Revolución es hacer cada día de nuestro pequeño espacio, un lugar digno de habitar
"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

martes, marzo 06, 2012

EL VINO DEL CAMPEÓN - un relato existencial -



En memoria del Negro Ferreyra
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Sábado 22 horas. El salón del Pineral repleto de socios, parroquianos, habituésy algunas caras desconocidas que, desde temprano buscaban un lugar en donde pudieran ver el retorno del campeón. Y era eso, tal vez, lo que diferenciaba a aquel sábado de cualquier otro. Peleaba Tyson. Era su retorno al ring luego de estar inactivo durante un largo periodo en los que tuvo que pagar tras las rejas sus asuntos con la ley. Y la expectativa venía por partida doble. Ver a la topadora negra nuevamente en acción por un lado y realizar apuestas relativas al tiempo que le duraría el “paquete” elegido para que el negro se luciese, por el otro.

El Negro Ferreyra había llegado al club apenas unos minutos antes que yo. Impecable como siempre con su camisa blanca, su pantalón negro y el calzado lustrado, acorde con su trabajo de mozo. Listo para otra larga jornada gastronómica de comidas, bebidas y sobremesas en el restaurante “Tiempos Viejos”, lugar en donde desempeñaba el oficio desde hacía varios años. Suboficial de la prefectura en actividad, aprovechaba los días feriados para ganarse unos pesitos extras sirviendo mesas. Por otra parte el negro era, además  de un personaje muy querido en el club, aficionado al box.
No fueron pocas las veces donde me habló de sus dotes pugilísticas. De su paso por el deporte de los guantes y la vaselina. De cómo supo posicionarse en el amateurismo hasta convertirse en promesa a punto de incursionar en el campo profesional. Nunca supo explicarme que lo hizo alejarse de los cuadriláteros. Creo que fue cuando tuvo que elegir entre su carrera en prefectura o la incertidumbre que, sumada a las presiones de su grupo familiar, le producía el duro camino del box. Tampoco me molesté en indagar si era verdad o no. A veces, el Negro, mentía. Entonces y como para reafirmar sus delirios boxísticos, se ponía en guardia, realizaba algunas “fintas” y me mostraba la nariz achatada por las piñas recibidas. Yo le seguía la corriente. Quizás como parte del ritual consabido entre cliente y bufetero, que no servía para otra cosa que matizar las largas horas detrás del mostrador. De esa manera fue estrechándose el vínculo afectivo entre el Negro Ferreyra y el humilde sirve copas que fui.

Luego de los consabidos saludos crucé el salón para guardar mi bicicleta en el depósito. Todavía ocupaban las mesas de fórmica marrón circulares los veteranos que jugaban a las cartas y en las canchas de bochas tronaban los bochazos que dirimían un torneo local. En la única mesa de pool un par de adolescentes jugaban a hacerse hombres entre cervezas y cigarrillos, haciendo rebotar las bolas sin ton ni son contra las bandas de paño verde.
También era fácil distinguir al forastero o al que, no teniendo otro lugar donde hacerlo, se ubicaba cerca del televisor, hacía su pedido y allí permanecía hasta concluido el partido o la pelea.
Mi turno era desde las diez de la noche hasta el cierre, reemplazando a Raúl, mi suegro conserje del bufet. Al verme el Negro me saludó con una amplia sonrisa realizando el pedido acostumbrado. “Cómo andás Carlín. Haceme un blanco con sprite que tengo que laburar”
No estaba solo. A su lado se encontraba un muchacho rubio de pelo largo y lacio sujeto con una “colita” elástica, vestido con una campera de nylon roja y jeans.
No había reparado en la presencia de aquel joven porque se hallaba semitapado por la maceta con el frondoso helecho que Carmen, mi suegra, había colocado en uno de los extremos del mostrador con precisas instrucciones de que nadie osara moverlo de lugar. El Negro era de la clase de personas abiertas al diálogo y siempre bien dispuesto a entablar relaciones con la muchachada. Tampoco vi en ello nada anormal, ninguna palabra fuera de lugar, tono de voz elevado, insulto o nada que se le parezca.
Llené el vaso con el vino y la gaseosa bien hasta el borde y se lo acerqué. El negro me abonó con los tres pesos que tenía preparado e intercambiamos un breve diálogo.
-         ¡Qué cagada, che! Te perdés la pelea.
-         Espero que la gente empiece a llegar tarde… en la cocina las chicas tienen un televisor así que si la cosa viene livianita la voy a mirar de a ratos.
-         Y vos… - le dije chicaneándolo – que sabés tanto de boxeo, tirame un pronóstico…
-         El grone es como yo, puro fibra y músculo – respondió levantando la guardia mientras se tocaba la nariz achatada con el pulgar. – la primera que le ponga lo duerme…
-         Ni qué lo digas, parecen hermanos. Además de negros los dos son fanfarrones.
El rubio que permanecía a un lado hizo un gesto despectivo, encendió un cigarrillo y se alejó hacia el sector de los baños arrastrando una bota de yeso. El Negro lo vio alejarse, le dijo no sé qué cosa, tomó el vaso y lo acercó cuidadosamente hacia su trompa estirada para  sorber su primer y último trago de la noche en el Pineral. Luego se entretuvo deambulando entre las mesas de los jugadores de naipes, y yo retorné a lo mío. A la atención de la clientela que entre comentarios boxísticos calentaban sus hígados con alcoholes variados.
No supe en realidad el tiempo transcurrido entre aquella conversación y lo que aconteció después. Ni qué fue lo que disparó el desenlace. Diez minutos… quince… Lo que sí tuve fue una excelente visión propiciada por mi ubicación del otro lado del mostrador a escasos metros de la entrada al club. 
El Negro retornaba de su periplo por las mesas y enfilaba directo al vaso que descansaba junto al helecho de Carmen cuando desde la puerta exterior veo que el joven de los cabellos rubios le hace señas con la mano para que se acerque. Al observarlo el Negro  desvía su trayectoria para ir a su encuentro. Y lo hizo de una manera tan inocente y desprevenida que no tuvo tiempo de esquivar el formidable trompazo que lo derribó.
Como en una secuencia ralentada lo vi caer de espaldas. Pesado y descalabrado, completamente “grogui” sobre los mosaicos de granito verdes, justo debajo de las patas de la mesa del televisor en donde “Crónica” berreaba las últimas noticias. Primero rebotó el culo y después la nuca que sonó fulero mientras  el rubio de la pata de yeso corría hacia la moto que lo aguardaba con el motor encendido.
El Negro Ferreyra hizo un par de intentos infructuosos para incorporarse. Completamente aturdido, la coordinación entre su cerebro y los miembros inferiores fue prácticamente nula. Tampoco su mano consiguió aferrar la “45” que portaba sujeta al cinturón. Cuando lo consiguió salió a la noche lluviosa sujetando la pistola y con los pasos extraviados, seguido por su hermano Silvio y un par de parroquianos que salieron en persecución del “mojarrero”.
El tan esperado retorno de Tyson resultó un fiasco. El “paquete” le duró nada más que siete segundos. Algo similar a lo de mi amigo. El Negro tardó  en aparecer por el club, pero el vino lo estuvo esperando todo el tiempo que se prolongó su ausencia. Allí donde lo había dejado, bajo la frondosa sombra del helecho de Carmen, como un trofeo bien ganado. Objeto consagrado a todo tipo de bromas y comentarios risueños entre los parroquianos que se detenían a leer el cartelito, escrito de puño y letra, que le adosé  cuan recordatorio del mejor nocaut que me tocó presenciar: “Prohibido tocar, este es el vino del campeón”.

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