Reo West
Una rosa para Junior
Novela
Ediciones Ocruxaves
Advertencia del autor:
Esta novela no guarda una relación directa ni veraz con hechos y personajes de la vida real, ni intenta explicar acontecimientos y sucesos del pasado cercano con hipótesis demostrables, limitándose sólo a la libre invención literaria a partir de noticias que son de dominio público.
Fue escrita en el lapso que va del 30 de mayo al 30 de agosto de 1995.
A mi primogénito que está y a mi viejo que partió.
Como debe ser… como debería ser.
(1)
Aeropuerto de Don Torcuato, Buenos Aires, marzo de 1995.
El helicóptero alzó vuelo. Un torbellino de agua y viento envolvió a la muchacha que permaneció inmóvil observando las gráciles maniobras de la nave recortada sobre un fondo plomizo. Junior dibujó varios círculos sobre su cabeza, luego mantuvo la máquina suspendida y le arrojó un beso con la mano. Después ladeó el aparato y salió despedido a gran velocidad hacia el destino prefijado.
Divah controló su reloj. Subió al Escort y puso primera. En lo alto, la silueta del Bell Ranger le indicaba el camino. Aceleró tratando de no perderlo de vista. Sólo era cuestión de minutos. Aquel sería el último vuelo del hijo del presidente.
Junior apresuró la marcha. La idea era localizar el camión mosquito que transportaba los autos y mantener contacto fluido con el equipo. Obviando las recomendaciones básicas de todo aeronavegante el joven subía y bajaba temerariamente; a veces en sentido contrario al carril utilizado por el camión; por momentos sobrevolando raudamente los cables de alta tensión que bordeaban la ruta 9. El hábil piloto iba y venía entre el camión mosquito y el auto conducido por la pelirroja, comunicándose a través de un handi con su jefe de mecánicos y con el celular para hablar con la muchacha. Así hasta llegar a la altura del kilómetro 211.
Fue entonces cuando Divah tomó en cuenta las recomendaciones que le hiciera el Ángel: “… controlá el tiempo, dentro de los parámetros indicados y, si está dentro de tus posibilidades, tratá de distraer la atención del piloto…”
Supo que debía actuar con premura. Tomó entonces su teléfono y lo llamó. Desentendiéndose de la fina lluvia que había comenzado a precipitarse descorrió la capota del automóvil y liberó su pelo del pañuelo que lo sujetaba.
Comenzó a susurrarle palabras cargadas de un erotismo extremo. Desde su posición pudo ver el viraje de la máquina que apuntaba en dirección al coche. Entre jadeos y suspiros lo invitó a que viera lo que le tenía reservado.
- ¡Oh!... cariño… acércate y mira la sorpresa que tengo para ti… - El vientre blanco de la nave rajó el aire a escasos cincuenta metros. Divah sonrió. Lo tenía. Pudo divisar los rostros sorprendidos de los dos hombres que no daban crédito a sus ojos. Satisfecha no cesó en la vil parodia Otra pasada, ahora más baja, y ella que separó sus piernas murmurando palabrotas. Se despojó de la bombacha arrojándola hacia un lado de la ruta. La prenda interior embolsó aire flameando varios metros antes de desaparecer entre los matorrales que crecían junto a la carretera.
Junior buscó una mejor vista y, en lo que fue su última maniobra, volvió a la carga. Pasó tan cerca que hasta pudo oír nítidamente el jadeo descarado que turbaba los sentidos… Esa puta voz…
Quiso girar a la izquierda pero a destiempo. Los comandos no respondieron. A casi ciento cincuenta kilómetros por hora y a escasos quince metros del suelo… demasiado tarde. Y supo que se moría cuando la hélice trasera del helicóptero se enredó en los cables de media tensión que atravesaban la ruta. Hizo una última maniobra con la intensión de poder elevarse pero, lejos de obedecer y desestabilizado totalmente, el aparato golpeó contra un poste antes de precipitarse sobre el sembradío de maíz de un campo vecino.
Divah observó la caída, seguida de un fuerte estruendo, a través del espejo retrovisor. Lloviznaba sobre el asfalto y un gusto amargo que le supo a muerte se instaló en su boca. Trató de quitárselo encendiendo un cigarrillo, pero el desagradable sabor se acentuó. Se deshizo de él luego de una única pitada. Desplegó el techo corredizo del auto y hundió el pie en el acelerador.
En algún lugar de la frontera Irán – Irak, enero de 1995.
El cielo enorme, rojo, se fundía en la inmensidad de la franja encendida del horizonte. El alba se precipitaba en un bañado carmín sobre la redondeada cúpula dorada del minarete. Desde allí todo el extenso desierto adquiría dimensiones siderales. Antes de elevar los brazos, de ensalzar la conciencia, el anciano de barba platinada, tan largas como las sombras tornasoladas que se reflejaban sobre las arenas refulgentes, separó sus arrugados párpados. A pesar de las décadas dedicadas a la oración, la contemplación de las difusas dunas blancas, cargadas de sapiencia universal, lo seguía maravillando. Cerró los ojos dejando que el viento acariciara el rostro avejentado, curtido de tantos soles, gastado de tanta inmensidad. Inmerso en los silencios, impregnado de los olores del desierto, aguardando el preciso instante en que el disco solar comenzara a alzarse por sobre el milenario paisaje, de la misma manera su canto tomó el vuelo imaginario de un pájaro sagrado. Con voz sumida en la fe, los versos del Corán volaron directo al corazón ancestral de La Meca.
En el interior del palacio, y rodeado de su séquito personal, el Santo Profeta recitó su oración con su cuerpo postrado sobre un tapiz y su cabeza y sus brazos orientados hacia la Ciudad Sagrada. Más tarde se dirigió hacia su recinto. Tomó la rosa sumergida en el recipiente que contenía un líquido de color negro, y luego de un breve monólogo impartió las órdenes.
Horas después la misma rosa era depositada en manos de El-Kir acompañada de una misiva.
Era el momento.
Marbella, 1995.
El poderoso automóvil alemán atravesó el pórtico de la lujosa residencia con rumbo norte. Atrás quedaban un par de guardias armados que, luego de intercambiar los saludos de rigor, se apresuraron a facilitarle el paso. Segundos más tarde las pesadas puertas volvían a cerrarse. Tras los altos muros blancos se activaron nuevamente los sistemas de seguridad.
En el asiento posterior del vehículo el único pasajero no dejaba de comunicarse a través de su teléfono celular. Hablaba en árabe y sus manos se agitaban nerviosamente, como queriendo graficar parte del diálogo. Por el grave tono de su voz y las facciones endurecidas de su rostro, bien podía apreciarse que la cuestión tomaba visos de áspera discusión.
- ¿Cómo?... ¡Sí!... ¡Sí!... Comprendo. Hago todo lo posible… ¡Sólo estoy pidiendo algo más de tiempo! En horas arreglo todo, pero no puedo hacer milagros… Descuida, me encargaré personalmente del asunto…
Del otro lado de la línea alguien maldijo en árabe y cortó. El hombre permaneció unos instantes meditabundo, como tratando de encontrarle una explicación lógica a tamaña locura. Indicó al chofer el camino y, recostándose en el asiento, dejó vagar su imaginación. La comunicación corroboraba sus temores. Una molesta sensación de frío le bajó por la espina dorsal. Pensó en lo malo de las implicancias posteriores, en la resonancia que el caso tendría en la prensa internacional. Un riesgo demasiado grande de impredecibles consecuencias considerando la talla de la futura víctima y lo difícil que sería moverse en un país sensibilizado por el último atentado. Pero él se consideraba un profesional y la causa noble.
“Los traidores pagan caro… la mano de Allah es larga…”
A mis compañeros y amigos PERIODISTAS....¡¡¡¡ Felicidades !!!!
ResponderBorrarBesos y abrazos !!!
RITA Elba Bibiloni Sans