Como si fueran de básquet o de vóley, los partidos de la Liga argentina sufren cada vez más interrupciones entre equipos entrenados en “controlar” el paso de los minutos, con los arqueros como máximos especialistas en fingir.
En La Plata, River vence 2-1 a Estudiantes por la fecha 25 de la Liga Profesional 2024 después del descuento de Guido Carrillo a los 15 minutos del segundo tiempo. Franco Armani –38 años, arquero de River, uno de los especialistas en “hacer tiempo” en los saques de arco– finge un dolor. El reloj avanza. Recién a los 49, recibe la amonestación del árbitro Ariel Penel por demorar el juego. Dos días más tarde, en la Bombonera, por la misma fecha de la misma Liga, Boca le gana 1-0 a Gimnasia La Plata. Minuto 47 del complemento: córner en ataque de Boca, salida corta, lateral a favor, contra la esquina, muy lejos del arco propio. Minuto 49, de vuelta: córner en ataque, salida corta, lateral a favor, contra la esquina, muy lejos del arco propio.
Boca y River, los más poderosos del fútbol argentino, jugando a “no jugar”.
En la Liga 2024 de Argentina, el promedio de tiempo neto de juego por partido es hoy de 49 minutos y 58 segundos, más de diez minutos por debajo de los 60 que la FIFA estipula como el ideal, como experimentamos durante el Mundial de Qatar 2022 con los tiempos extras XL (11,6 minutos de adicionado en promedio por partido). Según Opta-Stats Perform, empresa encargada de los datos de la Liga, el fútbol argentino registra el tiempo efectivo de juego más bajo entre las cinco principales de Europa y la de Brasil, cuyos clubes ganaron las últimas seis Libertadores. Si en la Premier League inglesa se juegan 58 minutos y 31 segundos por partido, en el Brasileirão, 55:23. Argentina sólo está por encima de la Primera División de Bolivia y de la Liga 1 de Perú, las que promedian por debajo de los 49:58. En promedio, en un partido de la Liga argentina hay 103,7 “interrupciones”. En ellas, el equipo que va ganando puede desechar 95,9 segundos en ejecutar un tiro libre. Y 20,8 en sacar un lateral (cuando va perdiendo, en cambio, tarda 12,3). Casi nueve segundos de diferencia (en la Premier, cuatro, y en el Brasileirão, seis). Así en córners, tiros libres y, ay, saques de arco.
La última tendencia de la moda en el “control” del tiempo -en ponerle un reloj de arena al juego- es la simulación de lesiones de los arqueros para generar, en ocasiones, un “tiempo muerto”, de descanso, como si el fútbol fuera el básquet o el vóley, deportes en los que, por reglamento, los entrenadores piden tiempos. Los arqueros pueden fingir lesiones después de una situación de gol del rival, para echarle un poco de agua al fuego y cortar el ritmo. Y para que, mientras se pierden segundos, el técnico reacomode el equipo. También cuando expulsan a un compañero, para que otro acelere la entrada en calor. La trampa de los arqueros es tirarse al suelo para “estirar” el tiempo con la entrada del médico, porque sin arquero no se puede jugar al fútbol. Otra artimaña es embolsar la pelota y lanzarse al piso, para luego pararse en cámara lenta y, después de otro puñado de segundos, sacar. Tampoco ningún árbitro sanciona cuando los arqueros exceden los seis segundos que, ya erguidos, disponen para continuar el juego. Antes buscan la pelota lejana cuando hay otra más cerca, les dan indicaciones a los compañeros. El árbitro, en general, les saca amarilla durante los minutos finales. Y no añade luego la cantidad de minutos en relación al tiempo perdido. En marzo, en Escocia, la International Football Association Board (IFAB), entidad a cargo del reglamento del fútbol, enfatizó en la pérdida de tiempo por la actitud de los arqueros, actores principales del “no se puede hacer más lento”. “Emplea una táctica desleal, puesto que el equipo adversario no puede disputárselo (el balón)”, señaló la IFAB. Y propuso que “el equipo del arquero infractor pierda la posesión y el contrario reanude el juego sin tener demasiada ventaja”, es decir, sin tiro libre indirecto desde adentro del área, sino con un córner o un lateral a la altura del punto penal.
En el fútbol argentino escasean los “lujos” -jugadas que podrían alimentar aquel “ranking lírico”- y abundan las patadas, porque, ante todo, la “intensidad”, la consagración del “correr y meter y meter”, la exacerbación física que acelera los nervios. Hay menos caños, gambetas, tacos, rabonas y hasta sonrisas porque se desprecia la belleza y el arriesgar, porque, dicen, no sirven, no son “utilitarios”: son los que perdieron la capacidad de sorpresa del fútbol-juego. Kevin Coronel -20 años, formoseño, lateral derecho de Argentinos Juniors- fue expulsado en la fecha 20 de la Liga por un pisotón a Agustín Bouzat (Vélez). Lo sancionaron con cuatro fechas de suspensión, luego reducidas a dos. En el medio, su hermana de seis años murió en un accidente de moto en Formosa. Coronel volvió frente a Barracas Central, fecha 24, también en La Paternal: plancha a Siro Rosané, doble amarilla y roja. Se retiró envuelto en llanto. “Perdón por lo que pasa dentro del campo de juego. Estoy pasando por momentos que ni yo los entiendo, quisiera tener una respuesta”, posteó al día siguiente. Más allá del contexto, las patadas son consecuencia de cómo se juega, en términos generales, en el fútbol argentino. Más enajenación y aceleración que pensamiento y pausa. “Demasiada camiseta/ y cada vez menos gambeta”, canta Andrés Calamaro en Clonazepán y circo (“Honestidad brutal”, 1999). Es la uruguayización del fútbol argentino -no sólo a partir de “Bover”, nuestro Peñarol-Nacional-, sino por la preeminencia de la “garra”.
Las reuniones de consorcio en cada revisión del VAR -siempre en nombre de la “justicia”, aunque se repitan las manipulaciones y los muñequeos-, las interrupciones por agresiones a los futbolistas desde tribunas y plateas -la histeria habita afuera entre los hinchas-, la desaparición de las pelotas –o de los alcanzapelotas– en los minutos finales, los cinco cambios por equipo y las demoras, la entrada y la salida del carrito y las protestas incesantes a los árbitros conspiran también con la fluidez del juego. Entonces, los partidos son cortados y “cerrados” porque se juega a no perder. Tomás Belmonte -26 años, mediocampista de Boca- le gritó al arquero Leandro Brey después de que su equipo diera vuelta (3-2) la semifinal de la Copa Argentina ante Vélez: “¡Tirate, tirate!”. Y a los defensores: “¡A la mierda, a la mierda!”. Vélez le ganó 3-4. Y Fernando Gago, DT de Boca, dijo que, con los cambios defensivos, había intentando “cerrar” el partido: los partidos no suelen terminan antes de tiempo y, mejor que “cerrarlos”, aún es jugarlos.
Los mejores futbolistas argentinos, al mismo tiempo, no juegan en Argentina. Nada nuevo hasta ahí: el asunto es que ya no sólo juegan en Europa, sino en Estados Unidos, Oriente Medio, Brasil y otros países sudamericanos por la diferencia económica (la liga boliviana otorga un premio ocho veces más grande que la argentina). Y, ante la merma de la calidad técnica de los futbolistas, peor juego. Es la ductilidad: si cuesta parar la pelota, se va más seguido al lateral o se revolea para que los de arriba vayan al choque (cuando el pelotazo queda adentro de la cancha). “Fui aprendiendo mucho en lo futbolístico y lo táctico. De chico no nos enseñaban tanto, en las inferiores, casi nada. Era: ‘Jugá y ganá’. Aprendí mucho ya en Primera”, admitió Maximiliano Salas, delantero de Racing, campeón de la Copa Sudamericana, de inferiores en All Boys. “El otro motivo evidente son los 28 equipos, que pronto volverán a ser 30. Una cuenta sencilla: si cada plantel tiene 25 futbolistas y sobran ocho equipos, hay 200 futbolistas que en condiciones más normales nunca habrían jugado en Primera”, escribió el periodista Matías Bauso en el artículo “Tomala vos, dámela a mí” en Revista Seúl.
Pero el fútbol (argentino) todavía es un juego imprevisible que se parece mucho a la vida. Es inesperado y cambiante. Lo testificamos el miércoles, en Avellaneda, con el partidazo (4-5) de Estudiantes ante Racing por la Liga. Lo habíamos vivido en el Monumental, en la final de la Libertadores, cuando Thiago Almada detuvo el tiempo a favor del juego y, a pura conducción –freno, aceleración, engaño-, llevó a Botafogo de Brasil a conquistar su primera Copa. El escritor uruguayo Eduardo Galeano, autor de Fútbol a sol y sombra -la Biblia futbolera- se autodefinía como “un mendigo del buen fútbol”. A contramano de la sociedad argentina, en la que cada vez hay más pobres, los mendigos del buen fútbol argentino son cada vez menos.
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