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"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

domingo, abril 27, 2014

Las dos vidas de Salgari



      
Es imposible contar la vida de Emilio Salgari porque en él hay dos vidas: la que tuvo que vivir y no quiso tener, y la que supo escribir y no pudo vivir. Y no se trata de vidas paralelas porque, al final, las dos confluyen y concluyen en la doble rareza de una muerte propia y una autobiografía ajena.
Dice el estupendo poeta brasileño Ferreira Gullar: “El arte existe porque la vida no basta”. En el caso de Emilio Salgari, dicha verdad alcanzó la forma material de la locura.
La vida que Emilio tuvo que vivir empieza el 21 de agosto de 1862, en la ciudad de Verona, Italia, donde nace Emilio Salgari, y, según recuerde hasta su muerte, dispuesto desde ya a ser navegante. Avistar las costas y los puertos extranjeros, explorar otras tierras, atravesar sus selvas, sus desiertos. Esa es la vida que quiere, y va por ella.
Hijo de pequeños comerciantes, con 16 años deja Verona y marcha a Venecia para ingresar en el Real Instituto Técnico Naval Paolo Sarpi. Allí obtendrá el sonoro título de capitán de gran cabotaje, cree, pero no. Nunca lo logra. Navega, sí. En un buque escuela recorre un poco el Mediterráneo y, alguna vez, incluso, hará un crucero por el Adriático... Pero no alcanza la India, ninguna Malasia, ni el Pacífico Sur, o todos esos lugares sobre los que partir de entonces, recordará tanto.
Enfermo de regreso de un viaje, incapacitado para el esfuerzo físico, hacia 1882 deja la escuela naval y se vuelve a Verona porque ya descubrió que escribir no sólo le permite navegar, sino también vivir.
En 1883, con 21 años, ve su primer relato publicado en un periódico de Milán. Sus dos vidas empiezan a cruzarse.
La crítica lo mira de reojo, y el público lo abraza. Sucesivas generaciones de críticos y públicos harán exactamente lo mismo en todo el mundo. El éxito lo lleva. Salgari se interna en sus ficciones, y comienza a perderse.
Un crítico lo tacha de escritor menor, y él lo reta a duelo cuando en Italia estaban ya prohibidos. Su crítico no volverá a criticarlo, pero lo denuncia: Salgari le corta la cara con un florete real de sus ficciones, y acaba en la cárcel. ¿Treinta días, seis meses, tres? Desconcertados por su extraña autobiografía póstuma, sus biógrafos no podrán precisarlo nunca. El hecho es que un día recupera la libertad y vuelve a la escritura con la trágica buena suerte de sus corsarios.
Su fama crece. Regresa a Verona requerido por un periódico local, donde en octubre de 1883 comienza a publicar El Tigre de la Malasia. Más éxito, más fama. Ya logró en Génova su primer contrato editorial. No le parece muy ventajoso, pero confía en que su público lo sacará de la pobreza más tarde o más temprano. Y no.
Las ventas suben, sí, el público crece, también... pero el dinero sigue sin llegar. Tal vez cuando saque un libro... Trabaja duro.
En 1887 aparece su primera novela en forma de libro: La favorita del Mahdi. La saga de Mompracem sigue y suma, y él mantiene todas las esperanzas de los 25 años mientras pasa sus horas entre bellas princesas, héroes nobles y villanos sin perdón... Se diría que hasta allí cada una de sus vidas mutuamente se inspiran, y se fortalecen. Pero en 1889 se suicida su padre.
Por tres largos años, Salgari no escribe ni publica nada. Ni una palabra. Es el lapso de silencio más largo de su vida. Así se mide mejor el terremoto callado que lo sacude. Como si supiera o sintiera que allí se inaugura un trágico sino familiar que un día vendrá por él, y más tarde por dos sus hijos.
Tenue y difuso, reaparece en 1892 con La cimitarra del Buda, una historia independiente, menor, se dirá, pero está de vuelta, y otra vez se pierde por tierras que no conoce, y lo mejor: ahora él también tiene su amada. Su heroína.
Ese mismo 1892, conoce a una actriz y se enamora y se casa y es feliz, como si él mismo escribiese sus días. Ella se llama Ida Peruzzi, pero inspirado en Verdi, él prefiere ponerle Aída, así ya tiene su propia musa, auténtica y ficticia. Para eso está el arte, para que baste la vida.
Pronto nace su primera hija, Fátima. Una alegría, y un despertar. Algo de sus ficciones escapó hacia una realidad que no conocía. Ahora ya no importa el dinero prometido, ahora urge.
En busca de mejores contratos, los Salgari se trasladan a Turín. Será editor de la casa Speirani, dedicada al público que más lo sigue: los jóvenes. En los próximos seis años, producirá 25 novelas, más de 50 folletines, y otros dos hijos: Nadir y Romero. El dinero se hace imperioso: “El pan, había que ganarse el pan. El editor me lanzó, es verdad, con deslumbradoras cubiertas, pero vendía ejemplar tras ejemplar y yo me atareaba en emborronar cuartillas y cuartillas para ganar lo indispensable y no morir de hambre”.
En 1898 aparece El corsario negro. Ya es el escritor más vendido de Italia y un editor lo convence de abandonar Turín por Génova, donde firma un nuevo contrato por diez años para la casa Donath. Cuatro mil liras por tres novelas anuales. Cree que es un buen arreglo, pero pronto cuatro mil liras son nada, y sus tres novelas siguen siendo tres.
En 1900, abandona Génova y se vuelve a Turín, donde nace su cuarto hijo: Omar. Las mudanzas, la familia, los traslados. Por mucho que trabaje, ya nada es suficiente. La vida no bastaba, y de pronto el arte tampoco. Y comienza el fin.
Hacia 1905, sin mediodía que la preceda, llega la noche de su destino: Aída, su esposa amada, comenzó a enloquecer. Debe internarla en una clínica psiquiátrica. Para entonces, es el escritor más vendido de Europa, rompe la barrera de los cien mil ejemplares, y hasta le otorgan el título de caballero. Pero el dinero sigue sin llegar y él ya no puede esperarlo, y desespera.
“He perdido cuanto más tenía de querido, ¡mi Aída! Aquella que todo lo compartió conmigo, aquella que sufrió con mis pesares, mi inspiradora, mi amiga, mi alma. Ha llegado el fin.”
El fin, sí. En 1907, harto, rompe su contrato con Donath, y firma con la casa Bemporad. El nuevo acuerdo es su última esperanza.
Pero mientras su Aída se aleja de todo y de sí misma en un manicomio, Salgari recibe el empujón que le faltaba: su ex editor Donath lo procesa por incumplimiento de contrato, y exige indemnización de 6.000 liras. Su ingreso anual.
Así se explica mejor la aparición, en 1907, de Las maravillas del año 2000, repentina novela de ciencia ficción, apurada, desganada, artificiosa, la primera de una serie que expone la vasta extensión de su cansancio. En cuatro años le entregará a su nuevo patrón otras veinte novelas así. Ninguna mejor. Es el fin: “Llega la vejez. Nada tengo para pasarla tranquilo. Solo la eterna pluma, el eterno tintero y mi inseparable cigarrillo. El alivio me lo procura el tabaco, el alimento no”.
En 1910 tiene su primer intento de suicidio. Sobrevive. Pero en 1911 no falla.
Diecisiete años después, en 1928, aparece Mis memorias, esa rara autobiografía ajena, firmada por Emilio Salgari, narrada en primera persona, pero escrita por un profesor de sus hijos, al que éstos le encargan la obra como una especie de homenaje al padre, o acaso urgidos por sus deudas. Tanto da, es falsa.
Reconstruye las aventuras y los duelos y los viajes de esa vida única que supo escribir y no pudo tener; pero eso sí: confluye y concluye, fiel, textual, con las últimas palabras que dejó escritas Emilio Salgari para sus editores: “A ustedes, que se enriquecieron con mi sudor manteniéndonos a mi familia y a mí en una continua semimiseria, o algo peor; les pido sólo que, en compensación con las ganancias que les he proporcionado, paguen los gastos de mi entierro. Los saludo rompiendo la pluma”.
Era el 25 de abril de 1911. En las afueras de Turín, en la casa de verano de los días mejores, hacia la medianoche, Salgari se interna en un bosque cercano. Lleva una daga curva propia de sus mejores ficciones, y allí, digno de sus mejores héroes, practica el rito japonés del sepukku. Se hunde la daga en el estómago, rasga su vientre, y sin discípulos que lo asistan, intenta abrirse la garganta. Y sangra hasta que no sangra más.
Por eso es imposible contar la vida de Emilio Salgari. Porque la vida que quiso tener y no pudo vivir, allí, en ese final, se funde y se confunde con la otra, la que no pudo vivir pero supo escribir, y que por esa misma razón todavía vive. Porque la muerte no basta cuando existe el arte.

1 comentario:

  1. Soy Daniel Ares, autor de este texto, quería agradecerles su difusión. Un abrazo.

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