Por supuesto que después de tantos años, y tantas desventuras, he aprendido (¡Y vaya que sí!) a valorar la mitad del vaso lleno... Aunque, confieso, no me basta con ello. Que al fin y al cabo sólo sirve como consuelo de tonto. Y a no malinterpretar que no estoy pecando de soberbio, por supuesto que no. Hace rato que la vida se encargó de "bajarme el copete".
El siempre bien recordado Ringo Bonavena solía decir "que la experiencia es un peine que te regalan cuando te quedaste pelado."
A días de cumplir mis primeros 56, no sólo me he quedado pelado de la cabeza, si no que también me han pelado los bolsillos. Y esto no viene de ahora, lo traigo de arrastre. En parte por culpa mía y en parte por haber tenido la fortuna de que mi vieja me haya parido en este bendito país, tantas veces destripado.
Y tal es así que, si tuviese que buscar una forma para autodefinirme, lo haría de este modo: Desocupado Profesional. Suena interesante, ¿no?... Claro que esto no es gratuito. Duele y mucho aceptar la condición de postergado perenne. La estigmatización de propios y ajenos cuando señalan y prejuzgan desde "afuera" como si uno fuese de piedra y no lo padeciera.
Cargo sobre mis espaldas con un vasto bagaje laboral que roza los veinte años de aportes. Me considero un tipo instruído, capaz y sumamente creativo. Pero pareciera ser que esto solo no alcanza.
Llevo enviados más de doscientos currículums, he golpeado infinidad de puertas, recurrido a amigos, parientes y conocidos de conocidos. Gente por las que alguna vez (cuando las cosas eran diferentes), puse la cara. He suplicado, me he humillado. Le he escrito a presidentes, ministros y funcionarios; y a cuánta personalidad pudiera darme una mano, y la respuesta siempre fue la misma: Silencio absoluto... Ni siquiera se han tomado la molestia de llamarme para confirmar datos.
No obstante a esta cruda realidad que me oxida el alma, sigo adelante. ¿Hasta cuándo? No lo sé. Es todo un enigma por resolver. Como también es una incógnita saber el día que se le acabe la paciencia a mi familia.
Me sostienen los proyectos. Hay miles de ellos merodeando por mi cabeza a la espera de que algún viento perdido infle las velas de mi barca encallada y me conduzca hacia un buen puerto. Desde una pequeña editorial. Una revista digital para hombres. Una productora de contenidos audiovisuales, un bar en la costa atlántica, o quizás emigrar hacia el sur de Brasil... Todos y cada uno son proyectos viables aunque, por ahora, no dejan de ser eso: meros proyectos.
No sé si estaré maldito, desangelado, si habré extraviado mi estrella en algún tugurio, ni qué mierda pasa conmigo. Lo cierto es que me siento como un macho mutilado al que le han cortado las bolas. Y es una sensación frustrante que se acentúa minuto a minuto, día a día, año a año... Y lo único que queda por hacer es mirar la vida pasar, como lo haría un colado que no tiene un mango para pagar su entrada al circo. Convertirse en testigo de la felicidad ajena en una sociedad que vibra, late, se agita, sueña, crece de la mano de políticas algo más inclusivas. Excepto para la gente "mayor" que no tiene chance.
Y casi no tengo respuestas para ese hijo-hombre que me mira a la distancia. Como buscando ése espejo en donde nunca podrá reflejarse porque ya es tarde. Y lo veo crecer y se me escapa de las manos... y eso me hace sentir una bosta... Y se me vacía el cuerpo, y se me hielan las manos y el corazón, y mi mente es poco menos que un laberinto envenenado. Una neblina densa que no me permite divisar claramente la salida que está más cerca de lo que creo.
¿Estaré pagando las deudas de otras vidas? ¿Purgando, Dios sabe, algún pecado?... Por suerte se me secaron las lágrimas. Por suerte logré enterrar a mis muertos. Por suerte todavía me restan fuerzas para encarar el último tramo de esta competencia desleal. Y por suerte cuento con este talento, este don Divino que es la escritura. Y escribo, yo, autodidacta apresurado por los tiempos que acucian. Con errores e imperfecciones acudo al consultorio de mi analista que me trata de males y traumas. Donde la escritura es el diván y la palabra es la sicóloga que me analiza y diagnostica diciéndome que: "mientras dos palabras tengan la capacidad de transmitir los sonidos del alma y alguien, a la distancia, los perciba y los reconozca muy dentro suyo, nada podrá matarme y continuaré vivo. Creando y proyectando. Como una forma de rebelarme frente a tanta hipocrecía social. Ésa que dictamina que las personas que han superado los cincuenta ya no sirven para nada".
Y tal vez allí esté la respuesta. Porque en cada cuento, en cada poema, en cada novela, en cada artículo, en cada reportaje que escribo, genero, sin proponérmelo, el prodigio maravilloso de no dejar que el agua de mi vaso lleno hasta la mitad se pudra...
Roque Paz
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