Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

jueves, enero 12, 2012

Arrieros del viento








En el norte de Neuquén se practica la trashumancia. A través de cientos de kilómetros de tierras áridas, los hombres llevan cabras hasta campos más fértiles de las altas zonas cordilleranas. Un ritual que se repite en cada verano, desde hace cientos de años.



Es la hora del primer mate, del sol rojizo y tímido sobre las cumbres más altas de la cordillera cercana. Don Herminio hierve el agua y prepara la yerba, lento y paciente, mientras su hijo va alistando los caballos. Recién acaba de amanecer y todavía hace frío en la orilla pedregosa de ese arroyo en donde decidieron pasar la noche. Llevan seis días andando y todavía faltan otros ocho, nueve tal vez, para llegar a los campos de veranada donde las cuatrocientas cabras que están arreando tendrán buenos pastos para comer durante los meses de más calor. Tras el mate del alba, ambos se suben a los caballos y se hablan con silencios, sin decirse palabras, tan solo algún gesto ínfimo, casi invisible. Apenas después, media docena de perros flacos empiezan a ladrarle a las cabras, que se mueven como una asustada marea blanca. Ya el sol empieza a quemar cuando el arreo retoma la huella. 

Don Herminio tiene más de sesenta años y es arriero trashumante desde muy pequeño. Sus primeros recuerdos lo remontan a los tiempos en los que su padre lo llevaba por estas tierras áridas del norte neuquino, cientos de kilómetros a lomo de caballo o de mula desde el puesto donde vivían en invierno hasta los campos de pastos tiernos cercanos a la frontera con Chile, allá arriba en la cordillera, donde sus cabras pastaban desde diciembre hasta marzo o incluso abril. "Siempre fue duro, pero es una vida que no cambio por nada. Acá tengo todo lo que necesito, a mis chivos y a mi gente. Y siempre hay carne para comer, siempre hay yerba y a veces me queda algún pesito para gastarme en los vicios", dice Don Herminio, con la voz ronca, como castigada por años y años de alcohol barato. 

La trashumancia ha sido, durante varias centurias, el eje cultural y económico de gran parte de la población del norte de Neuquén, en la región que se conoce como la Cordillera del Viento. Heredada de las viejas etnias aborígenes que precedieron la llegada de los conquistadores españoles a estas tierras, la actividad consiste en el traslado de animales, mayoritariamente cabras, desde las tierras bajas en donde viven los arrieros con su ganado hacia los campos altos de la cordillera, llamados popularmente campos de veranada. Este traslado se realiza poco antes de comenzar el verano, cuando ya los campos de veranada se despejan de la nieve del invierno y dejan al descubierto pastizales tiernos que resultan excelentes para la alimentación de las cabras durante el período estival. Luego, una vez finalizado el verano, los arrieros llevan a sus animales otra vez a sus campos de invierno, en las zonas más bajas de climas menos rigurosos, donde pasarán el resto de año hasta que, otra vez, haya que emprender el rumbo hacia las altas tierras cordilleranas. Se calcula que unas 1.500 familias, entre ellas la de Don Herminio, viven en la actualidad de la trashumancia caprina en el norte neuquino, especialmente en la zona que rodea a las pequeñas localidades de Andacollo, Varvarco, Las Ovejas, Los Miches y Huninganco. Desde los asentamientos que poseen en campos cercanos a estos pueblos, los arrieros conducen su ganado hasta valles de montaña ubicados muchas veces más allá de los 1.200 metros de altura. Largos y difíciles, los arreos pueden llegar a durar dos o tres semanas, ya que los campos de invernada y veranada pueden estar distanciados hasta por 300 kilómetros. Y una vez allí, en las tierras altas, los ganaderos trashumantes se quedan entre tres y cuatro meses, esperando a que sus cabras se alimenten lo suficiente antes de volver a los campos de invernada, que por lo general son poco fértiles y por ello sólo se usan en los meses más fríos, cuando la escasez de agua no es demasiado acentuada. "Ya cuando empieza la primavera se nota la sequía y hay que volver a arrancar a las veranadas, para dejar descansar los pastos en el tiempo del calor", cuenta Don Herminio, que en los arreos de sus cabras lleva a su hijo mayor, tres o cuatro caballos, otras tantas mulas, seis o siete perros y una vieja camioneta que los sigue por caminos que orillan su huella, conducida por uno de sus nietos y cargada con cosas que le ayudarán a pasar los meses del verano en las tierras altas. 


Alambres y postas. Contra lo que uno pueda suponer, la modernidad y el progreso resultan obstáculos para la actividad de la trashumancia. Hoy en día, las huellas seguidas durante centurias hacia las tierras de veranada se han visto reducidas por los alambres que delimitan los campos privados, lo que obliga a los arrieros y su ganado a andar por el asfalto de las rutas. "Los callejones que usábamos ya casi no están y nos tenemos que tirar a los caminos, donde pasan los autos. Eso es peligroso para los animales y también para nosotros", se lamenta Don Ramón, que lleva unas quinientas cabras por el pavimento de una ruta provincial cercana a Las Ovejas. Bajo un sol furioso, agita su rebenque y le silba a uno de sus perros para que vaya en busca de un cabrito que acaba de meterse debajo de una alambrada. Sediento, el animal quería llegar hasta una pequeña aguada ubicada en un campo privado. "Cada vez nos quedan menos lugares para descansar. Nos metieron alambres en las postas y hay que hacer mucho viaje para ir de una a otra. Por eso, los animales se cansan y muchos se nos mueren", señala Don Ramón. Muchas de las viejas postas, sitios que los arrieros utilizan como escalas en su rumbo hacia los campos de veranada, han quedado encerradas en terrenos privados a los que el ganado trashumante ya no puede acceder. Ahora, las distancias entre una posta y otra suelen ser muy grandes, lo que obliga a apurar el paso y exigir a los animales que, a veces, llegan a morir por el esfuerzo. 

Cuando el sol empieza a ocultarse tras las montañas, Don Ramón desmonta y empieza a armar una ranchada. Allí pasará la noche, junto a sus perros, sus cabras, sus caballos y su mujer, que hará unas tortas fritas para la cena. Hay agua cerca y las chivas empiezan a beber, casi sin darse respiro. El calor va ya cediendo, mientras un viento seco llega desde el este, levantando una nube de polvo que obliga a taparse los ojos durante un largo rato. "Va a estar fresco cuando oscurezca", anticipa Don Ramón, que mañana, a la hora del primer mate como Don Herminio, hervirá el agua y preparará la yerba. Y después seguirá su huella, hasta las tierras altas donde el pasto es más verde en verano.







Texto y fotos: Carlos W. Albertoni 
Fuente: 7 DÍAS

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