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"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

martes, enero 10, 2012

El legado del menemismo




El secreto de las privatizaciones





Ahora que subió duramente el subte apelando a una ley de 1998, se cumplen dos décadas del acto cipayo acaecido en la Argentina menemista: la privatización de las empresas estatales.

Cuando cae el cuchillo de la traición, hay que cuidarse de no atajarlo con el cuerpo. Ahora que subió duramente el subte apelando a una ley de 1998, se cumplen dos décadas del acto cipayo acaecido en la Argentina menemista: la privatización de las empresas estatales, ocultando que el art. 8 de la Ley de Emergencia y fallos judiciales vedaban indexar las tarifas desde abril de 1991. Aprobaron, entre 1991-1994, fuertes alzas unidas a los índices de precios de los EE UU, lo cual impedía la Ley de Convertibilidad, por los bajos salarios y la deflación de precios del uno a uno con el dólar. En 2002, los académicos de FLACSO (D. Aspiazu, E. Basualdo) analizaron esas rentas portentosas, nunca otorgadas a otras empresas. Dijo Zygmunt Bauman que “los Estados débiles” son ideales para el neoliberalismo, pues “aseguran el mínimo útil para los negocios”. Sin riesgo, Metrovías (subte) recaudó en 2011, con subsidios y publicidad, 350 millones de dólares. Y se viaja mal, espalda contra espalda.
Tras la debacle social y económica de la dictadura (1976-1983), nació la crisis hiperinflacionaria de 1989 y subió al poder Carlos Menem. No se hablaba ya de “la patria contratista” y de sobreprecios en las licitaciones a los holdings (Astra, Macri, Pérez Companc, Soldati, Techint, etcétera). Esos y otros grupos serían los beneficiarios del proceso privatizador, al coincidir los intereses de los acreedores externos y los del capital nacional concentrado. Nadie defendió el interés de los usuarios y las renegociaciones tendían a acrecentar privilegios. Luego la Procuración del Tesoro detectó beneficios ilegales (hasta el año 2000) por 9000 millones de dólares. Jamás los devolvieron. Su rentabilidad fue ocho veces superior a la de las mayores firmas del país, por aquel virtual seguro de cambio e indexación de tarifas, y se condonaron incumplimientos en materia de inversión. La anemia regulatoria continuó hasta 2003, al asumir Kirchner. 
Pero no fue sólo Menem el responsable. Contó con la anuencia de los “falsos peronistas” que señalamos en una columna, la protectora mafia periodística y otros partidos que votaron la entrega del patrimonio nacional entre 1990-1994, con una velocidad no vista en otro país del mundo; ni en Rusia. Traspasaron al sector privado la empresa que más facturaba, la petrolífera YPF, líder en materia de exportación; los ferrocarriles, que con 47 mil kilómetros fueron los 10º del mundo; los subtes, abiertos en 1913; Aerolíneas Argentinas, elegida en 1951 como la más segura del mundo; el gas, cuyo traslado desde el sur causó, si bien vencía, la patriótica renuncia de Perón en 1955, pues el almirante Rojas indicó que cañonearía desde los barcos las tuberías si Perón no se iba; la distribuidora de energía eléctrica, Segba; los transportes; el Correo; Entel y sus teléfonos; los astilleros; las firmas siderúrgicas y petroquímicas; las rutas y peajes; la administración del puerto; radios y canales de TV. A causa de esta ruindad, el peronismo –creador del Estado Benefactor cuando el país era en 1946 sólo una colonia inglesa y ni tenía Banco Central–, armó un sistema entreguista. Como Macri, con famélicos presupuestos en hospitales y escuelas, para privatizarlos.
Hubo, primero, un trabajo sucio. Decían que los sobres circulaban. Mediante ciertos periodistas, se convenció a la población de la necesidad de privatizar, acrecentando las tarifas, deteriorando la calidad de los servicios y reduciendo los planteles de trabajadores. En los diez meses previos a la venta de Entel, el pulso telefónico subió el 700% en dólares, un 55% más que los precios. En 1992 ocurrió con Gas del Estado: la demanda subió el 5%, pero la facturación el 17 por ciento. Obras Sanitarias, vital para la salud general por la provisión de agua y el saneamiento de la red cloacal, debía atraer inversores. Por eso su tarifa aumentó cuatro veces: el 25% en febrero de 1991; en abril un 29%; en 1992 (abril) le sumaron el IVA, un 18%; y previo a la cesión, el 8 por ciento. El adjudicatario, antes de invertir un peso, se aseguró los beneficios. En cuanto al deterioro de los servicios, en 1990 en Entel habilitaron sólo 40 mil líneas –un 70% menos que en 1989–, a lo que unían atrasos y poca asistencia, para que el usuario exigiera la privatización. En Somisa, feudo del sindicalista Jorge Triaca (luego entró al Jockey Club, su nuevo hábitat), echaron a cientos y nació una crisis financiera. La firma era exitosa. Pero empezó a tener un déficit operativo de un millón de dólares diarios. ¿Cómo? Vendía a un trader extranjero productos a menos del 10% de su valor real. Subvaluada, la magnánima Techint la compró por poco. 
El despido previo de personal fue un ardid (común en Latinoamérica por parte de los cipayos) para que los holdings tomaran empresas saneadas, con pasivos absorbidos por el Estado y planteles reducidos. Obras Sanitarias tenía en 1992 el 35% menos de obreros que en 1985; la eléctrica Segba la mitad de personal que en los ’80; y los ferrocarriles echaron al 80% de los operarios de 1985. A los que seguían los amenazaban con la “flexibilización”. Y en Entel ampliaron la jornada laboral. No hubo criterios regulatorios, como en otros países. ¿Y el pago? En lugar de efectivo, lo priorizaron con los títulos de la deuda externa, comprados al 20% de su valor. El total de la deuda capitalizada fue de 15 mil millones de dólares, una parte ínfima de su real valor de mercado. Las hábiles prestatarias (apenas 26 consorcios de servicios privatizados) percibieron, entre 1993 y 2000, el 57% de las ganancias de las 200 empresas más grandes del país: 15.500 millones de dólares. Y otros 20 mil millones desde 2001 a 2011.
Negocio redondo. Otro argumento falaz fue su coacción de declarar la quiebra o irse del país, tras lo cual el Estado paró los convenios de inversión. Además, había 25 empresas privatizadas entre los 50 mayores deudores que en 2002 licuaron sus pasivos. El de Aguas Argentinas era de 700 millones de dólares. Por ello, el gobierno otorgó ese año un seguro de cambio a todas sus deudas con el exterior; las de Telecom y Telefónica excedían los 6000 millones de dólares; las del sector eléctrico y gasífero eran, cada una, de 3000 millones. Ni una sola firma pagó la maxidevaluación, ellas invirtieron con plata nuestra. Algunos periodistas se compraron radios o canales de tevé y otros su country.
No hubo mejoras con la renegociación de 2002 (Ley 25.621). Duhalde la dilató para dejarle en 2003 la herencia a Kirchner. Este, con el 54% del país sumido en la pobreza, no tenía margen para revisar los contratos y subsidió las tarifas. De acuerdo al recetario neoliberal, las empresas hicieron la usual “reserva de sus derechos”; otras denunciaron al país en el CIADI (tribunal arbitral creado por el Banco Mundial) por alterar la “seguridad jurídica”. Hoy los servicios públicos son un negocio al servicio del mercado, a pesar de la reestatización del Correo, Aerolíneas Argentinas y AySA. Quizá todo cambie con el nuevo Congreso. Arriesguémonos. Para Platón, “si un hombre no arriesga nada por sus ideas, o no valen nada sus ideas, o no vale nada el hombre”. Ya veremos. 

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