cuales sus instituciones y monumentos son amenazados, y hasta destruidos, por la violencia. (Ese trend lo inauguró Día de la Independencia en el año '96, y el muy real ataque a las Torres Gemelas lo convirtió en tradición: quizás porque temen que esas violencias se repitan, necesitan verlas dramatizadas —conjurarlas— en el cine y las series.) Y Guerra civil es generosa a ese respecto, porque no escatima imágenes de devastación en Washington, incluyendo el interior de la Casa Blanca. Pero, más allá de su éxito y de los debates que inspiró, la victoria que Trump obtuvo el mes pasado sugiere que el film no movió el amperímetro de la realidad. Lo cual da por buena la tesis central del film.

 

 

El guionista y director Garland inscribió su historia en un contexto histórico-político mínimo hasta lo amarrete. Si algo no hace Guerra civil, es abundar en detalles sobre la situación que detona el enfrentamiento. Sólo cuenta lo imprescindible. En primer lugar, que en la Casa Blanca de su ficción hay un Presidente que vulneró la Constitución para permitirse a sí mismo un tercer término de gobierno. (Garland no dice si es Republicano o Demócrata, pero su poco afecto por la institucionalidad lo emparenta con Trump. Del mismo modo funciona la tendencia de ese Presidente a exagerar sus logros hasta el absurdo, como lo vemos hacer en los primeros minutos del film. Para los americanos del Norte, esa desfachatez remite a Trump, inexorablemente. Para los americanos del Sur extremo, sin embargo, el autobombo demencial hace pensar en Milei.)

En segundo lugar, se establece que un par de estados se han rebelado contra el abuso de poder de ese Presidente. Garland eligió dos lugares muy diferentes entre sí, el conservador Texas y la liberalísima California, precisamente para que los bandos del relato no coincidiesen con los existentes en la realidad. La alianza entre Texas y California —altamente improbable, en nuestro mundo— genera una entidad política y militar que el film llama Western Forces (WF), o sea Fuerzas Occidentales. Al enfrentamiento entre el poder institucional de Washington y las Western Forces se suma un tercer jugador: el estado de la Florida, que aspira a independizarse de esa nación original que ya no puede pronunciar su nombre sin que la ironía le revuelva las tripas.

 

El Presidente de "Guerra civil" (Nick Offerman).

 

Con una estrechez de mirada notable, numerosas críticas le reprocharon a Garland que no fuese más obvio. Reclamaban que los bandos enfrentados en la ficción coincidiesen con los adversarios de la vida real: Republicanos versus Demócratas, el país profundo versus las elites de ambas costas. Llegaron al extremo de sugerir que al artista le faltó coraje, que debió haber sido partisano, jugarse por uno de los equipos. Cuando es ostensible que Garland prescindió a conciencia de los detalles sobre causas y actores de la guerra, y además ofuscó las banderías, para que nadie confunda su relato con un panfleto partidario. Lo que Garland pretendía era otra cosa. Algo que se aclara cuando prestás atención a los protagonistas que eligió.

Hay cuatro personajes centrales, y todos son periodistas. Dos cronistas, ambos hombres: el veterano Sammy (Stephen McKinley Henderson), que trabaja para —tal como lo define alguien— "lo que queda del New York Times", y el joven Joel (Wagner Moura), empleado de la agencia Reuters. Las dos fotógrafas son mujeres: Lee (Kirsten Dunst), especialista en conflictos bélicos, y la jovencísima Jessie (Cailee Spaeny), que recién está empezando pero admira a Lee y querría ser como ella. Ya esta decisión creativa es interesante: el masculino —género menguante— es aquel que se expresa a través de las palabras, el femenino —género creciente— es el que se expresa mediante imágenes.

 

Sammy y Joel adelante, Lee y Jessie detrás: los cuatro protagonistas.

 

Joel y Lee son equipo, y están lanzados a lo que Sammy define como "una misión suicida": conducir más de 800 millas hasta Washington, adentrándose en un territorio donde matan a los periodistas por el simple hecho de serlo, para entrevistar al Presidente —que lleva catorce meses sin hablar con la prensa, sólo se expresa a través de mensajes en cadena— antes de que su gobierno caiga ante las Western Forces. Sammy pide a Joel y Lee que lo dejen viajar con ellos, puede persuadirlos porque conoce a Lee desde hace décadas y entiende que la fotógrafa lo considera su mentor. Pero Jessie se cuela en la travesía porque apela al costado pajero de Joel, a quien le complace la idea de arrastrar consigo a una conquista potencial. Cuando Lee descubre que la piba está a bordo de la Ford Excursion, lista para partir con ellos, no oculta su contrariedad. En semejante circunstancia, una novata representa un peligro para sí misma y para todos sus compañeros. Pero, ante el hecho consumado, Lee adopta con Jessie una actitud protectora y hasta tutorial.

A partir de ese arranque, el relato de Garland funciona en dos registros. El primero es universal, en tanto escapa de la coyuntura para poner al espectador ante el espanto visceral que, ahora y siempre, supone estar en medio de una guerra, y muy particularmente de una guerra civil, el enfrentamiento con un otro que hasta ayer era tu vecino, el tipo al que saludabas en el bondi, el mozo que te atendía cada mediodía. De aquí se desprende una de las razones por las cuales a Garland no le interesa contar porqué se armó ese quilombo, y quién es quién en la contienda. Una vez que se detonó la cosa, las razones políticas y las cuestiones de principios son lo de menos: todo lo que importa es lo que te vas a ver obligado a hacer para sobrevivir y proteger a los tuyos, lo cual incluye, por cierto, la necesidad de dañar a otros para no ser dañado primero.

 

Lee (Kirsten Dunst) y Joel (Wagner Moura).

 

Un aspecto que distingue a esta película de la mayoría de los relatos bélicos que estamos acostumbrados a ver, es que cuenta la violencia como un estado natural del hombre. Excepción hecha de los que por hache o por be no empuñan armas —los periodistas, los ciudadanos que reclaman agua al comienzo, los refugiados en un campo deportivo—, todos los demás se ven chochos con la cosa, como peces en el agua. Acá no hay soldados con miedo ni acongojados por la culpa. Todos los que disparan, disparan con gusto. En este film, para quienes la practican la guerra es una oportunidad: el sueño de cualquier emprendedor — el mercado en acción.

Pero también existe otro registro del relato, que me parece tanto o más interesante. Uno que no apunta, como el primero, a un dilema que nos acompaña desde el surgimiento de la especie humana —la pregunta sobre si la violencia no es nuestro estado ideal, la salsa que nos complementa mejor—, sino a un tema de hoy, a una preocupación propia de este momento de la vida sobre este planeta.

Que Garland haya elegido como vehículo de sus dudas a cuatro periodistas, y en particular a dos fotógrafas de generaciones diferentes, no puede ser casual. Porque son ellos los que corporizan la pregunta sobre el sentido de contar lo que está ocurriendo y, en consecuencia, del valor de las imágenes en el mundo de hoy. La oposición entre la veterana Lee y la novata Jessie no es un capricho argumental, sino la dramatización de una discusión en curso. (Que Garland ya cree saldada, me temo.)

El nuestro ya no es el mundo donde contar lo que ocurre a través de imágenes puede generar conciencia y, en consecuencia, lucidez. Los Robert Capa y las Lee Miller —extraordinarios reporteros de guerra— serían ya reliquias de un pasado irrepetible. Hoy somos todos Jessies: sacamos fotos y grabamos de manera constante, y como no lo hacemos para crear ni comunicar algo valioso sino compulsivamente, sólo generamos imágenes que nada dicen, que nada cambian, que nada transforman.

 

Sammy (Stephen McKinley Henderson).

 

 

 

Apocacivil War

Un modelo que Garland tuvo a mano, mientras imaginaba y filmaba Guerra civil, fue el de Apocalypse Now. Ambas son lo que se llama road movies, películas del camino. Sólo que en la de Coppola el camino es líquido, se avanza a lomos de un río, mientras que en Guerra civil se avanza sobre asfalto. Esta decisión narrativa, la de contar qué ocurre durante una travesía, les confiere a ambos films su naturaleza episódica. En el periplo, los protagonistas van topándose constantemente con escenarios y personajes nuevos que dramatizan aspectos de la guerra. Esos mini-escenarios sucesivos moldean el estado de ánimo de los protagonistas e inciden sobre las decisiones que tomarán, cuando se diriman sus destinos.

Las dos películas comparten también una actitud de extrañamiento ante la guerra: más se adentran, más absurda y cruel la encuentran. Abrazar la violencia, entregarse a ella, equivale a perderse en la tiniebla más apretada del alma humana, a meterse en un territorio donde, si te descuidás, ya no hay más alma, porque la dejaste atrás, te desembarazaste de ella — la perdiste. A la hora de subrayar el costado alucinógeno, demencial de ese tránsito hacia la nada, a Coppola le vino bien el hecho de que sus soldados estuviesen todo el tiempo de la cabeza. Los protagonistas de Guerra civil sólo le entran al porro, pero no porque sean discretos o moralistas, sino porque ya son adictos a la más poderosa de las drogas, que es la adrenalina. Los soldados no son voluntarios, los han metido en ese quilombo de una patada en el culo. Pero los cronistas de guerra sí son voluntarios, han elegido ser lo que son, porque el subidón que te da el peligro es increíble, y una vez que pasó el susto lo único que querés es repetir la experiencia. Yo cubrí un bardo híper-violento sólo una vez —la segunda Intifada, a fines del 2000, en Palestina e Israel—, pero cuando volví a casa lo único en que podía pensar era en qué otra guerra podía colarme y a qué medio apelar para que me bancase la cobertura. En aquel momento, nada deseaba más que revisitar el high, esa excitación que nunca antes había experimentado.

 

 

Garland tiene tan claro que está continuando la conversación que abrió Apocalypse Now, que incluye al menos dos guiños cuya función es involucrarnos en su juego. El primero ocurre a los 45 minutos y te predispone a lo que vendrá mediante una cuña auditiva: la banda sonora original de Ben Salisbury y Geoff Barrow se vuelve disonante, y remite así a las disonancias de la música que Carmine Coppola compuso para Apocalypse. El segundo tiene lugar diez minutos más tarde, cuando los periodistas se topan con un francotirador que dispara desde una casa y con los dos soldados que tratan de neutralizarlo.

Joel le pregunta a los soldados si son de las WF, porque todo es tan confuso que ignora a quién responden. Uno de los soldados le responde que no hay nadie dando órdenes, lo cual remite a la escena de Apocalypse en la que Willard (Martin Sheen) pregunta lo mismo a un morocho que también confiesa que no tiene a nadie por encima, que no existe cadena de mando, que cada uno está librado a su suerte. A continuación, el soldado de Civil War explica la situación en términos elementales: "Alguien está tratando de matarnos. Y nosotros estamos tratando de matarlos a ellos". Listo. Eso es todo. Ahí no cuentan las razones ni las ideologías ni la moral. De eso va la guerra: de matar a otro para que no te mate a vos. Todo lo demás es cháchara, o mera justificación. Por eso, cuando Joel insiste en seguir haciendo preguntas y comentarios erróneos —en este caso, le espeta al soldado que no sabe para qué bando está peleando—, el tipo le cierra la boca diciendo: "Ah, vos sos un retardado... ¡No entendés ni una palabra de lo que digo!"

 

 

Y tiene razón. Joel tendrá experiencia como cronista de guerra pero no caza una, porque está interpretando el asunto en los términos equivocados, confundiendo las reglas del juego. Esta no es una guerra convencional, donde el ejército de una nación se enfrenta al ejército de otra. Acá no rige la Convención de Ginebra, no hay reglas, todo vale — se remata a heridos y se fusila a prisioneros sin prurito alguno. Un conflicto como el que Garland cuenta encarna el estadio superior de la guerra, es una guerra total, de todos contra todos. Durante Vietnam uno podía enroscarse en discusión político-ideológica, discutir las razones que los Estados Unidos exponían para justificar su invasión y enrostrarle su vocación imperialista. En el mundo que Garland pinta, no hay debate político-ideológico posible, porque la guerra no responde a intereses nacionales o regionales, sino a una necesidad humana, a un deseo profundo y por lo tanto irrefrenable. Durante siglos, el capitalismo ofrecía la posibilidad de progreso económico para todo aquel que trabajase duro. Ahora que esa promesa se frustró y que todo el mundo está empantanado en la hondura del suburbio social que le tocó, lo único que marca una diferencia es la guerra. Porque la única posibilidad de cambio real que asiste a la gente es la violencia. Trabajar ya no sirve, estudiar tampoco, ser responsable y disciplinado aún menos. Si querés salir del pozo, la única que te queda es comportarte como una bestia.

El punto es el primero que establece Garland, durante la parada inicial del viaje, que ocurre en una estación de servicio. Allí Lee y Jessie —porque ellas son las que importan, las verdaderas protagonistas—, se topan con dos tipos apaleados y colgados por los brazos de un caño. El tipo joven que fue uno de los que los puso allí, y que además los vigila, dice que son saqueadores. Es decir, que los han pescado tratando de robar vituallas. Uno de los colgados se explica entonces: "Tengo hijos", dice. Bocas infantiles que alimentar, en un contexto de bloqueo y escasez. ¿Acaso existe, para un padre o una madre, un imperativo más categórico que el de preservar a sus hijos? Pero al tipito que los tiene prisioneros eso le chupa un huevo. Lo que le importa —lo que lo entusiasma, lo pone cachondo— es que su actual prisionero era compañero suyo en la secundaria, época en la cual no le daba bola. Ahora no tiene más remedio que darle bola. Ahora está a su merced. ¿Y gracias a qué? A la guerra, el único mecanismo de ascenso social que estaba a su alcance.

 

Jessie (Cailee Spaeny) y Lee, las verdaderas protagonistas.

 

A esa clase de fratricidio estamos expuestos. No a la guerra tradicional, que tenía bandos definidos y admitía ciertas reglas, sino a la violencia indiscriminada del vale todo contra todos, del sálvese quien pueda. Porque el fracaso del capitalismo no le dejó al tipo cualunque más herramienta de cambio que la crueldad y el salvajismo. Y la gente resentida es mucha, porque el capitalismo es una fábrica de frustraciones a escala mundial. Que traten de convencerte de que esta situación puede beneficiarte, de que estar solo y sin recursos ni defensa estatal representa una oportunidad para salir adelante, es prácticamente una confesión del fracaso definitivo del sistema. Lo que le están sugiriendo a la gente es que ahora puede abrirse paso en el mundo matando y jodiendo a quien quiera, como si eso fuese un avance, una superación. Cuando por definición es todo lo contrario, porque los únicos que van a beneficiarse con la masacre generalizada son los fabricantes de armas y los tecno-señores feudales — aquellos a los que Garland deja deliberadamente fuera de cuadro, porque son los que siempre están a buen resguardo, los que nunca se ensucian las manos.

Deberíamos exhibir esta película en todas partes, porque habla muy claramente de los peligros que tenemos por delante. Nuestro drama ya no es Vietnam, es la normalización de la violencia en los niveles medios e inferiores de la escala social. En ese sentido recalibra las preocupaciones del film de Coppola. Y por eso podríamos rebautizarlo tranquilamente Apocacivil War, o mejor aún: Apocalypse Later.

 

 

 

 

Lo sagrado y los bits

Quise sugerir que Guerra civil, la película de Alex Garland, tomó un dilema eterno —el de la violencia humana, que siempre tratamos de contener, con éxito relativo— para aggiornarlo y preguntarse si, lejos de ser un defecto, la violencia es más bien un rasgo identitario, nuestro estado natural — parte de nuestra esencia. Ahora me gustaría hablar sobre la forma en que el otro registro de lectura, aquel vinculado al sentido y el valor de las imágenes para dar cuenta de lo que pasa, complementa la reflexión sobre nuestra agresividad.

Garland elige contar una guerra no desde los combatientes, ni desde las víctimas civiles, sino desde los cronistas profesionales: aquellos que trabajan de referir lo que ocurre, para que el pueblo esté informado y articule opinión y adopte una actitud ciudadana con conocimiento de causa. Tanto le importa su rol, que la mayoría de los diálogos que sostiene el cuarteto no se refiere a la guerra ni a la actualidad política, sino a su propio trabajo: cómo hacerlo del mejor modo, cómo cuidarse, cómo sobrevivirlo sin enloquecer, si tiene o no sentido llevarlo adelante.

 

El guionista y director Alex Garland.

 

Al comienzo estas crónicas dependían tan sólo de las palabras, después se combinaron palabras e imágenes, hoy el peso de las imágenes es superior. Lee es una mujer de cuarenta y pocos (la actriz Kirsten Dunst tiene 42, de hecho), pero a pesar de su relativa juventud es la representante de un tiempo que caducó, cuyas reglas ya no aplican. Ella misma se lo explica a Sammy, a la media hora de película. Le dice que cada vez que enviaba a los Estados Unidos una foto que obtenía en una guerra de otro país, lo hacía a modo de aviso. Era su forma de advertirle a sus compatriotas: "No hagan esto". En consecuencia, la guerra que está arrasando su propia nación entraña un fracaso personal, la demostración de que su esfuerzo fue en vano. Cuando Joel se suma a la conversación, Sammy resume el dilema existencial de Lee de este modo: ella —dice— ha perdido la fe en el poder del periodismo.

¿Cómo discutírselo? Está claro que lo que llamábamos periodismo ha perdido poder, porque ya no afecta al público ni lo influye de la manera en que lo hacía. Hoy la mentira y la difamación mediatizadas son más poderosas que el periodismo honesto, si es que queda algo a lo que todavía podamos denominar así. Pero yo creo que el tema que la película propone es más grande, que lo que preocupa a Garland no es la obsolescencia de un formato informativo, sino nuestra relación con la representación, tanto la ficcional como la periodística — qué pasa hoy con el registro de lo real, qué clase de valor conserva... o no.

 

El soldado que interpreta Jesse Plemons: el deseo de verlo todo rojo, siempre.

 

Internet y las redes sociales cambiaron nuestro modo de ser y existir en este planeta, de tantas formas que todavía es imposible evaluar consecuencias. Pero hay dos que me interesan en el marco de esta disquisición, porque tienen que ver con lo que la película de Garland me hizo pensar.

En primer lugar, Internet consiguió que la palabra pública, que en el ágora era patrimonio de los profesionales —escritores, actores, académicos, periodistas, filósofos, científicos, políticos, abogados—, quedase en manos de todo el mundo. De la noche a la mañana, todos nos convertimos en comunicadores. No hay quien no escriba, en estos tiempos, y se exprese públicamente. Lo cual pareció auspicioso, porque sugería un efecto democratizador: ahora todos podían hacerse oír, mostrarse, difundir sus ideas, su realidad, sus opiniones. Pero el efecto más inmediato que produjo fue la disolución del saber, el extravío de la palabra jerarquizada por el estudio, la práctica, la reflexión y la creación artística, en el interminable océano de las palabras de todos y cada uno.

No estoy sugiriendo que las palabras autorizadas de antaño eran las únicas que valían. Ninguna época ha sido magra en materia de charlatanes y sofistas. Pero, muy concretamente, si el más sabio de los hombres o la más sabia de las mujeres abre la boca para decir algo que considera crucial, y en ese instante todo el mundo empieza a hablar al mismo tiempo, nadie oirá a ningún otro que no sea él mismo. La realidad demuestra a diario que una de las consecuencias más graves de la cultura virtual es que, en términos discepolianos, puso la palabra del burro al nivel de la del gran profesor.

 

Lee y Jessie.

 

Y con las imágenes pasó lo mismo, o peor. Los celulares convirtieron a cada Cristo en un fotógrafo, en un cronista de lo que pasa por real. La gente retrata y se retrata constantemente. Si no deja testimonio gráfico de una circunstancia es como si no hubiese existido, si no sacó fotos o grabó no puede probar, pero ante todo probarse, que la ha disfrutado — lo cual comprende desde un concierto hasta un polvo. Y ese mar de imágenes cotidianas, al que además aportan drones y cámaras de seguridad y satélites, nos permite decir que casi todo está a la vista. Mediante Google, podés ver prácticamente cada rincón del planeta, en tiempo real. Pero verlo todo es casi lo mismo que no ver nada.

No estamos hechos para verlo todo, sino para recortar la realidad, hacer foco, separar la paja del trigo, elegir. Estamos hechos para que nuestros sentidos y mente decidan qué es relevante y qué no, qué requiere la claridad del primer plano y qué puede quedar borroso. Y esa es la diferencia entre lo que hacen Lee y Jessie. Lee iba en busca de una imagen cargada de sentido, que no sólo derive de la realidad sino que además opere sobre ella, que la mejore. Una foto era tiempo encapsulado, una instantánea de la vida del universo, y por ende era intocable, prácticamente no se la intervenía. Para Jessie, en cambio —no porque sea mala o necia, sino porque es joven y no conoce otra cosa que esta cultura virtual—, una imagen no es tiempo, sino una combinación aleatoria de bits, que puede ser reconfigurada y multiplicada ad infinitum, y a la que podés intervenir hasta que ya no se parezca en nada a lo que mostraba originalmente. No tiene nada de sagrado, es eminentemente violable.

Para Jessie, el único sentido que tiene una imagen es transaccional. Lo que le importa de una imagen no es lo que puede sugerir, comunicar, sino si cotiza o no. Porque imágenes produce todo el mundo, y las únicas que se diferencian del resto son aquellas que reclama el mercado. Por eso Lee mira como quien ve a través de una lente, que encuadra y discrimina como un ojo, mientras que Jessie mira como quien contempla un panóptico, un dispositivo electrónico que le permite ver miles de cosas en simultáneo. ¿Y cuál de esas imágenes merece que hagamos zoom sobre ella, cuando el mosaico entero no significa nada? Sólo aquella que pueda procurarte dinero, fama, o ambas cosas a la vez.

 

 

El momento más significativo de este film sobre la violencia es uno silencioso y calmo: cuando Lee contempla la foto que le tomó al cadáver de un ser querido —una foto que, además de relevante en términos emocionales, es bella— y decide borrarla. En este mundo donde las imágenes fueron banalizadas, porque su omnipresencia neutraliza su poder dramático y comunicativo, tiene sentido resistirse a que algo que consideramos trascendente se convierta en bits. Habría que privilegiar el almacenamiento interno, en el alma, al almacenamiento en el disco rígido. Lo trascendente suele solaparse con lo sagrado, y lo sagrado está conectado con el misterio, con lo inefable. No se puede medirlo todo a partir de su capacidad de ser o no registrado. Ojalá todo el mundo se expusiese a más experiencias de las que no pueden convertirse en un salvapantallas.

Lo que Garland sugiere es que el proceso por el cual se ha venido despojando a las imágenes de su poder no es neutro, sino político a sabiendas, y juega a favor de la guerra total y del dominio de los tecno-señores feudales. En algún sentido, Guerra civil es la primera película anti-bélica que te dice en tiempo real que sabe que no va a poder cambiar nada, ni a impedir violencia alguna; que aunque te muestre atrocidades eso no alterará el curso de colisión al que estamos lanzados, porque las imágenes ya no nos mueven un pelo, no conmueven, no llaman a la reflexión. La tecnología digital nos anestesió la mirada, y por eso lo que debería doler no duele nada. ¿No es esa una de las lecciones que deja Gaza: el primer genocidio de la historia que fue transmitido en directo y difundió algunas de las imágenes más atroces que se hayan visto nunca sin que, a pesar del año y pico transcurrido, ni el Estado de Israel ni sus habilitadores hayan sufrido una consecuencia política severa?

Esta semana vi una grabación que me sonó a coda involuntaria de la película de Garland. ¿Están al tanto del caso del CEO de una aseguradora de salud que fue baleado en pleno centro de Nueva York, sobre la Sexta Avenida? Las cámaras de seguridad grabaron a su asesino, un tipo encapuchado con una mochila a la espalda, en el instante en que alza su arma y, con una tranquilidad pasmosa, fusila al tipo por la espalda. Lo primero que me llamó la atención fue la calma con la que el asesino actúa. Lo segundo que pensé fue que su tranquilidad se parecía a la mía, en el acto de ser testigo de un homicidio. Ves esas imágenes y las asimilás a las de cualquier serie o película y por eso te producen lo mismo que las de la tele o el cine: nada, mero entretenimiento, una excusa para ingerir pochoclo. Pero, una vez que viste morir a alguien de verdad en una pantalla grande o chica, y eso no te movió un pelo, ¿cuánto más cerca estás de sentir nada, si te toca ver violencia sin intermediación electrónica? Porque, si te anestesiaron la mirada, quedaste a un paso de que te anestesien el alma.

 

 

(Apunte al margen: este crimen inspiró una ráfaga de aplausos en las redes que sorprendió, y por eso es tema de ensayos y piezas periodísticas. Aparentemente, cargarse a un millonario es algo que a mucha gente, en vez de espantarla, le da ganas de celebrar. Razón por la cual los poderosos, que creían que esto de la guerra de pobres contra pobres les saldría gratis, comenzaron a recalcular. Están bajando de Internet todas las fotos de los CEOs de las grandes empresas, para no facilitar que se los identifique.)

Hay momentos históricos en los que se puede hacer la plancha, y otros en los que no queda otra que jugarse. Los tiempos que se avecinan llamarán a responder, con nuestra conducta y nuestros cuerpos, a la pregunta de la que depende la definición de la especie: ¿qué es lo que nos hace humanos, a fin de cuentas, la violencia o la sensibilidad?

La transformación que los tecno-señores impulsan es tan violenta y radical, que tienta llamarla —yo mismo lo hice, la semana pasada— revolución. Pero la raíz de esa palabra apunta a un salto evolutivo, cuando en este caso el único salto hacia adelante es tecnológico, combinado con un atroz retroceso en materia de desarrollo humano. Por eso creo que le queda mejor el neologismo re-involución. Eso es lo que producen hoy, en una escala y a una velocidad que va a requerir no de parches ni de medidas tibias, sino de una respuesta proporcional.

Re-involución o revolución. That is the question.

 

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