Vastísimo tema el del gaucho, que nos recorre desde las afirmaciones perentorias de su omnipresencia hasta la boutade de Macedonio Fernández según la cual el personaje no sería más que “un invento de los poetas para entretener a los caballos de las estancias”. Sin embargo, como otros mitos argentinos, éste tiene, cada tanto, poder movilizador, además del emblemático: se ha visto durante aquel soliviantado conflicto “del campo”, que por fortuna quedó atrás y políticamente sepulto, aunque, por su peso regresivo, merecería desentrañarse.
Por empezar, la historia del país se había encargado de desdibujar la figura: si bien es cierto que la palabra gaucho consta en dos comunicados del Libertador San Martín cuando se refiere a las fuerzas bajo su mando, también lo es que La Gazeta de Buenos Aires la tradujo por "patriotas campesinos", atestiguando desde los inicios independientes la resistencia de las elites gobernantes para admitir un vocablo de connotaciones bárbaras, o quizá su prevención ante las acechanzas de la rebeldía.
Es plausible pensar que antes de promediar el siglo XIX, y a juzgar por el trato entre unitarios y federales, se lanzaran el término como crítica metafórica, bastante suave de todos modos a tenor de otras caricias de la época. El hecho es que, a mediados de los ’80, Vicente Fidel López en su Historia de la República Argentina adujo que "no existe ya: es hoy para nosotros una leyenda de ahora setenta años".
No es raro, pues, que las letras se hayan sentido las únicas libres para describirlo. Libres y contradictorias. El resero que en Don Segundo Sombra, de Ricardo Güiraldes (1926), es honestísimo, dócil, hábil y trabajador, sin abandonar esos méritos recorta en El inglés de los güesos, de Benito Lynch (1924), las características de ser primitivo, taimado, vulgar; y si en Los gauchos judíos, de Alberto Gerchunoff (1910), por explicables tendencias del autor a la integración, reviste nobleza y valentía, generosidad y hospitalidad, en los cuentos de Fray Mocho, de tiempo antes, mudado al Litoral puede transformarse en gente de avería, cuatrero y contrabandista, y hasta prescindir de su china y su apero, ya que "en las islas se puede vivir sin rancho, sin ropas, sin armas y sin familias, pero no sin la canoa, que es la casa y el caballo".
A veces, las razones de la diferencia aparecen límpidamente enunciadas, como en esa página de Una excursión a los indios ranqueles (1870) que compara a dos gauchos: Chañilao, ahora baquiano de los indios, y Camilo Arias, quien para el autor es "un paisano gaucho, pero no es un gaucho", porque el primero "es el que tiene hogar, paradero fijo, hábitos de trabajo, respeto por la autoridad, de cuyo lado estará siempre, aun contra su sentir". En cambio, "el gaucho neto, es el criollo errante, que hoy está aquí, mañana allá; jugador, pendenciero, enemigo de toda disciplina; que huye del servicio cuando le toca, que se refugia entre los indios si da una puñalada, o gana la montonera si ésta asoma".
Así, ciertos personajes reales se hicieron literarios, y ciertos literarios adornaron la realidad de sobremesas, fiestas, carnavales, reuniones en clubes y círculos criollos. Puede suponerse que de los primeros poetas, de Juan Moreira, de muchas y definitivas páginas del Martín Fierro, y de personajes ya algo caricaturizados, como Hormiga Negra, o varias veces recompuestos como Santos Vega, surgía una clase de hombres perseguidos, manoseados por la autoridad, golpeados por la injusticia o por la adversidad, y a quienes esas situaciones llevaron a la rebeldía, a la deserción de los ejércitos o al enfrentamiento de las instituciones y de sus postulados. Hombres en quienes las huellas del pasado, vividas como estigmas, mantenían las pieles permeables a la afirmación de Ezequiel Martínez Estrada, quien, definiendo al hijo de la conquista en nuestras tierras, escribió: "El padre pertenecía a los invasores, se iría; la madre a los vencidos, moriría; pero él era el pueblo que iba a quedar".
A Jorge Luis Borges esa existencia se le presenta tempranamente, y parece revestir en su relato una condición que siempre lo acompaña: la de asemejarse a un cuento, micronarración entre la vida y el sueño. Confesaba, adulto, lo que fue para él conocerlos: "Cuando supe que esta distancia sin término era la pampa y que los hombres que la trabajaban eran gauchos, como los personajes de Eduardo Gutiérrez, ellos me parecieron decorados por un cierto prestigio (…) Durante toda mi vida llegué a las cosas después de haberlas transitado en los libros".
¿Qué transformaciones sufrió el mito en sus manos? Sobre la figura histórica, sobre "el jinete, el hombre que ve la tierra desde el caballo y que lo gobierna", escribió líneas respetuosas y admirativas, y sentó ideas que, con pocas variantes, seguiría sosteniendo: "Eran sufridos, castos y pobres (...). Morían y mataban con inocencia (...). No dieron a la historia un solo caudillo".
Pero es sobre todo con la literatura gauchesca que Borges siente hay que arreglar algunas cuentas. Esa literatura hecha, según él, por hombres de la ciudad, donde "les fabricaron un dialecto y una poesía de metáforas rústicas". Así por ejemplo: "La vigilia y los sueños de Buenos Aires producen lentamente el doble mito de la Pampa y del gaucho". O bien: "Nuestra literatura gauchesca –acaso el género más original de este continente– siempre se elaboró en Buenos Aires".
También entiende que se han ido creando arquetipos inexistentes, moldeados a voluntad para sustentar determinadas teorías, dañinos para la formación de una conciencia nacional progresista, digna y civilizada. Luego de enumerar el libro clásico de cada país y cultura, escribe: "En lo que se refiere a nosotros, pienso que nuestra historia sería otra, y sería mejor, si hubiéramos elegido, a partir de este siglo, el Facundo y no el Martín Fierro".
La culpa, como siempre, será de Leopoldo Lugones. Cuanta afirmación del poeta cordobés encuentra sobre el tema, es desautorizada de inmediato, y muy especialmente el hecho de haber iniciado en El payador el culto de la obra de Hernández, el que "abultado luego por Rojas, nos ha inducido a la singular confusión de los conceptos de matrero y de gaucho". Idea que, insistente y duramente, enunciará otras veces: "El Martín Fierro es un libro muy bien escrito y muy mal leído (...). Hacía del gaucho un desertor y un traidor; Lugones exaltó ese desventurado a paladín y lo propuso como arquetipo. Ahora padecemos las consecuencias".
Sin embargo, por encima de las posturas distintas, procura señalar algo que siempre lo fascina: la preeminencia de lo literario, de lo mítico, en la conformación de la conciencia nacional de un pueblo.
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