Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

martes, diciembre 27, 2011

Novela "Una rosa para Junior" - (30) -



    No tuvo mayores inconvenientes para localizar el aeródromo, en todo momento fue guiada hasta allí por uno de sus contactos. Era el día y en alguna parte de Rosario aguardaba la avioneta que la depositaría del otro lado de la frontera.
    Su rostro reflejaba las huellas de una larga noche de insomnio; pero nada que una buena base de maquillaje y un par de lentes oscuros no pudiesen disimular. No había querido comunicarse con Junior antes por cuestiones estratégicas y porque quería reconocer de antemano el terreno.
     La brisa matinal contribuyó a despejar su cabeza. Así pudo borrar definitivamente cualquier vestigio de culpa o arrepentimiento. Cumplía órdenes superiores y no podía echarse atrás en ningún momento. Las órdenes emanadas directamente del santo profeta tenían, de por sí, algo sacro. Además, era consciente que detrás había miles de musulmanes pendientes del éxito de su misión. Debía ponerse a la altura de los acontecimientos y actuar como toda una profesional.
     Acceder al perímetro de la base no presentó dificultades. Aprovechó su tiempo para pasar al baño de la confitería y retocarse un poco. Orinó abundante y cambió la toalla higiénica. Se demoró algunos instantes frente a uno de los espejos peinándose y pasando rouge sobre los labios. Luego buscó la hipodérmica que había guardado junto a la ampolla de ácido en uno de los bolsillos internos de su bolso, y con mano firme rompió el delgado vidrio que contenía el poderoso líquido, para introducir la aguja y succionar hasta agotar el recipiente. Una vez concluido cubrió la aguja con un protector plástico y la sujetó con el elástico de su bombacha. Una vez segura de que allí estaría firme, guardó los restos en el bolso y salió.
      Divah vestía la misma ropa oscura de la noche anterior, pero con el agregado de un par de finos guantes de gamuza color avellana y un pañuelo de seda negro cubriéndole la cabeza. Consultó el reloj y se sentó a esperar sentada sobre el capot de su automóvil. Adoptando una postura informal y con paciencia monacal matizó la espera con cigarrillos. Detrás de los cristales oscuros de los lentes, el verde de su mirada destellaba otros brillos. El brillo frío del odio. El brillo helado de la muerte que acechaba. Ya no era una mujer prisionera en un cuerpo exuberante. Ahora era la propia muerte mirando a través de los ojos de la libanesa.

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