Ciudad del Este, Paraguay, febrero de 1995.
Divah había pisado tierra guaraní luego de un tedioso y agotador vuelo de más de diez horas. En el aeropuerto internacional de El Galeao y tal lo previsto de antemano, tomó contacto con gente de Amed. Luego de cumplimentar los trámites de rigor en migraciones fue conducida por los dos hombres hacia un sector apartado de la estación aérea, más precisamente hasta una pista aledaña en donde aguardaba, con sus motores encendidos, el pequeño Cessna de bandera paraguaya.
El tiempo que demoró el viaje hasta la ciudad fronteriza se realizó en absoluto silencio. Aquellos hombres eran de pocas palabras. Ellos solo se limitaban a cumplir al pié de la letra las instrucciones emanadas de boca de su padre. Estas eran: “contactar chica y traerla…” Y así lo hicieron.
Superado el vulnerable control aduanero paraguayo abordaron la combi que los dejaría a las puertas de la recepción de un modesto hotel de la ciudad, en donde fue registrada bajo el nombre de Concha Ríos Moya, turista española, de veintidós años, soltera y coreógrafa de profesión. Tal la nueva identidad que figuraba en su pasaporte. Llenó el registro con letra desenvuelta. Dejando entrever que sólo estaría en el país uno o dos días en carácter de visitante en tránsito hacia Buenos Aires.
Sólo cuando el servil empleado del hotel le hubo entregado las llaves del cuarto, los dos árabes que la acompañaban se retiraron. Despidiéndose de ella de la misma forma como la habían recibido; sin emitir palabra. Ni siquiera cuando uno de ellos le hizo entrega del pequeño sobre con las nuevas premisas.
Con la idea fija de darse una buena ducha y descansar se limitó a asentir con una leve inclinación de cabeza para desaparecer rápidamente detrás de la puerta. El cansancio se reflejaba en su semblante, tanto, que hasta el intenso verde de sus ojos pareció opacarse, sumado al asfixiante calor reinante.
Aseguró la puerta de la habitación con dos vueltas de llave y encendió la luz. La misma era de dimensiones reducidas pero bastante acogedora. Con paredes empapeladas en tonos pastel y muebles de madera oscura. Una única ventana comunicaba a un patio exterior en donde se apreciaban varias cocheras y una pequeña piscina de material plástico circundada de mesas y sillas del mismo elemento. Y un destartalado acondicionador de aire, ruidoso e insuficiente para aplacar la sofocante atmósfera. No obstante le agradó.
Divah arrojó la única maleta que portaba sobre una mesita y comenzó a desvestirse. Una vez desnuda se introdujo en el baño. Abrió el grifo de la lluvia y dejó que el agua corriera para aclimatarse. Se sentó en el inodoro y orinó abundantemente para después, sí, entregarse a la gratificante y fresca lluvia. Enjabonó su cuerpo una y otra vez como queriendo quitarse de encima la molestia sensación provocada por la falta de higiene de tantas horas de vuelo y la transpiración. Así permaneció durante un buen tiempo. Largos minutos bajo el chorro de agua fría le devolvieron a su piel y a su cuerpo la lozanía natural. Sin secarse y con una toalla envuelta sobre la cabeza, la hermosa Divah, se dejó caer sobre la cama. El sueño le llegó de inmediato, durmiéndose profundamente. Eran las tres de la tarde y el calor en aquella parte del mundo era insoportable.
Despertó cuatro horas más tarde, cuando su desnudez comenzó a sentir el frío. Con la piel erizada buscó abrigo bajo la gruesa manta marrón. Tenía la intención de seguir durmiendo. Buscando vanamente la posición adecuada para su cuerpo cansado. Y fue en una de esas vueltas que su cuerpo topó con algo duro y punzante. Con sumo fastidio estiró el brazo para tantear a ciegas y cerciorarse. No tardó en asociar el molesto objeto con el sobre entregado por el árabe. Desvelada bostezó aparatosamente, sabiendo que le sería imposible volver a conciliar el sueño nuevamente. Sentada con las piernas cruzadas sobre la cama hurgó el contenido del mismo. En su interior había media docena de fotos con la imagen del mismo joven de la fotografía que Mosser le había entregado en España. Recortes de revistas en donde aparecía divirtiéndose saltando olas montado en un ski-jet, probando poderosas motocicletas, o posando junto a su auto de rally con fondo del Partenón en Grecia. Otras en compañía de hermosas señoritas, y una última, en donde podía vérselo sentado frente a los comandos de un helicóptero. Observándolo con detenimiento dedujo que no había que ser demasiado inteligente para saber sobre la identidad, gustos y debilidades del guapo de los recortes.
Junto a las fotografías había también otro sobre más pequeño con instrucciones precisas sobre los pasos a seguir de allí en adelante. Mañana saldría hacia la capital argentina. Un tal Darío sería el encargado de conducirla. El hombre en cuestión estaba estrechamente ligado al joven de las fotos y demasiado comprometido con la causa por lo que pondría objeciones en colaborar. También encontró un número telefónico el cual debería memorizar y destruir junto al contenido del sobre. Así lo hizo. Retener el número y el nombre del contacto no representó ninguna dificultad. Repasando mentalmente los datos se desplazó hasta el cuarto de baño donde comenzó a desmenuzar los papeles. Cumplimentada dicha acción pulsó el botón del depósito. Divah permaneció junto al inodoro asegurándose de que la succión se tragara hasta el último papelito. Sin proponérselo su mirada quedó fijada al trozo de fotografía en donde la enigmática sonrisa de su futura víctima giraba en un torbellino de agua. Jamás podría arrancarse de su mente aquella imagen. Jamás…
Miró el reloj. Eran casi las ocho. Imposible hallar a esa hora un salón de belleza abierto, supuso. Su estómago también le recordó que no había probado bocado en horas. Dada las circunstancias no halló impedimento alguno para disfrutar de su tiempo libre, realizar algunas compras y aplacar el hambre, además de hacerse algunos retoques que distorsionaran su real apariencia. Convencida de que sería lo mejor se incorporó de un salto para abrir la valija en busca de un conjunto de ropa interior de algodón blanco y diversas prendas, las cuales fueron elegidas por comodidad.
De pié frente al espejo, la mujer recogió su larga y ondulada cabellera negra para sujetarla con un pañuelo de seda. Luchó para calzarse los ajustados jeans de color blanco y desechó el corpiño por dificultarle la respiración. Una remera blanca sobre los senos liberados y un par de sandalias sin tacos como toda indumentaria. Sólo dedicó algo de tiempo al retoque de los labios con un brillo humectante. Y sintiéndose lista asió la cartera y abandonó la habitación.
Divah no era una improvisada. No la amilanaba el hecho de estar sola en un país en un país extraño. Sabía moverse además de defenderse llegado el caso. Había crecido en Beirut, entre las bombas y el horror de una guerra inacabable. Su corazón había aprendido a cicatrizar las heridas que no terminan de sangrar en una persona corriente. Ella aprendió el difícil arte de sobrevivir en un país violento, enfrascado en el odio y la venganza. Hermano contra hermano. Familia contra familia… Todos contra todos, en el todo vale de una contienda incomprensible para una niña huérfana. Supo desde muy temprano que si deseaba vivir debería dejar de lado cualquier dejo de virtud. Su cuerpo y su seducción se transformaron, entonces, en su mejor arma. También aprendió a manejarlas y a matar por su vida. Vivió de esa manera hasta la llegada de El-Kir. Y fue el astuto sirio quien la rescató del miedo exacerbado de la capital libanesa, tal vez conmovido por ver a tanta belleza desperdiciándose entre los brazos de los rudos combatientes. El pulió la gema de oriente hasta convertirla en lo que era: su incondicional servidora. Ella no era de hacer demasiadas preguntas, simplemente obedecía. Por considerar que ésa era la mejor manera de pagarle a su benefactor.
Con un papel garabateado en caligrafía difícil de interpretar y algunas referencias verbales que le hiciera el amable conserje del hotel, ganó la calle. Caminó decidida varias cuadras hasta lo que consideró la parte vital de la polifacética ciudad paraguaya.
Con las primeras luces artificiales que comenzaban a encenderse, también se iba apagando el bullanguero comercio callejero. Consciente del revuelo que causaba su presencia entre los apresurados mercaderes que cesaban en la tarea de desarmar sus puestos tan solo para contemplarla o murmurar obscenidades por lo bajo ya sea en guaraní o en portugués, se internó por pasadizos y callejuelas tenebrosas. Si hasta un grupo de inmutables aborígenes, vendedores de artesanías baratas, le ofrendaron sus mejores sonrisas desdentadas, babeantes de tabaco mascado.
Ver abrirse paso entre el enjambre de curiosos y atrevidos en celo a la escultural libanesa, con su metro setenta y cinco de estatura, sus preciosos ojos, destellantes como dos esmeraldas, y el bamboleo de sus pechos bajo la delgada remera, era un espectáculo digno de presenciar.
Una indefensa mujer caminando sola por lugares poco recomendables para cualquier visitante distraído no era algo frecuente en esa parte de la ciudad. Precavida sujetó firmemente el correaje de su cartera y apuró la marcha. Cruzó la calle esquivando bultos y montañas de basura apilada junto a las aceras sin dejar de sonreír a los numerosos admiradores que comenzaron a agruparse con no buenas intenciones. Disimuladamente deslizó una de sus manos en el bolsillo trasero del pantalón para cerciorarse de que la filosa sevillana estuviera en su lugar. Afortunadamente para ninguno de aquellos individuos tuvo que recurrir a sus servicios. De otra forma alguien hubiese resultado seriamente lastimado. En su ciudad natal, Divah, supo rebanarle el cuello a un turco que hizo uso de sus favores negándose luego a pagar el precio acordado. Aún recordaba los ojos desconcertados de aquel rufián desangrándose sobre el piso de la mugrienta habitación. Y la frialdad con que tomó su paga y se marchó.
Esto era muy distinto. Como distintas eran las circunstancias y los tiempos. Soportando y desbaratando algún que otro pellizco dirigido a la perfecta anatomía de sus glúteos o manotazo hacia sus tetas, la cosa no pasó de ahí y la sangre no llegó al río.
Finalmente logró desembarazarse de la muchedumbre alzada pero no fue así con el par de muchachitos que la seguían insistiéndole para que les comprara algún perfume, cigarrillos, naipes con figuras pornográficas o “camisinhas”, de las que nunca tuvo claro de qué cuernos se trataban. Sólo pudo deshacerse de los mocosos comprándoles diez perfumes por diez dólares. La única fórmula para que la dejaran en paz. Aliviada y liberada de los molestos buscavidas, buscó un sitio para deshacerse de la bolsa plástica con los perfumes que terminaron a estrellándose contra la pared de una callejuela sin salida. Tenía tino para eso. Todo el norte de África era un gigantesco mercado de compra-venta.
Los comercios importantes comenzaban a despedirse de otra ardua jornada. Divah entró al luminoso local atraída por la pintoresca marquesina que podía apreciarse desde lejos. La inconfundible y universalmente reconocida sonrisa de la Mona Lisa fue su guía.
No halló reparos en los vendedores que le franquearon la entrada a punto de cerrar. Adquirió perfumes Channel y Paloma Picasso, algunos cosméticos corporales y tintura para el cabello. Conforme abonó el pago con tarjeta Master Card Gold. Antes de retirarse, la amable cajera le obsequió un tercer perfume, gentileza de la casa por las compras realizadas.
Divah sació su apetito en el primer local de comidas que halló. No había mucho para elegir por lo que se inclinó por el pollo frito, zumo de naranjas, un pastelillo de manzana y café negro. Luego de disfrutar un cigarrillo y, demostrando ser poseedora de un especial sentido de la orientación, ubicó el hotel sin contratiempos.
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