Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

viernes, enero 06, 2012

Alguna vez se acierta





No sé si se habrán dado cuenta, pero la Noche Vieja es algo así como el descomunal cumpleaños del planeta, sólo que en lugar de apagar velas, nos damos a contar campanadas —en España, bien atragantadas de uvas— hasta el monumental aldabonazo final, cuando todo se desbarata en unmaremagnum de apretujones, codazos y besuqueos, bajo el consabido diluvio de confeti y la impertinente soplapollez de los matasuegras. No sigo porque el resto del retablo ya se lo conocen, incluida la basca del tipo que, por una vez en su vida, se descubre gracioso y nos persigue con su manido repertorio ocurrencias por todos los rincones del sarao, hasta que logramos colocárselo a la primera recién llegada que nos escucha con cara y gestos de agradablemente sorprendida.
—Hala, bonita, ahí te dejo el paquete —nos decimos mientras desaparecemos en busca de una copa o dos con las que celebrar el alivio. Pero cuidado, porque en ese momento de íntima y solitaria satisfacción, el recuerdo puede jugarnos la mala pasada de descartarse con los naipes del ayer y crujirnos la fiesta y hasta el corazón.
Sí, suele suceder que, tanto en estos cumpleaños de tumulto como en los individuales, la memoria nos asalte a traición con la amarga cantinela de las oportunidades perdidas. Su resultado es previsible pero incierto; a saber: o uno se desfonda en el alcohol y al día siguiente escucha La marcha de Radetzky como si toda la caballería húngara le trotara por las meninges, o uno coge las de Villadiego a tiempo, emboscado tras una sonrisa de ocasión, o uno tiene suerte y se da bruces con otra alma descosida por la nostalgia y acaba consumando el gran y efímero amor de esa noche.
Claro que en mi condición de amante a pensión completa el asunto, este año, forzosamente se presentaba de forma muy distinta. Y tanto que, en mitad del tráfago de cenas familiares que les anticipaba en la anotación pasada, me lo anunció: estrenaríamos el año en Estambul. Y antes incluso de que fuera consciente, estaba sentado en la butaca de un avión, y en menos que se dice, desempacando en una coqueta habitación con vistas al Bósforo. Y de pronto, llegó la hora última del calendario y allí nos encontrábamos: solitos, mirando el rielar de los focos sobre la negrura del mar, con una botella de champagne por medio y el sosiego del silencio por toda envoltura. Aguardábamos con una sonrisa inquieta el último campanazo para descorcharla. Pero había algo más: la seguridad de que el pasado no asomaría con su cancamurria de fracasos, porque me bastaba con volverla a mirar de soslayo para saber que por primera vez en mi vida había acertado.






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