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"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

jueves, febrero 23, 2012

Malvinas y el patrimonio argentino




País /
Más allá de la polémica por las islas, por qué es necesario reestatizar YPF y discutir la soberanía en un sentido amplio.
Por Adolfo Pérez Esquivel 

Cuando ocurrió la invasión del gobierno militar a las islas Malvinas, yo estaba en una misión de paz en Washington. Recuerdo que estaba militando por la paz en el Salvador y que un par de días antes, el 30 de marzo de 1982, había sucedido una represión importante que terminó con varios sindicalistas y manifestantes presos. Entre ellos, mi hijo. Apenas me enteré de la invasión, me reuní con algunos representantes de la ONU: Estados Unidos proponía que los cascos azules entraran a las islas, y que en el ínterin la Argentina y Gran Bretaña negociaran por la soberanía. Cuando regresé a Buenos Aires, me recibió Nicanor Costa Méndez, del Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto del gobierno militar. Directamente, me reveló: "Esto se nos fue de las manos". Me contó que entre los distintos jefes de las Fuerzas no se ponían de acuerdo sobre el curso de la guerra, y me pidió que me reuniera con el secretario de Estado de EE. UU., Alexander Haig, quien estaba en Buenos Aires con la intención de hacer de mediador (aunque después Estados Unidos apoyó a Inglaterra en la guerra, lo que fue denunciado como una "traición" por Galtieri). 

Obviamente, le dije que no a Costa Méndez, porque yo no era parte de ese gobierno y porque él mismo me había dicho que la situación se les estaba yendo de las manos. Después, viajé a Londres, donde no pude entrar, y luego a París. Ahí, junto a otros dirigentes amigos de fundaciones y ONG pacifistas, intentamos encarar acciones para frenar la guerra. No tuvimos éxito. Yo pensaba que la guerra iba a ser con Chile, y nunca me imaginé lo de Malvinas. Pero con quien fuera, el objetivo de los militares era buscar un enemigo externo para unir el frente interno. 

Desde entonces, el pedido argentino se sigue reiterando. Pero como la dictadura local desató la guerra, Gran Bretaña se agarra de ese hecho para frenar cualquier tipo de negociación. Además, los británicos postulan el derecho a autodeterminación de los kelpers, algo que es negado por Naciones Unidas (y no acatado por Gran Bretaña) porque no se trata de un grupo de ciudadanos originarios: los isleños son colonos incorporados. Un caso semejante al de Puerto Rico y también al de Haití, por tratarse de un país permanentemente invadido. Las Malvinas son un remanente colonial, y su soberanía debería ser plena. A 30 años de la guerra, el reclamo no es comparable al de los viejos nacionalismos trasnochados. La gente maduró y la Argentina no está en condiciones de entrar en ningún tipo de acción bélica. 

Por eso, hay algunos discursos claudicantes sobre la soberanía de Malvinas que a mi entender no tienen sentido. A los argentinos que dicen que las islas son inglesas les diría que no tienen consciencia ni conocimiento de lo que hablan. El Gobierno se equivoca en muchas cosas, pero en el tema Malvinas hay que apoyar, aunque haya habido demasiados fuegos artificiales en la presentación de Cristina Kirchner. Espero que la agitación actual no pase a un segundo plano después del 2 de abril próximo. 

Además, la importancia del reclamo por Malvinas excede el hecho de la reivindicación histórica. Es mucho más que eso: es porque en las islas hay una base militar, y por los recursos pesqueros y energéticos. 

Por tal motivo, espero que este momento sirva para que se dé la discusión sobre la soberanía en un sentido amplio. Porque además del tema Malvinas, prácticamente se está rifando el patrimonio nacional. Pienso, por ejemplo, que correspondería nacionalizar YPF, tal como hizo Evo Morales en Bolivia. También habría que sancionar y revisar otras leyes ineficaces, como las de minería y tierras. 

Insisto: espero que los temas de YPF y Malvinas sirvan para disparar un debate estructural sobre el patrimonio argentino. Lo digo por el bien de las futuras generaciones. 


Adolfo Pérez Esquivel recibió el Premio Nobel de la Paz (1980) por su compromiso con los Derechos Humanos. 

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