Se ha cumplido medio siglo desde que las autoridades comunistas de Alemania Oriental plantaron en Berlín el muro que partió a la ciudad en dos. Occidente lo llamó “de la vergüenza”, mientras que del otro lado le dieron el suave nombre de “bastión de defensa antifascista”. El 13 de agosto de 1961 se levantó un cerco de alambre de púas que días después comenzó a ser de concreto. Era domingo, pero el Este trabajó y el Oeste fue tomado por sorpresa.
La Casa Blanca protestó de inmediato, pero a los altos funcionarios que lo hicieron, incluido el entonces secretario de Estado Dean Rusk, no les pareció tan mal: así lo prueban documentos desclasificados que dio a conocer el Archivo de Seguridad Nacional de la Universidad George Washington (www.gwu.edu, 12-8-11). El éxodo de quienes huían del régimen de Walter Ulbricht aumentaba cada día creando problemas a las dos Alemanias, divididas por acuerdos de los vencedores de la Segunda Guerra Mundial: su número ascendió a más de 100.000 en el primer semestre de ese año, en julio su promedio diario era de 1100 y el 9 de agosto llegaron más de 1600 al centro de acogida de refugiados de Marienfeld.
Walter Ulbricht, el mandamás de Alemania Oriental, alarmado por las consecuencias económicas y políticas del hecho, anunció el 10 de agosto la adopción de “severas medidas” que había pactado secretamente en julio con Nikita Krushev. Francia, EE.UU. y Gran Bretaña que, como la URSS, ocupaban la ciudad dividida en cuatro zonas y enclavada en territorio de Alemania Oriental, temían que se les impidiera el acceso y el de la población alemana en general a Berlín Oeste. Washington estimó que el muro no era una amenaza para sus intereses de fondo y que era mejor que se quedaran en casa quienes buscaban huir de ella. Dean Rusk llegó a decir que el muro “facilitaría el acuerdo” (con la URSS) sobre el estatuto de Berlín.
Líderes de la clase política no pensaban distinto, incluso con anticipación. El presidente del Comité de Relaciones Exteriores del Senado y renombrado dirigente demócrata J. William Fulbright sugirió en una entrevista televisiva que cortar la fuga de alemanes orientales podría ser objeto de negociación con Moscú. Y agregó: “La verdad de este asunto es que los rusos tienen de todos modos el poder para hacerlo... creo que si la semana próxima optan por cerrar sus fronteras (en Berlín), podrán hacerlo sin violar ningún tratado... (los alemanes del Este) tienen el derecho de cerrar sus fronteras” (www.nytimes.com, 3-8-61). Sólo que tardaron unos días más de lo predicho por Fulbright.
Llewellyn Thompson, embajador de EE.UU. en Moscú, había ya escrito al Departamento de Estado que “tanto nosotros como los alemanes del Oeste consideramos que será una ventaja a largo plazo que los refugiados potenciales se queden en Alemania del Este”. La erección del muro no le habrá caído nada mal al señor embajador. Ni al Departamento de Estado.
Los documentos desclasificados revelan las fallas de la CIA y otros servicios de espionaje in situ: se enteraron del muro cuando lo estaban levantando. Hay un registro del disgusto del entonces presidente John F. Kennedy por no haber sido informado de la movida de Ulbricht con la antelación que corresponde. La oficina de informaciones y análisis de la CIA elevaba reseñas pálidas. El 10 de agosto, tres días antes del nacimiento del muro, señaló que el régimen de Alemania oriental estaba considerando la adopción de “medidas más duras para reducir” la estampida de refugiados, pero no proporcionó una lista de eventualidades posibles. Fue el mismo día en que Walter Ulbricht había declarado: “Analizamos la cuestión con nuestros amigos soviéticos y representantes del Pacto de Varsovia y hemos estado de acuerdo en que llegó el momento de decir hasta aquí y no más”. El comité asesor de Kennedy en materia de inteligencia exterior tardó varios meses en advertir que las declaraciones del dirigente comunista habían sido “el indicador más claro” de lo que iba a suceder. Como le dijo un canario a otro: “Tarde piaste”.
La destrucción del muro comenzó en la noche del 9 de noviembre de 1989 y marcó el inicio de la implosión del llamado “socialismo real” en Europa. Los berlineses del Este comenzaron la tarea a pico y martillo y los del Oeste no tardaron en unírseles. Todavía pueden verse algunos fragmentos en Berlín, cerca de la Puerta de Brandemburgo, que se conservan como memoria histórica. Otros se repartieron por todo el mundo. El resto, con el tiempo, se convirtió en mercancía, 80 bloques fueron subastados sólo en Montecarlo. En una feria berlinesa se venden pedacitos de muro que cuestan en promedio 5 dólares, los paños de tres toneladas de peso no valen menos de 5000 y el comercio de la vergüenza ha enriquecido a más de uno. Y esa clase de muros se siguen construyendo, como bien saben los palestinos a los que Israel encierra en su propio territorio. O los mexicanos en América latina, tan lejos de Dios y tan cerca de EE.UU., como hace mucho que se dice.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario