Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

domingo, noviembre 27, 2011

Uno de ésos domingos...








Muy a menudo, aquellos que vivimos en el conurbano bonaerense, y siempre que el bolsillo nos lo permita, solemos aprovechar los fines de semana para salir en familia a "buscar" precios. Cada tanto al Mercado Central para abastecer la heladera y, muy a las perdidas, para ir de "shopping" a La Salada.
Los precios son accesibles para todos y se puede conseguir indumentaria de calidad. Y acá no cabe la moralina estúpida con que se quiere aleccionar a la sociedad, demonizando con sus diatribas al comercio ilegal de ropa de marca  confeccionada en los talleres clandestinos, porque la gente no es boluda y defiende el mango como puede. Muchas veces impulsada por un poder dominante en las sombras. Por eso, antes de pontificar y señalar, deberían ir contra las grandes marcas y el sobreprecio de sus productos (para nada baratos) que dinamitan cualquier presupuesto. 
En la Salada te vestís, vos y tu familia por dos mangos... Distinto sería si el laburante pudiese comprar lo que quisiese en donde fuere y se tire a chanta por ahorrarse unos morlacos, ejemplos de lo que digo sobran (recuerdo los casos del Mercedes de Susana, el de Vigil, la Pathfinder de Darín), en fin... mejor no hablar de ciertas cosas... que no es el tema, ya que la cuestión pasa por otro lado y es mucho más dolorosa.


La mañana, calurosa y despejada, era una franca  invitación a realizar una incursión al bizarro, cuán polifacético, Mundo Salada.
Levantarse temprano, tomar unos mates, preparar los bolsos y el carrito, darle de comer a los bichos y salir.
Olga había programado el despertador a las siete en punto y a las ocho ya estábamos abordando el tren hasta la estación Morón. De allí hasta la parada del bondi, hay unas cinco cuadras. Y de ahí hasta el "shopping más grande del mundo" hora y media, a veces un poco más, de matraca motorizada.
Ya, desde antes de pisar territorio "salado", se respira otro aire. Cantidad de personas, vehículos particulares, micros rentados, y gente a pata pululando por la zona.
Una larga columna humana se apretuja para cruzar el destartalado puente de hierros oxidados que se eleva sobre el curso de aguas pútridas que separa los mundos.
A medida que nos internamos por los estrechos pasadizos, un fuerte olor a fritangas varias nos satura, combinado con los tufos de la marea  humana que se abre paso como puede entre los puestos de baratijas, los carros tironeados por changarines sudorosos y las infaltables corridas originadas por algún arrebato o trifulca entre vendedores.
Inmersos en el tumulto pasamos gran parte del día. Sudando como vacas, tragando tierra, regateando precios, tocando, cotejando, hasta conseguir lo que fuimos a buscar: un par de zapatillas para el unigénito, tres o cuatro camisetas y joggins de "buena marca", y tres estrenos en dvd de aceptable calidad por diez pesos, más el agregado de bagatelas varias.
Concluída la aventura nos sentamos en uno de los puestos de comida a reponer fuerzas. Una grande de muzzarella y una gaseosa de litro y medio marca "pirulo". Por supuesto que, yirando por todo el complejo, nuestros ojos estuvieron ocupados en la mercadería y no en ese otro tipo de comercio que existe a la vista de todos pero que nadie parece ver: El tráfico y la venta de animales en peligro de extinción. Un negocio penado por la ley y mucho más dañino que el de la ropa trucha.
Fue así que, a escasos metros de donde nos empachábamos con el masacote impregnado de aceite, salsa rancia y queso "papa", un hombre mayor ofrecía pichones de papagayo. Lo hacía de manera descarada y sin tapujos mientras que en una jaula de pequeñas dimensiones se apretujaban unos seis o siete pichones desplumados, sedientos y estresados. Hacinados bajo el impiadoso sol y sin una mísera gota de agua.
Como verán, de más está agregar que la comida se nos atragantó en la garganta por causa de la patética escena. La furia le desdibujó las faccionea a Olga y me apresuré a abonar la consumisión antes de que la cosa se me fuera de las manos. Al pasar mi mujer no pudo con su genio y se acercó al improvisado puesto de ventas. Preguntándole al buen hombre ¿cuánto costaban?¿qué tiempo tenían y de donde provenían? "cincuenta pesos cada uno, señora, están todos sanitos..." "me los trae un pariente camionero de Formosa"..."Son lo últimos que me quedan...mire, por ser usted, le doy dos al precio de uno... pero sin garantías..."
Actué con la premura del caso tironeando del brazo de Olga antes de que la puteada tomara cuerpo en su boca. Angustiados nos alejamos con rumbo al puente que divide al mundo. Quizo el destino que en el camino nos cruzáramos con un pibe ofreciendo pichones, pero esta vez, de búho. También en la módica suma de cincuenta pesos. No se necesitó realizar ningún esfuerzo de mi parte para deducir que el muchachito en cuestión era hijo del "buen señor" de los loros. Bah, negocio de familia que le llaman...
Demasiada impotencia para una jornada que debió ser un simple paseo de compras, pero la cuestión no terminó ahí. Al paso nos salió una mujer con un lagarto obero entre su brazos y un monito de ojos tristes que mordisqueaba afanosamente la cadena que lo sujetaba del cuello. Ambos ejemplares en  quinientos pesos cash. Me desboqué recriminándole el maltrato infligido a los bichos, recibiendo como una única respuesta un insulto acompañado de la abyecta mirada de un grupo de individuos que comenzaron a rodearme.
A salvo, del otro lado del mundo, y mientras aguardábamos el colectivo entablamos conversación con Tito, un joven que retornaba a su casa con el único perrito, raza labrador según sus propias palabras, que no había podido vender "de los cinco que traje" "Están desparasitados y recién destetados" "¿Y a cuánto los vendés" "a doscientos mangos". Sin palabras...





Intenté trasladar nuestra inquietud a las diversas organizaciones que tratan el tema del tráfico y venta de animales. Quiero suponer que alguna de ellas habrá tomado nota de mi denuncia. Desconfiado por naturaleza y para saciar la curiosidad, a las pocas semanas volvimos al ruedo.Ya no como simples compradores sino como observadores. Lamentablemente nada había cambiado. Con otros rostros y otras especies el negocio continuaba floreciente, como si nada. Por eso amerita ser crítico y contundente a la hora de señalar las falencias burocráticas en materia de tráfico y maltrato de animales porque se trata de un delito de Lesa Humanidad (que debería ser tratado como tal) y alguna vez algún funcionario tendrá que tomar cartas en el asunto para acabar definitivamente con esta salvajada y no romper tanto las bolas con el negocio de la falsificación de indumentaria.


Roque Paz. 

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