Cuando se lleve a cabo la Sexta Cumbre de las Américas, la paradisíaca Cartagena de Indias albergará a los mandatarios americanos. Se llenará de lanchas torpederas, aviones espías, periodistas, asesores y más espías.
En un mes, cuando se lleve a cabo la 6ª Cumbre de las Américas, la paradisíaca Cartagena de Indias albergará a los mandatarios americanos. Se llenará de lanchas torpederas, aviones espías, periodistas, asesores y más espías. Sin duda, no se quedará allí Gabriel García Márquez, quien en su cumpleaños 85, días atrás, hizo notar que su novela más querida es El amor en los tiempos del cólera y no Cien años de soledad. El amor… está ambientada en Cartagena y allí se amaron, después de no verse por décadas, Fermina y Florentino. La historia es apasionante y cuenta con el factor abandono previo, como muchas novelas de amor: Fermina había rechazado a Florentino, luego se casa con Juvenal; pero cuando, muy joven, queda viuda, reaparece el candor de Florentino por Fermina. La persistencia del eterno enamorado lleva a que, cuando ya tenían edades canónicas, se embarquen por el río Magdalena y vivan la pasión en grado superlativo. Seguramente Gabo no va a quedarse para ver cómo contaminan la desembocadura del río Magdalena los guardaespaldas de Barack Obama o los del mismísimo anfitrión Juan Manuel Santos.
Además, pocas veces el dueño del realismo mágico se entremezcla en asuntos políticos de actualidad. Su historia, sin embargo, lo llevó a La Habana, a participar de la agencia Prensa Latina. Fue en 1960, y se abrazó con Fidel, que había escrito un texto magnífico siete años atrás. Se llamaba La historia me absolverá y fue el alegato con el que conmovió a sus compatriotas cuando estaba preso por copar el Cuartel Moncada con muchos otros guerrilleros muy mal entrenados. Tenía poco de mágico y demasiado de realista: el abogado Castro contaba al mundo que el dictador Batista era demasiado rico y estaba demasiado vinculado a los Estados Unidos y que por eso los campesinos no tenían las tierras y que nueve de cada diez pibes del campo tenían distintos tipos de parasitosis. Batista soltó a Fidel y este, como el Florentino de Gabo en El amor…, persistió. Con tanto ahínco que en 1959 estuvo al frente de la Revolución. Cuentan que Nixon, como vice de Eisenhower estaba exultante: creía que la caída de Batista y la llegada de ese grandote, abogado de buena familia y buen bateador de béisbol, podía ser un buen amigo para llegar a la presidencia en 1961. Pero en la historia se le cruzó JFK, el (norte)americano no protestante pero muy rico que se encontró en carrera a la Presidencia, dicen, porque su hermano mayor –Joseph, como Kennedy padre– moría en la Segunda Guerra. De hecho, JFK había ido al frente y a su regreso tenía más inclinaciones por el periodismo que por la Casa Blanca. Quizá, de no haber sido por el mandato familiar, se hubiera cruzado con Gabo cuando este era corresponsal de Prensa Latina en Nueva York o hubiera ido a entrevistar a Fidel a La Habana. Pero nunca se vieron las caras JFK y Fidel. Este último, de entrada nomás, empezó a cuidarse de los atentados que le hacían los agentes de la CIA. Siempre fue tan desconfiado Fidel que, contó Gabo algunas veces, cuando lo visitaba en Cuba, nunca sabía cuál iba a ser el menú, porque hasta el detalle del asesinato por envenenamiento tenía en cuenta el jefe de la Revolución Cubana. Fidel y JFK nunca se vieron la cara pero estuvieron frente a frente en una de las paradas más fieras de la historia de la Guerra Fría. Tantos atentados hacía la CIA en la isla y tanto contagio producía la revolución caribeña en América Latina que Allen Dulles, el jefe de “la agencia”, se puso al frente de la invasión. Hay que reconocer que Dulles no sólo tenía la presión de los republicanos halcones sino también de la familia, dueña de la United Fruit, o sea de muchos dictadores de la región. La CIA preparó la invasión confiando en el triunfo de Nixon, pero ganó JFK y se encontró con el peludo de regalo. Era “cuestión de Estado” y no de gobierno, así que JFK no le hizo asco a la invasión, que salió muy mal.
Sobre todo porque los cubanos también tenían su propia inteligencia. Un tal Rodolfo Walsh, que también trabajaba en Prensa Latina como Gabo, se había puesto ropa de predicador y se fue de La Habana a las costas del Atlántico en Guatemala donde, según había detectado descifrando mensajes, había un campamento de gusanos entrenándose con cuadros de la CIA. De modo que cuando la invasión se produjo no contaba con el factor sorpresa. Corría abril de 1961 y JFK se hubiera encontrado con un peludo de regalo: la CIA quería dejar una “zona liberada” para que a las 72 horas los gusanos pidieran apoyo a la Casa Blanca y JFK decidiera la intervención a un “gobierno provisional amigo”. Nada de eso pasó sino todo lo contrario. Con las armas en la mano, los barbudos decidieron declarar “el carácter socialista de la Revolución”. Hubo júbilo en muchos rincones de América Latina donde pululaban los dictadores o los civiles que gobernaban gracias a proscripciones. También hubo jolgorio en Moscú. El pequeño y pelado Nikita Jrushchov, que estaba al frente de la URSS desde la muerte de José Stalin en 1953, debe haber gritado ¡Bingo! JFK ya no podía decir que el conflicto con la URSS era una herencia, como la malograda invasión a Cuba. Y el carácter socialista de la Revolución Cubana significó no sólo que Cuba le vendería azúcar y le compraría de todo a los soviéticos, sino que se sumaba de modo sui géneris a los enemigos de Washington. En poco tiempo, los soldados del Kremlin llevaron misiles con ojivas nucleares a La Habana y unos aviones no tripulados (o unos agentes secretos que no quisieron ser identificados) detectaron los misiles. JFK mandó barcos y ultimátum. Los cubanos empezaron a cavar zanjas por todos lados y se preparaban para lo peor mientras Nikita y JFK discutían cómo seguir el ajedrez de la Guerra Fría. Finalmente hicieron un enroque: vos me sacás los cohetes de La Habana y yo desmantelo las bases de Turquía que están apuntando al Kremlin. Como resultado de la negociación hubo sonrisas cruzadas entre los dos mandamás del mundo y en sus oficinas quedaron los dos famosos teléfonos rojos. JFK salió muy fortalecido. Distendida la relación con la URSS y con el frente interno que aceptaba a regañadientes que no invadirían Cuba. Eso sí, les tiraban gorgojos para arruinarles las cosechas, les saboteaban la poca producción que tenían fuera del azúcar, le armaban atentados a Fidel. En fin, lo que ellos llaman guerras de baja intensidad.
Gabo, de la misma edad que Fidel, habiendo estudiado Derecho como él, por esos años estaba más dedicado al periodismo que a la literatura. Con problemas, claro, porque ser corresponsal de Prensa Latina mientras Cuba se declara roja y socialista no era una buena fórmula, de modo que se trasladó a México DF con su esposa Mercedes –que se llevaba de maravillas con Fidel– y su hijito Rodrigo. Allí, en el DF, un tiempito después se puso a escribir Cien años de soledad. ¿La hubiera escrito de no haber existido la crisis de los misiles, el carácter socialista y la retirada a México? Vaya uno a saber.
Dice Gabo que él escribe con los recuerdos de sus primeros años de vida y no tanto con lo que lo rodea. El asunto es que Fidel podía recibir a Gabo en La Habana y, dicen, fumaban habanos, comían, organizaban visitas de personalidades de todo el mundo para romper el aislamiento de la isla. Nikita no viajaba a Cuba para no caldear los ánimos y JFK no se cuidaba mucho. No sólo por los amoríos con la rubia más rubia de la historia de las mujeres rubias. Amoríos que JFK no quiso guardar en secreto, posiblemente porque debía ser imposible no contarles a los amigos que estaba de novio con Marilyn Monroe. El problema es que Marilyn murió en agosto de 1962 y el expediente decía por sobredosis de fármacos. Pero vaya uno a saber qué pasó, porque si todavía no se puede saber quiénes fueron los autores de la muerte de JFK en noviembre de 1963, es razonable poner en duda el informe de un forense de Los Ángeles.
JFK tenía 46 años al momento de recibir los disparos fatales en Dallas. Su hermano Bob llegó a los 42, estaba en la carrera presidencial demócrata en 1968 y también murió por unas balas cuyos autores intelectuales tampoco pudieron ser descubiertos para la historia oficial de los Estados Unidos. Nikita murió en 1971, según el parte médico, del corazón. Ya hacía siete años que vivía de la pensión que le daba el Estado y estaba retirado de la actividad plena. Fidel dejó las responsabilidades de gobierno en 2008 y muchos lo daban por enfermo terminal. Sin embargo, siguió muy de cerca el viaje que el presidente colombiano Juan Manuel Santos hizo a la isla para reunirse con su hermano Raúl, el que estuvo codo a codo con él en el cuartel Moncada, en toda la campaña de la Sierra, en la invasión de Cochinos y en tantas otras cosas. A cuatro años de estar al frente de la isla recibió muy amablemente a Santos quien le dijo, más o menos: mire, pensamos distinto, pero ustedes fueron expulsados de la OEA hace nada menos que medio siglo, por ese hecho maldito del carácter socialista de la Revolución. Ahora, Raúl, que América tiene vientos distintos quizá logremos en esta cumbre de Cartagena convencer a Barack que Cuba tiene que estar. Santos querrá quedar en la historia como un facilitador. Gabo, a quien dieron por enfermo y por autor de malas cartas de despedida sigue dando magia. Vivió para contarla y cumplió 85 con mariachis, mariscos y champagne.
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