Las finanzas asaltan el poder político
Por Wolfgang Streeck*
La inflación, la deuda pública y la deuda privada fueron los tres mecanismos sucesivos con los que se fue paliando durante casi medio siglo el conflicto estructural entre capitalismo y democracia. Hoy, agotados esos recursos, la política pasó a ser dictada por los financistas sin intermediarios.
Día tras día, los acontecimientos que jalonan la actual crisis nos enseñan que hoy son “los mercados” quienes dictan su ley a los Estados. Aunque supuestamente democráticos y soberanos, se les prescriben los límites de lo que pueden hacer por sus ciudadanos y se les sugieren las concesiones que deben exigir de ellos. Para la población, algo es claro: los líderes políticos no sirven a los intereses de sus ciudadanos, sino a los de otros Estados u organizaciones internacionales –como el Fondo Monetario Internacional (FMI) o la Unión Europea–, resguardados en los rigores del juego democrático. Generalmente, esta situación se describe como la consecuencia de una falla en la estabilidad general: una crisis. ¿Pero realmente es así?
También se puede leer la “Gran Recesión” (1) y el cuasi colapso de las finanzas públicas resultante como la manifestación de un desequilibrio fundamental de las sociedades capitalistas avanzadas, tironeadas entre las exigencias del mercado y las de la democracia. Una tensión que convierte a los disturbios y la inestabilidad más en una regla que en una excepción. Entonces sólo podría comprenderse la crisis actual a la luz de la transformación, intrínsecamente conflictiva, de lo que llamamos “capitalismo democrático”.
Desde fines de 1960, se implementaron tres soluciones sucesivas para superar la contradicción entre democracia política y capitalismo de mercado. La primera fue la inflación, la segunda fue la deuda pública y la tercera, la deuda privada. Cada uno de estos intentos se corresponde con una configuración particular de las relaciones entre los poderes económicos, el mundo político y las fuerzas sociales. Pero estas soluciones entraron en crisis una tras otra, precipitando el paso al ciclo siguiente. Por tanto, la tormenta financiera de 2008 marcaría el final del tercer período y la probable llegada de un nuevo arreglo, cuya naturaleza sigue siendo incierta.
La inflación
El capitalismo democrático de la posguerra tuvo su primera crisis a partir de fines de los años sesenta, cuando la inflación comenzó a desbocarse en todo el mundo occidental. La desaceleración del crecimiento económico de pronto amenazaba la continuidad de un modo de pacificación de las relaciones sociales que había puesto fin a los conflictos de posguerra. Básicamente, la receta adoptada hasta el momento había sido la siguiente: la clase obrera aceptaba la economía de mercado y la propiedad privada a cambio de la democracia política, la cual garantizaba protección social y una mejora constante del nivel de vida. Más de dos décadas de crecimiento ininterrumpido contribuyeron a anclar la creencia de que el progreso socioeconómico era un derecho inherente a la ciudadanía democrática. Esta visión del mundo se traducía en reivindicaciones que los líderes se sentían obligados a cumplir: ampliación del Estado de Bienestar, derecho de los trabajadores a la libre negociación colectiva y pleno empleo. Todas estas medidas fueron sostenidas por gobiernos que utilizaban abundantemente las herramientas económicas keynesianas.
Pero cuando, a comienzos de los años setenta, el crecimiento comenzó a declinar, esta solución comenzó a tambalear (una inestabilidad que se manifestó en una ola mundial de protesta social). Los trabajadores, aún no paralizados por el miedo al desempleo, creían que no debían renunciar a lo que ellos consideraban como su derecho al progreso.
Con el correr de los años, todos los gobiernos del mundo occidental se vieron enfrentados al mismo problema: ¿cómo llevar a los sindicatos a moderar las demandas de aumento salarial sin tener que cuestionar la promesa keynesiana del pleno empleo? En efecto, mientras que, en algunos países, la estructura institucional del sistema de negociaciones colectivas facilitaba la firma de “pactos sociales” tripartitos, en otros, la década de 1970 fue marcada por la convicción (compartida en las más altas esferas del Estado) de que dejar crecer el desempleo para contener el alza de los salarios constituiría un suicidio político o incluso el asesinato de la propia democracia capitalista. Para superar este callejón sin salida y preservar tanto el pleno empleo como la libre negociación colectiva, se esbozó una salida: la flexibilización de las políticas monetarias, a riesgo de dejar escapar la inflación.
Puja de clases
Al principio, el aumento de precios casi no significaba un problema para los trabajadores: estaban representados por sindicatos lo suficientemente poderosos como para imponer un ajuste de hecho de los salarios en base al aumento de precios. Sin embargo, al erosionar su patrimonio, la inflación perjudicaba a los acreedores y tenedores de activos financieros, es decir, a grupos que contaban con relativamente pocos trabajadores entre sus filas. En tales condiciones, se puede describir la inflación como el reflejo monetario de un conflicto distributivo: por un lado, una clase trabajadora que reclama por seguridad en el empleo y una participación mayor en el ingreso nacional; por otro, una clase capitalista dedicada a maximizar el retorno de la inversión. Dado que ambas partes se basan en ideas mutuamente incompatibles de lo que les toca, ya que una privilegia los derechos de los ciudadanos y la otra los de la propiedad y el mercado, la inflación expresa aquí la anomia de una sociedad cuyos miembros no logran llegar a un acuerdo acerca de criterios comunes de justicia social.
Si bien en la inmediata posguerra el crecimiento económico había permitido que los gobiernos desactivaran los antagonismos de clase, la inflación ahora les permitía preservar el nivel de consumo y la distribución de los ingresos echando mano a recursos que la economía real todavía no había producido.
Aunque eficaz, esta estrategia de pacificación de los conflictos no podía durar indefinidamente. Con el tiempo, terminó provocando una reacción de parte de los poseedores de capitales interesados en proteger su patrimonio. Bajo su influencia, la inflación condujo al desempleo, castigando a los trabajadores, a cuyos intereses había atendido originalmente. Aguijoneados por los mercados, los gobiernos abandonaron los acuerdos salariales redistributivos para volver a la disciplina presupuestaria.
La inflación fue derrotada después de 1979, cuando Paul Volcker, recién nombrado director de la Reserva Federal estadounidense por el presidente James Carter, ordenó un aumento sin precedentes de las tasas de interés, que hizo trepar la desocupación hasta niveles que no se habían alcanzado desde la Gran Depresión. El “golpe” fue validado por las urnas: el presidente Reagan –de quien se dijo que en un principio había temido las repercusiones políticas de las medidas deflacionistas adoptadas por Volcker– fue reelecto en 1984 [había sido elegido para su primer mandato en 1980]. En el Reino Unido, Margaret Thatcher, que había seguido las políticas estadounidenses, también fue reelecta en su cargo de Primera Ministra en 1983, a pesar de la rápida desindustrialización y alza en el número de desocupados, provocadas, entre otras cosas, por su política de austeridad monetaria. En ambos países, la deflación fue acompañada por un ataque contra los sindicatos. En los años siguientes, la inflación se mantuvo limitada en todo el mundo capitalista, mientras que la desocupación seguía aumentando de modo más o menos constante: entre el 5% y el 9% entre 1980 y 1988, particularmente en Francia. Al mismo tiempo, la tasa de sindicalización caía y las huelgas se volvían tan esporádicas que incluso algunos países dejaron de relevarlas.
La deuda pública
La era neoliberal se abrió en el momento en que los Estados anglosajones abandonaron lo que había sido uno de los pilares del capitalismo democrático de la posguerra: la idea de que el desempleo podría arruinar el apoyo político del que gozaban no sólo los gobiernos en el poder, sino también el propio modo de organización social. Los líderes políticos de todo el mundo siguieron con gran atención los experimentos realizados por Reagan y Thatcher. Sin embargo, aquellos que habían esperado que el fin de la inflación pusiera término a los desórdenes económicos pronto se sintieron decepcionados. La inflación disminuyó, pero sólo para dar paso a la deuda pública, que alzó vuelo durante los años ochenta. Y así ocurrió por diversas razones.
El estancamiento del crecimiento había vuelto a los contribuyentes –en especial a los más prósperos e influyentes– muy hostiles respecto de las retenciones fiscales. Y la contención del aumento de los precios puso fin a los aumentos de impuestos automáticos (a medida que crecían los ingresos).También fue el final de la continua devaluación de la deuda pública mediante el debilitamiento de las monedas nacionales, que en un primer momento había completado el crecimiento económico, antes de sustituirlo progresivamente, como una herramienta clave para reducir la deuda. El aumento del desempleo generado por la estabilización monetaria obligó a los Estados a incrementar los gastos en ayuda social. Además, comenzaba a caer la realización de los diferentes derechos sociales creados durante la década de 1970, a cambio de que los sindicatos aceptaran la moderación salarial (especie de salarios diferidos). Y pesaba cada vez más en las finanzas públicas.
Dado que ya no era posible apostar a la inflación para reducir la brecha entre las exigencias de los ciudadanos y las de los mercados, el encargado de financiar la paz social fue el Estado. Durante un tiempo, la deuda pública constituyó un cómodo equivalente funcional de la inflación. En efecto, al igual que esta última, la deuda pública permitía que los gobiernos utilizaran recursos que aún no habían sido producidos para aliviar los conflictos distributivos. O, para decirlo de otro modo, que echaran mano a los recursos futuros para completar los actuales. A medida que la lucha entre las exigencias de los mercados y las de la sociedad se trasladaba del lugar de producción hacia la arena política, las presiones electorales sustituyeron a las luchas sindicales. En vez de echar a andar la máquina de hacer billetes, los gobiernos comenzaron a endeudarse más y más. Un proceso facilitado por el bajo nivel de inflación, que tranquilizaba a los acreedores respecto del valor a largo plazo de las obligaciones del Estado.
Sin embargo, la acumulación de deuda pública tampoco podía durar para siempre. Desde hacía mucho tiempo los economistas alertaban a las autoridades sobre el hecho de que el déficit público agotaba los recursos disponibles y sofocaba la inversión privada, conllevando un incremento de las tasas de interés y una desaceleración del crecimiento. Pero no eran capaces de identificar un umbral crítico. En la práctica, resultó posible, al menos por un tiempo, mantener las tasas de interés relativamente bajas desregulando los mercados financieros y contener la inflación debilitando aun más a los sindicatos. No obstante, Estados Unidos, un país donde el nivel de ahorro es excepcionalmente bajo, pronto empezó a vender sus bonos del Tesoro, no sólo a sus propios ciudadanos, sino también a inversores extranjeros, fondos soberanos incluidos. Además, a medida que aumentaba el peso de la deuda, se utilizó un porcentaje cada vez mayor del gasto público para pagar los intereses. Y, sobre todo, era preciso que en un momento dado –imposible de determinar a priori– los acreedores nacionales y extranjeros exigieran recuperar su dinero. Los “mercados” entonces harían todo lo posible para imponer a los Estados la disciplina presupuestaria y la austeridad necesarias para salvaguardar sus intereses.
La elección presidencial estadounidense de 1992 estuvo dominada por la cuestión del doble déficit: déficit del gobierno federal y déficit comercial de todo el país. La victoria de William Clinton, que lo había convertido en su principal eje de campaña, marcó el inicio de una serie de esfuerzos de “consolidación presupuestaria” (2). A escala mundial, estos fueron promovidos agresivamente bajo la égida de Estados Unidos, por organismos como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) y el FMI. En un principio, la administración demócrata proyectó reducir el déficit impulsando el crecimiento económico a través de importantes reformas sociales y aumentos de impuestos. Sin embargo, en 1994 los demócratas perdieron la mayoría en el Congreso en las elecciones de medio término. Entonces, Clinton dio media vuelta y adoptó una política de austeridad, marcada por una reducción significativa del gasto público y un giro político que, según sus propias palabras, pondría fin a “la protección social tal como la conocemos”. Entre 1998 y 2000, por primera vez en décadas, el gobierno federal estadounidense alcanzó el superávit presupuestario.
La deuda privada
No obstante, la administración Clinton no había logrado pacificar la economía política del capitalismo democrático de una manera sostenida. Su estrategia de gestión de conflictos sociales consistió en gran parte en ampliar la desregulación del sector financiero, ya iniciada por Reagan. La rápida ampliación de las desigualdades en los ingresos, provocada por el continuo debilitamiento de la sindicalización y los fuertes recortes al gasto social, como así también la disminución de la demanda agregada (3) generada por las políticas de ajuste presupuestario, fueron compensados por la posibilidad, para los ciudadanos y las empresas, de endeudarse hasta niveles sin precedentes. Hizo entonces su aparición la feliz expresión “keynesianismo privatizado”, para designar la sustitución de la deuda pública por su hermana melliza, la deuda privada. El gobierno ya no se endeudaba para financiar la igualdad de acceso a una vivienda digna o la capacitación de los trabajadores: ahora eran los propios individuos quienes eran invitados (generalmente sin poder optar realmente) a tomar préstamos bajo su propio riesgo para pagar sus carreras o para mudarse a barrios menos pobres (4).
La política llevada a cabo por la administración Clinton dejó contentos a muchos. Los ricos pagaban menos impuestos y, entre ellos, los que habían sido lo suficientemente avispados como para invertir en el sector financiero cosecharon enormes ganancias. Pero no todos los pobres tuvieron razones para lamentarse (al menos no en un primer momento). Los préstamos subprime, junto con la riqueza ilusoria en la que se basaban, sustituyeron los subsidios sociales (que se suprimían) y los aumentos de sueldo (en ese entonces inexistentes en la parte inferior de la escala de un mercado laboral “flexibilizado”). Para los afroamericanos, en particular, la adquisición de una vivienda no sólo significaba cumplir el “sueño americano”: se trataba de un sustituto básico de las jubilaciones que sus empleos –cuando tenían uno– no les aseguraban y que no tenían razones para esperar de parte de un gobierno abocado a mantener la austeridad.
Así, a diferencia del período dominado por la deuda pública –donde el préstamo estatal permitía utilizar hoy los recursos de mañana–, ahora eran los individuos los que podían comprar inmediatamente todo lo que necesitaban, a cambio de su compromiso de volcar a los mercados una parte importante de sus ingresos futuros.
Así pues, la liberalización permitió compensar la consolidación presupuestaria y la austeridad pública. La deuda privada se sumó a la deuda pública y la demanda individual –conformada con gran cantidad de dólares por la floreciente industria del casino financiero– tomó el lugar de la demanda colectiva conducida por el Estado. Fue ésta, entonces, la que sostuvo el empleo y las ganancias, en particular en el sector inmobiliario. Esta dinámica experimentó una aceleración a partir de 2001, cuando la Reserva Federal, presidida por Alan Greenspan, adoptó tasas de interés muy bajas para prevenir una recesión y un regreso a niveles altos de desocupación. Pero el “keynesianismo privatizado” no solamente permitió que el sector financiero obtuviera ganancias sin precedentes: también fue la columna vertebral de un boom económico que hacía palidecer de envidia a los sindicatos europeos. Estos erigieron en modelo la política de dinero fácil implementada por Greenspan, que provocaba el rápido endeudamiento de la sociedad estadounidense. Observaban con entusiasmo que, a diferencia del Banco Central Europeo, la Reserva Federal estadounidense tenía la obligación jurídica no sólo de garantizar la estabilidad monetaria, sino también de mantener un alto nivel de empleo. Por supuesto, todo esto finalizó en 2008, con el repentino colapso de la pirámide de créditos internacionales en la que descansaba la prosperidad de fines de la década de 1990 y comienzos de la de 2000.
¿A qué nos enfrentamos?
Luego de sucesivos períodos de inflación, déficit público y deuda privada, el capitalismo democrático de la posguerra entró en su cuarta etapa. Mientras todo el sistema financiero global amenazaba con implosionar, los Estados-nación intentaron restablecer la confianza económica socializando los préstamos tóxicos que antes habían autorizado con el fin de equilibrar sus políticas de consolidación presupuestaria. Combinada con la recuperación necesaria para evitar un colapso de la “economía real”, esta medida generó una dramática ampliación del déficit público. Señalemos al pasar que este desarrollo no derivaba de la naturaleza despilfarradora de líderes oportunistas o de instituciones públicas mal diseñadas, como alegaban algunas teorías elaboradas durante los años noventa, bajo los auspicios, particularmente, del Banco Mundial y el FMI.
El resto es historia conocida: desde 2008, el conflicto distributivo inherente al capitalismo democrático se convirtió en una lucha encarnizada entre inversores financieros mundiales y Estados-nación soberanos. Mientras que, en el pasado, los trabajadores luchaban contra los patrones, los ciudadanos contra los ministros de Finanzas y los deudores privados contra los bancos privados, hoy las instituciones financieras cruzan sus espadas con los Estados... a quienes, sin embargo, recientemente sometieron a chantaje para lograr que las salvaran. Queda por determinar la naturaleza de las relaciones de poder en las que se apoya esta situación.
Recortes sin precedentes
Desde que comenzó la crisis, por ejemplo, los mercados financieros exigen tasas de interés muy variables según los Estados. Por lo tanto, ejercen presiones diferenciadas a los gobiernos para obligar a sus ciudadanos a aceptar recortes presupuestarios sin precedentes. Puesto que hoy pesa una deuda colosal sobre los hombros de los Estados, cualquier aumento en las tasas de interés, por pequeño que sea, es capaz de provocar un desastre presupuestario (5). Al mismo tiempo, los mercados deben cuidarse de no someter a los Estados a una presión excesiva, ya que estos podrían muy bien optar por declarar el défault sobre sus obligaciones de deuda. Es preciso, entonces, que algunos Estados estén dispuestos a salvar a otros, más amenazados, para que se protejan del aumento general de las tasas de interés sobre los préstamos soberanos.
Además, los mercados no sólo esperan una consolidación presupuestaria: también exigen perspectivas razonables de crecimiento económico. Pero, ¿cómo combinar ambas expectativas? Aunque la prima de riesgo sobre la deuda irlandesa haya caído cuando el país se comprometió a tomar medidas drásticas para reducir el déficit, volvió a crecer unas semanas después: el plan de recuperación era tan estricto que impedía toda reactivación económica (6).
Desde hace unos años, la administración política del capitalismo democrático se muestra, pues, cada vez más delicada. Además, es probable que, desde la Gran Depresión, los líderes políticos nunca se hayan enfrentado a una incertidumbre tan grande.
Por lo demás, ¿es totalmente inconcebible que ya esté creciendo una nueva burbuja, inflada por el dinero barato que sigue fluyendo libremente? Si bien ya no es posible invertir en las subprimes, al menos por ahora, el mercado de las materias primas o la nueva economía de internet brindan perspectivas tentadoras a algunas personas. Nada impide que las empresas financieras inviertan el efectivo que inunda los bancos centrales en lo que estos consideran como los “nuevos sectores de crecimiento” (en nombre de sus clientes privilegiados y, por qué no, para su propio beneficio). Después de todo, dado que las reformas que debían regular el sector financiero fracasaron casi por completo, el capital puede mostrarse hoy un poco más exigente que antes. Y los bancos, ya descritos en 2008 como “demasiado grandes para quebrar” (“too big to fail”), pueden esperar crecer aún más en 2012 ó 2013. Una vez más, pues, podrán practicar el chantaje que tan hábilmente han sabido jugar desde hace tres años. Pero esta vez el rescate público del capitalismo privado podría resultar imposible, aunque más no sea porque las finanzas públicas han llegado al límite de su capacidad.
En la crisis actual, el riesgo para la democracia es tan grande como el que pesa sobre la economía, si no más. No sólo la “integración sistémica” de las sociedades contemporáneas –es decir, el funcionamiento eficaz de la economía capitalista– está siendo sacudida hasta sus cimientos, sino que sucede lo mismo con su “integración social” (7). El advenimiento de una nueva era de austeridad afectó gravemente la capacidad de los Estados para encontrar un equilibrio entre los derechos de los ciudadanos y las exigencias de acumulación de capital. Además, la estrecha relación de interdependencia que mantienen los países vuelve ilusoria la pretensión de resolver las tensiones entre economía y sociedad (o entre capitalismo y democracia). Ningún gobierno puede permitirse el lujo de ignorar las restricciones y las obligaciones internacionales, en particular las de los mercados financieros. Las crisis y las contradicciones del capitalismo democrático poco a poco se fueron internacionalizando y se despliegan no sólo dentro de los Estados, sino también entre sí, según combinaciones y permutaciones que aún falta explorar.
Al observar la evolución de la crisis desde la década de 1970, parece probable que el capitalismo democrático encontrará una nueva manera –aunque también temporal– de resolver los conflictos sociales. Pero, esta vez, según modalidades que deberían estar totalmente a favor de las clases pudientes, atrincheradas en una fortaleza políticamente inexpugnable: la industria de las finanzas internacionales. Después de todo, ¿podemos descartar que éstas miren con confianza el desenlace del combate final que podrían decidir librar contra el poder político, antes de imponer su ley de una vez por todas?
1. Para la expresión “Gran Recesión”, véase Carmen Reinhard y Kenneth Rogoff, This Time Is Different: Eight Centuries of Financial Folly, Princeton University Press, Princeton, 2009.
2. Conjunto de medidas de saneamiento presupuestario destinadas a mejorar el saldo primario (ingresos del año menos gastos sin contar los intereses de deuda).
3. Demanda total de bienes y servicios en una economía.
4. Véase Gérard Duménil y Dominique Lévy, “Incierto futuro de la Gran Potencia”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, agosto de 2008.
5. Para un Estado cuya deuda se eleva al 100% del PIB, un aumento del 2% de la tasa de interés que paga a sus acreedores aumentaría su déficit anual en la misma suma. En consecuencia, un déficit presupuestario del 4% del PIB aumentaría la mitad.
6. Véase Frédéric Lordon, “El euro ante el derrumbe”, Le Monde diplomatique, edición Cono Sur, diciembre de 2011.
7. David Lockwood definió estos conceptos en “Social Integration and System Integration”, en George Zollschan y Walter Hirsch (eds.), Explorations in Social Change, Routledge y Kegan Paul, Londres, 1964.
* Director del Instituto Max Planck para el Estudio de las Sociedades, en Colonia. Este artículo es una versión resumida de un trabajo publicado en la New Left Review, nº 71, Londres, septiembre-octubre de 2011.
Traducción: Gabriela Villalba
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