Desde que los niños saben que los Magos de Oriente no son sino tres concejales disfrazados —con bastante mala pata, por cierto— de naipes de don Heraclio Fournier, su festividad, la última de las Navidades, anda de capa caída, cuando no, dando las últimas boqueadas. Y es una auténtica lástima porque de todas las fiestas del calendario cristiano era la más literaria y fantasiosa; vamos, algo así como Las mil y una nochesa la medida de los párvulos, con sus zapatitos en la ventana, sus dromedarios voladores y sus munificientes Gaspar, Melchor y Baltasar, que obsequiaban a todos los meninos del mundo, según el bolsillo de los papás, para no faltarle el respeto a nadie. Pero, ay, los tiempos cambian y los niños andan muy avispados y descreídos. Sin embargo, la fiesta sigue ahí y tanto que, como ella y su mamá tenían que acudir a un cumplido, me endosaron a sus tres sobrinitos, de los que ya les hablé en otra ocasión. No obstante, me advirtieron que de llevármelos a los billares a jugar al futbolín, nascis de nascis, porque en cualquier momento podían regresar para darles de merendar y no sé qué otros cuentos.
Así que allí nos tienen a los cuatro, apoltronados en el sofá y mirando el televisor, cuando el más pequeñito sacó de su mochila un tomazo, tan grueso o más que él, del tal Harry Potter. Como a mí ese sabelotodo de las gafotas me parece el repelente niño Vicente, arqueé una ceja y le pregunté con sorna:
—¿Te gusta eso?
Ramón, el pequeñito, me miró con suspicacia y me dio una serie de explicaciones acerca de los prodigios a destajo que el tal Harry se gasta. Entonces le dije que le iba mostrar algo todavía más fantástico.
Cerró pulcramente el libraco y me siguió muy seriecín hasta el despacho. Lo acomodé en el sillón, y con un librito no muy grueso me tiré sobre la alfombra y comencé con “El caballero Trelawnay, el doctor Livesey y los demás gentileshombres me han pedido que relate los pormenores de lo que aconteció en la isla del Tesoro…” Al poco, sus otros dos hermanos estaban también tumbados a mi alrededor atentos a cuánto sucedía en La posada del Almirante Benbow. Y cuando ella regresó a casa, no se escuchaba sino el crujir de las cuadernas de La Española y el batir de las olas contra sus amuras. Al punto que esa misma noche me preguntó cómo había conseguido mantenerlos tan quietos y embelesados con un libro:
—Se trata de dar con la leyenda a la medida de sus zapatos —le respondí.
—¿Como cuando venían a visitarnos los Reyes Magos de verdad?
—Exacto.
Gastón Segura
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