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"La Maldita Máquina de Matar" Pinchevsky/ Medina

domingo, mayo 04, 2025

The Beatles - WHILE MY GUITAR GENTLY WEEPS


 

Operación rescate


La serie El Eternauta continúa lo que el cómic dejó inconcluso

 
 

 

Ya llegará el día en que alguien escriba una apreciación de la serie El Eternauta que haga honor al género de la crítica. Ese día no es hoy, al menos para mí. Hace falta tiempo para metabolizar y pensar. (También hace falta tiempo para sentir de verdad. Incluso en épocas como la actual, que sólo valora el sentimiento presente aunque dure lo que un video de TikTok. La relación del sentimiento instantáneo con lo verdadero es la misma que va del Dolca al café en granos.) Pero este sí es el momento de hablar del fenómeno Eternauta: de lo que significa para la cultura y la historia del país, y del fenómeno que está produciendo entre nosotros.

 

El escritor que creó El Eternauta, Héctor Germán Oesterheld.

 

El Eternauta original fue una historieta, publicada por entregas entre 1957 y 1959. Es decir, en plena Revolución Fusiladora, régimen que había volteado al gobierno democrático de Perón, poco después de bombardear civiles que circulaban por Plaza de Mayo y alrededores (niños incluidos), desde naves de la flamante Fuerza Aérea Argentina y de la aviación naval. De hecho, esos usurpadores del poder legítimo estrenaban el sayo por entonces, porque los fusilamientos del basural de José León Suárez habían sido perpetrados poco antes, el 9 de junio del '56. Lo recuerdo para no excluir a nadie: hablo del fusilamiento que se dispuso, como parte de la represión a un alzamiento contra el gobierno, de ciudadanos acusados por el "crimen" de ser peronistas y de haber participado de la asonada. (No todos eran lo primero, y tampoco todos estaban al tanto de la segunda.) ¿Por qué traigo estos datos a colación? Porque hacen a la atmósfera en la que se gestó El Eternauta: un clima de odio hacia un movimiento político y hacia la mayor parte del pueblo. (De ahí el golpe de Estado, que se arrogó el poder que no conseguía por la vía de las urnas.) Un pueblo que se sentía representado por dos personas cuyos nombres y apellidos tenían prohibido articular.

(Nota al pie: 1957 es también el año de la publicación de Operación masacre de Rodolfo Walsh, tanto de la serie de artículos en la revista Revolución Nacional como de su edición original en formato libro. Esta es la primera de las sincronías entre Walsh y Oesterheld: el hecho de que produjeron y difundieron un relato en un contexto de odio social y político, que además era una de las consecuencias de ese clima, más o menos consciente en cada caso y por eso mismo, más o menos directa. Primera sincronía, pero —por supuesto— no la última.)

 

 

Los creadores de El Eternauta fueron dos. El dibujante era un hombre joven, no tenía ni 30 años cuando diseñó a Juan Salvo: se llamaba Francisco Solano López y acreditaba poca experiencia en su métier. Debutó en Editorial Columba en el '53 y se asoció con Oesterheld en el '55, para reemplazar al dibujante Campani en la historieta Bull Rockett. El guionista, en cambio, era un hombre maduro, de casi 40, cuando concibió El Eternauta, aunque no tenía mucho más recorrido que Solano López en materia de historietas. Héctor Germán Oesterheld era geólogo, había laburado como corrector y los vientos de la historia lo empujaron a crear relatos para ser dibujados porque, en tiempos del peronismo y del boom de la cultura popular, la historieta argentina se convirtió en una pequeña pero próspera industria: una revista como Misterix vendía un promedio de... ¡220.000 ejemplares por semana! Las publicaciones costaban monedas y los laburantes —había laburo de sobra— leían en bondis, tranvías y trenes.

Oesterheld era un tipo de formación científica, de una cultura por encima de la media. ("Leía varios idiomas, alemán, inglés, francés", cuenta su esposa Elsa en el libro de Nicolini y Beltrami que se llama Los Oesterheld.) Fue la circunstancia histórica la que lo condujo a participar de una industria que fabricaba lo que hoy definiríamos como "contenidos", pero de índole popular: en aquella época, la historieta no era cosa de nerds, sino de la clase trabajadora. A esa altura ya era padre de una familia numerosa —su cuarta hija, Marina, nació en el '57—, de la que no se desmarcaba: "Cambiaba pañales, hacía mamaderas... Era un padrazo", asegura Elsa.

 

Los Oesterheld: Héctor, Elsa y las nenas.

 

Se trataba de un tipo que había sido beneficiado por las políticas del peronismo, pero que no se sentía peronista. Hasta se había dado el lujo de rechazar la oferta que llegó de la Presidencia en agosto del '55, para que escribiese un guión sobre la vida de Perón. (Que de todos modos no habría llegado a fruición, dado que el golpe de la Fusiladora fue en septiembre, pero aun así: había que rechazar una oferta semejante, que implicaba sueldo fijo y una seguridad temporaria de la que no solía disfrutar.)

¿A qué apunto con esto? A que el tipo que concibió El Eternauta no era uno de posición político-partidaria definida, al menos en los términos de la realidad argentina del momento. Era, sí, lo que podríamos llamar un bienpensante, un humanista, como lo demuestra la serie Ernie Pike que creó con Hugo Pratt también en el '57: "La primera historieta de guerra —dicen Nicolini y Beltrami— en la que el enemigo no era el otro, sino la misma guerra". Imagino que habrá valorado cosas del peronismo y fruncido la nariz ante otras, vinculadas a lo que hoy llamaríamos "sus formas". La conversión de Oesterheld, su militancia y su adscripción a Montoneros se dieron mucho después del primer Eternauta. Un camino de Damasco al que no fueron ajenas sus hijas, que todavía siguen desaparecidas, al igual que El Viejo.

Digo, entonces, que el Oesterheld que alumbró El Eternauta no se consideraba peronista, y que tampoco era lo que los turistas del pensamiento llaman hoy zurdo o comunista. Era un tipo de la flamante clase media con aspiraciones, que desarrolló una historia con la que aspiraba a dar un batacazo. Una invasión extraterrestre, como la de La guerra de los mundos de H. G. Wells (1898) y El día que paralizaron la Tierra de Robert Wise (1951), pero en la Argentina del presente y llena de escenarios reconocibles, debía resultar irresistible a sus lectores. Su sueño era que el potencial éxito de El Eternauta le permitiese independizarse definitivamente. Pero, al mismo tiempo, la lectura de ese primer Eternauta ofrece evidencia de que el Oesterheld del '57 al '59 no se limitó a recalentar tópicos de la ciencia-ficción con condimento argento. Estaba —sin darse cuenta aún, conjeturo— pensando y pensándose a través de esa historia. Permitiendo que aquello que vivía y respiraba a diario, en la atmósfera neo-macartista que había creado la Fusiladora, permease su ficción, comenzase a derramar sobre ella. (He aquí otra sincronía, en este caso siniestra. La persecución de presuntos comunistas que encabezó el senador McCarthy en Estados Unidos se desarrolló entre el '50 y el '56. La persecución de peronistas se inició aquí en el '55, a partir del golpe.)

 

 

Entre esa abundancia de evidencia, ninguna más incontrastable que la ofrecida por uno de los agresores, un invasor que pertenece a la especie llamada Los Manos, durante un tramo de la historieta. Allí explica quiénes están detrás del ataque, y qué los mueve. "Ellos —es decir, los que concibieron y dirigen la campaña de conquista— son el odio cósmico. Ellos quieren todo el universo para sí. Ellos nos obligan a matar y a destruir a nosotros, Los Manos, que sólo vivimos pensando en lo bello".

Ese primer Eternauta puede leerse de mil maneras, pero una interpretación que no debe faltar es la que entienda el relato como la reacción de Oesterheld ante el odio social y político. El Eternauta '57-'59 es Oesterheld tratando de identificar y de metabolizar esa clase de odio, que hasta entonces no había conocido pero que ahora palpaba, respiraba, en las calles, en el transporte público, en la prensa, en el aire. Es Oesterheld comprendiendo que lo único que podía explicar lo que el pueblo experimentaba entonces era la existencia, detrás de bambalinas, de un odio tan vasto y tan intenso, que sólo podía ser definido como cósmico. Un odio que lo rozó por primera vez durante la segunda mitad de los '50, pero con el cual de allí en más no dejó de toparse, no dejó de luchar, de presentarle resistencia — hasta que le costó la vida.

A partir de 1955, un sector de la sociedad argentina se dejó colonizar por la rabia, enfermedad endémica para la que seguimos sin descubrir vacuna. Que ese odio cósmico tenga tanto en común con el que hoy campea sobre el país es tan sólo otra más de las trágicas sincronías de esta historia.

 

 

 

 

De la sociedad del '55 a la del '25

A partir de semejante génesis, la adaptación de El Eternauta que Netflix estrenó esta semana califica como milagro. Hace casi 70 años de su publicación original, y hace décadas también que el proyecto de llevarla a la pantalla existe. Este abril se cumplieron 15 años de la muerte de Oscar Kramer, productor de películas como Plata quemada, Kamchatka y Tiempo de valientes, y a esa altura hacía ya tiempo que Oscar luchaba para llevar la obra de Oesterheld al cine. En esta historia de sincronías que refiero, que la productora que Kramer colaboró a fundar —K&S, junto a Hugo Sigman— haya parido El Eternauta justo ahora, puede ser resultado de una serie de accidentes, pero bajo ningún concepto puede ser confundido con una casualidad. Porque una de las condiciones de un milagro es su oportunidad: que algo extraordinario ocurra precisamente en ese momento, y no en otro.

También es milagroso pero no casual que el proyecto haya sido depositado en manos de Bruno Stagnaro y su equipo creativo. El co-director de Pizza, birra, faso y autor de series como Okupas y Un gallo para Esculapio garantizaba que El Eternauta audiovisual contase con ciertos ingredientes. Por ejemplo, una conexión con las calles de la Argentina que redunda en un manejo casi musical de la lengua coloquial. En sus manos, la decisión de traer la historia al presente no podía sino redundar en oro dramático.

 

Bruno Stagnaro, creador de la serie inspirada en El Eternauta.

 

Habrá puristas que todavía prefieran que transcurra a mediados de los '50, pero convertir a Juan Salvo en contemporáneo hace justicia al Oesterheld que concibió El Eternauta como un relato en tiempo presente, parte de cuyo impacto derivaba del hecho de contar algo que estaba ocurriéndole a los argentinos, en ese momento y en los lugares que solían frecuentar. La serie El Eternauta repone ese shock esencial: al igual que en el '57, lo que estamos viendo es algo que puede estar pasando ahora, puertas afuera de nuestras casas, sin que todavía lo advirtamos. Durante este fin de semana leí bocha de mensajes en las redes donde la gente más diversa expresaba gozo y perturbación, por el hecho de identificar paisajes urbanos que le eran familiares, convertidos en escenario de una invasión. Oesterheld hubiese disfrutado de esta reacción. Si me quedaba duda al respecto, la aventó uno de mis hijos, que por edad podría ser bisnieto del Viejo. Al terminar la primera visión que la familia en pleno hizo de la serie, ya entrada la madrugada del jueves, comentó —y sólo a medias en broma— que no estaría de más que tomásemos precauciones para no ser sorprendidos, en caso de que algo semejante tuviese lugar un día de estos.

Para quien no leyó la historieta o nada sabe de la historia, la visión de la serie le inspirará la sensación de que todo lo que se cuenta es posible, de que todo lo que se muestra es tan verosímil como el vehículo astroso que circula por mi barrio los fines de semana, vendiendo chipa que promociona por altoparlantes. Siempre digo que parte del mérito de Stephen King como autor de historias de terror es pintar un mundo tan creíble, tan reconocible, que cuando el monstruo asoma no cuestionamos su veracidad, porque a esa altura lo único que importa es lo que le ocurrirá a esa gente-como-uno que puebla el relato. Oesterheld se le anticipó, ya lo hizo en El Eternauta del '57, ejemplo proverbial de lo mucho que garpa ese recurso. Y Stagnaro le saca brillo, porque su serie demuestra cuánto sigue rindiendo esa historia en nuestro tiempo — o quizás sería más preciso decir: en nuestra sociedad, bisnieta de aquella que engendró la Revolución Fusiladora.

 

 

La serie preserva condimentos del relato original que todavía palpitan. La existencia de una sociedad pluriclasista (por poco tiempo más, probablemente, pero que aún subsiste), el culto a la amistad y la familia, la práctica del truco (esta semana empezamos a enseñar sus reglas al menor de la casa), el estilo del humor, la neurosis de los porteños y la variante del zen que cultivan los provincianos. A esos elementos agrega otros que aggiornan el escenario. La abundancia de inmigrantes latinoamericanos precarizados y la existencia de argentinos que conocen el exilio por causas económicas como Omar, el personaje de Ariel Staltari. (A quien yo iría a ver aunque decidiese interpretar la guía telefónica.) La jerarquización de las mujeres, cuyo rol en el original era tan pasivo como resultaba esperable en aquella época. La Elena que aquí no es esposa sino ex de Juan Salvo no es ama de casa, sino médica. La hija de Salvo ya no es una niña ni se llama Martita sino Clara, como la hija del actor Ricardo Darín, y es una adolescente con agenda propia. Y a Favalli se le concede una esposa, Ana (Andrea Pietra), sin la cual el Tano sería un personaje insufrible, tan rígido como paranoico: un hombre de absolutos que duran cinco minutos.

 

Ariel Staltari en El Eternauta: actor y co-guionista.

 

Un rol todavía más interesante juega la decisión de hacer de Juan Salvo un ex combatiente de Malvinas. Cuadra por época: eso haría de Salvo un tipo de mi edad aproximada, sesenta y pocos, porque yo tenía 20 en el '82: zafé porque había pedido prórroga de la colimba. También presta a Salvo características convenientes, porque lo convierte en un tipo ducho en el manejo de armas. Pero, además y ante todo, lo dota de una experiencia traumática que espesa su circunstancia.

El Salvo de 2025 está construído sobre nuestra trayectoria histórica reciente, de modo de complejizar el personaje y, a la vez, dramatizar los cambios que sufrimos los argentinos durante los últimos 50 años. Porque el Salvo del '57 era un empresario pyme, razonablemente próspero, a consecuencia de lo cual tenía casa propia en un barrio de la Zona Norte, y la razón de su lucha era ante todo personal, la defensa y protección de su mujer y su hija. Hablamos de un personaje intachable, casi un ingenuo, a quien la invasión templará en el dolor. Pero el Salvo modelo 2025 es más oscuro. Stagnaro y Darín no vacilan a la hora de mostrar que tiene aristas reprobables, y hasta crueles. De este Salvo no sabemos a qué se dedica, aunque tiene un buen auto, ni conocemos su casa ni consta que sea propietario. (Porque, a diferencia del original, la partida de truco que abre el relato ocurre en lo de Favalli, no en lo de los Salvo.) Lo que sí sabemos es que, además de su deseo de velar por Clara, lo que vibra en el Salvo actual es la experiencia de saber qué se siente cuando uno defiende un territorio que no es privado sino común (Malvinas, en este caso), en inferioridad de condiciones. Para este Salvo la invasión no es novedad: es dèja vu, y la cercanía de militares de profesión no es algo que lo hace sentir protegido, sino más bien vulnerable, expuesto.

 

 

 

Quiero vale cuatro.

 

 

El Salvo del '57 era tan inocente como Oesterheld lo era todavía, por aquel entonces. Coherentemente, el Salvo del 2025 tiene que ser —y lo es— un tipo que, como ustedes y yo, creció en un país donde era posible hacerle a la gente cosas como las que la dictadura le hizo a Oesterheld y sus hijas, y a los soldaditos durante la guerra de Malvinas. En consecuencia, el Salvo actual no puede permitirse la ingenuidad. La falta de conciencia sobre la clase de mundo en que vive sería un lujo que no puede darse, en particular si es honesto en el deseo de proteger a su hija.

Stagnaro también le saca jugo a la temperatura social de este tiempo. Hasta que llegó Perón, los pobres debían cumplir con la doble tarea que el destino les había asignado: trabajar por migajas y ser invisibles. La Fusiladora llegó con el sueño de restaurar el viejo orden, y durante algún tiempo pareció lograrlo, aunque más no fuese en la vida en superficie. En ese contexto, El Eternauta original podía jugar con la noción de una sociedad sin grandes fisuras, como pretendía el discurso imperante hasta el '45. Pero el Eternauta de hoy no ignora que transcurre en el seno de una sociedad dinamitada y atomizada por el odio cósmico, donde a la menor provocación saltamos a la yugular de los demás, incluso en el marco de la propia clase. El segundo episodio, que se detiene en la aventura de Salvo al llegar al edificio donde viven Elena y Clara, es elocuente al respecto.

Ese edificio es un microcosmos, como aquel que J. G. Ballard pintó en su novela Rascacielos (High-Rise, 1975). Y como todo entorno micro, reproduce la jerarquía social de la macro, con los empleados respondiendo sin chistar a la autoridad, que en este caso no es ni siquiera el presidente del consorcio (¡puesto menor!) sino el propietario más encumbrado. El pelado Charly, interpretado por Carlos March, es la corporización de los aspectos más soretescos de los poderosos de nuestra sociedad: cree que la realidad comienza cuando él llega, es ventajero (quiere solucionar un desperfecto técnico mediante un enjuague), ama verduguear, es cruel con los animales y, si te tiene que pegar un tiro por la espalda, lo hace. En otras manos, y en otro contexto, este Charly podría sonar a macchieta. Pero en la Argentina del odio cósmico versión siglo XXI, está muy lejos de serlo.

 

 

 

 

 

De cómo intervenir lo real

El estreno de la serie El Eternauta ha detonado un fenómeno de inconmensurable poder simbólico. Cuando algo así tiene lugar, lo que comienza a ocurrir excede las intenciones y hasta la voluntad de quienes lo alumbraron — en este caso, sus creadores y productores. Que una serie fatta in casa tenga el éxito que El Eternauta audiovisual empieza a tener, no significa lo mismo en la Argentina de Milei que en la Argentina de hace 15 ó 40 años. (Escribí la primera versión de esta frase a primera hora del viernes 2 de mayo, cuando ya no podías conseguir una puta edición de El Eternauta en ninguna librería, ni física ni virtual.)

¿Y por qué no significa lo mismo? Porque el hecho de que una obra de ficción pase de ser un éxito comercial a obtener un lugar central en la realidad —en la Argentina de hoy no se habla de otra cosa, sólo se debate o se comenta El Eternauta— es meritorio por demás en un país cuyo Presidente eliminó de cuajo la producción audiovisual 100% made in Argentina. En esta circunstancia, y aunque bufen los eunucos, hay que valorar la existencia de una plataforma como Netflix, cuyo capítulo latinoamericano está haciendo un esfuerzo para conectarse con lo mejor de nuestra literatura. (Recuerden las recientes adaptaciones de Pedro Páramo y Cien años de soledad, hechas desde el transparente respeto a sus textos-fuente.) Sin Netflix —sin esta gestión de Netflix, que entendió que el equipo creativo que adaptase a Oesterheld debía ser argento, de la cabeza a los pies—, hoy no tendríamos este Eternauta.

 

Los paisajes reconocibles, intervenidos por lo extraordinario.

 

Entonces: que una ficción argentina devenga fenómeno socio-cultural en un país cuyo Poder Ejecutivo trabaja para eliminar las ficciones argentinas, es inequívocamente un hecho político. El Presidente ha decretado: Basta de artistas locales (en cualquier momento agregará: No se los odia lo suficiente, como ya ha dicho de los periodistas), y el público ha respondido: Queremos más obras de artistas locales, porque nos representan y porque su excelencia, al nivel de los mejores del mundo, nos enorgullece.

Pero, además, El Eternauta no es cualquier ficción. Es la obra de un artista y militante, que terminó secuestrado, torturado, asesinado y desaparecido, al igual que sus cuatro hijas y algunos de sus nietos y yernos. De entre las centenares de miles de historias terribles que la dictadura del '76 produjo, la de los Oesterheld es una de las más intolerables, material trágico digno de un Sófocles o un Shakespeare. Porque hechos como esos nos singularizaron como uno de los pocos países donde se permitieron atrocidades semejantes, en la entera historia de la humanidad. Y esa conciencia —la de pisar un territorio donde cuesta poco darle rienda suelta al odio cósmico— es algo que no puede faltar en ningún argentino de hoy, así como no le falta al Salvo modelo '25. Vivimos en una crisis existencial permanente, que viene con la Cajita Feliz del Combo Argentino: la perplejidad y el dolor que produce saber que formás parte de una sociedad que no sólo bancó convertirse en una sucursal del Infierno —Dios mío: el año que viene se cumplen 50 años del '76, ¿qué haremos entonces, que será de nosotros a esa altura?—, sino que, peor aun, coquetea hoy con producir una remake de aquel desastre.

Y la apuesta sigue subiendo, al nivel de la falta o del valecuatro. Porque tanto como entender quién creó El Eternauta importa entender qué cuenta. Una invasión extraterrestre vista desde la Argentina, ya sé: eso es la piel del asunto, la anécdota. Lo que cuenta en profundidad es otra cosa. Para empezar, la necesidad de crear comunidad, de asociarse para resistir. (Otra vez: que la frase Nadie se salva solo se convierta en divisa no significa lo mismo hoy que en otro momento. Lo que en 2010 sonaba a lugar común del bienpensante hoy suena revolucionario, dado que estamos en la Argentina ocupada por los cascarudos, teledirigidos para atacar sin pensar.)

 

 

Otro signo de la sagacidad de la adaptación es que asume cuánto más difícil es asociarnos hoy que en el '57. Esta es la Argentina que precipitó de la experiencia de vivir 70 años con rabia y sin vacunas. Acá la desconfianza y la paranoia respecto del otro son la norma, en vez de la excepción. Y por eso la primera temporada dramatiza la demora en la creación de un núcleo resistente. El Salvo del '57 confiaba en los milicos, el Salvo del '25 les muestra los dientes. Cuesta un huevo integrar a quienes la sociedad bardeó sistemáticamente, haciéndoles pasar las de Caín: los venezolanos del delivery, el Pablo chino que ve en Salvo la encarnación de las humillaciones sufridas a manos de argentinos. (Dicho sea de paso, el gag que ocurre cuando Salvo le pregunta a Pablo cómo se llama, para que el pibe responda: "La concha de tu madre" y Juan replique: "¿Y el apellido?", todavía me está haciendo reír.)

Pero las barreras van cayendo, una tras otra. Y la comunidad se refunda, sumando clases sociales y a los inmigrantes tradicionales (en este caso, los asiáticos), tanto como a los nuevos (los latinoamericanos).

Este Eternauta cuenta también la importancia de la industria, del saber, del trabajo y del ingenio. Esto ya estaba en el original, por cierto, a través de los hobbies de Salvo, la formación técnica de Favalli y el tornero Franco. Pero en aquel entonces Oesterheld se contentó con honrar la realidad, llevó a la ficción el fervor industrialista y educativo que el peronismo había puesto en marcha y con el cual la Fusiladora no se animó o no supo interferir del todo. En cambio hoy, en la Argentina de Milei, industria, saber, trabajo e ingenio son malas palabras. Defectos que se intenta erradicar. En ese sentido, este Eternauta funciona como un llamado de alerta, nunca más oportuno: cuando los Ellos y los cascarudos de turno desembarcan en tu barrio y empiezan a joderte la vida, es más útil contar con el industrial aprobado que ser un as de las cripto y las apuestas online.

 

Un Torino en El Eternauta: lo viejo funciona.

 

Stagnaro & Co. lo verbalizan con gracia, a través del Favalli que celebra el hecho de que los autos antiguos, esto es no intervenidos por la tecnología electrónica, todavía puedan ser encendidos y circular. "Lo viejo funciona", dice el Tano. La serie es el más grande desfile de autos vetustos y recauchutados —Torino, Mehari, Renault 12, Peugeot 404 y mi favorita: la camioneta Ika— que he visto desde la crisis del año 2001. ¡Dios proteja, dicho sea de paso, a las guías Filcar! Pero por extensión, ese mismo lo viejo funciona aplica a otras cosas. Los viejos valores funcionan: el saber, el oficio y la solidaridad. Y realzan la importancia de quienes los practican, aunque no sean veteranos sino jovencitos. (La presencia de la comunidad scout que anima el episodio de la iglesia debe ser leída en ese sentido.) En último término, lo viejo funciona se convierte en declaración de principios, un desprendimiento de la conciencia de estar narrando esa historia, y no otra: si algo demuestra la serie El Eternauta es que ese anacronismo que es la historieta El Eternauta —un relato publicado en papel, en ese soporte casi desaparecido que es una revista— funciona todavía. ¡Y cómo!

La primera temporada cuenta muchas otras cosas, pero voy a llamarme a prudencia y a señalar apenas una última, que me parece trascendente. Este Eternauta tiene una sensibilidad femenina que le viene de puta madre. Está en la monja que, además del grupito scout, abrió la puerta de la iglesia para que sea santuario de madres solteras, homeless y todo tipo de marginados. Está en Ana y Elena (interpretada por Carla Peterson) quienes impiden que Favalli y Salvo se deshumanicen. Sin ellas se entregarían a la crueldad, usando como arma el argumento de la conveniencia y la practicidad. (Favalli llega al extremo de negarle a Salvo un vehículo para ir a buscar a Clara, que además es su ahijada. Lo cual demuestra que en el fondo Salvo es buen tipo, porque si a mí me hacés algo así, no te dirijo más la palabra en la puta vida.) Es Ana quien lo expresa con precisión, cuando critica la reticencia a ser solidario con otros en la emergencia. "La gente buena tiene que seguir existiendo", dice entonces. Y tiene razón por partida doble. No sólo porque es humano tender la mano a quien la solicita, que además puede ser parte de esa gente a la que necesitamos salvar, para que valga la pena seguir viviendo. Sino también porque, además, si dejás a alguien librado a su suerte cuando podrías haberlo ayudado —¡aunque sea riesgoso, aunque no convenga!—, habrás renunciado ipso pucho a ser parte de esa gente buena que necesitamos que siga existiendo.

 

Ana (Andrea Pietra) y Elena (Carla Peterson): la sensibilidad femenina. A su lado, Lucas (Marcelo Subiotto).

 

Pero lo que más me impresiona, lo que más me conmueve y estremece de la existencia de este Eternauta, es el hecho de que —insisto: se lo hayan propuesto o no sus creadores y productores— no se limitó a representar la vieja historia, sino que la continúa. Está colaborando con su escritura inacabada, tanto en la ficción como en la vida real. Oesterheld demostró que consideraba El Eternauta como un work in progress, una historia que todavía no había alcanzado su formato final y por eso reescribió y le adosó partes, hasta que el secuestro y el asesinato le impidieron seguir. Esta es otra de sus sincronías con Walsh, que hizo lo mismo con Operación masacre —puliendo el texto para cada re-edición, añadiendo nuevos prólogos— hasta que lo fusilaron a él. (Ya desarrollé esta idea aquí mismo en noviembre del año pasado.) Si bien es cierto que Oesterheld no pudo concluir El Eternauta, cabe plantearse si lo hubiese hecho de todos modos, de haber sobrevivido. Quizás intuyó que la historia no debía terminar mientras el odio cósmico siguiese haciendo de las suyas y la resistencia no obtuviese un triunfo definitivo. Y ese triunfo —qué les voy a contar a ustedes, que lo padecen a diario— todavía no llegó.

Pero Oesterheld hizo algo más: borró las fronteras entre la ficción que había creado y la realidad de la Argentina. Creó un pasadizo entre su imaginación y la verdad que, a partir de entonces, torna imposible saber dónde estás parado. Se los recuerdo: el narrador de la historieta original era un guionista de historietas llamado Germán, como él mismo se llamaba, y El Eternauta reproducía la historia que Juan Salvo en persona le había referido, la noche que se materializó en su casa de Zona Norte. Pero ese Germán no se contentaba con registrar la historia de Salvo y contárnosla a nosotros. Después de oírla, no podía permanecer indiferente. Y por eso se sumaba a la resistencia. Como dije en noviembre: "En el Eternauta del '76 (su segunda parte formal), el guionista y narrador... participa de la lucha, codo a codo con Salvo. Ya está adentro de la historia. (Y de la Historia.) Jugado, como se jugó Oesterheld, como se jugó Walsh".

 

Germán. el guionista que vive dentro de su propia historieta, y Juan Salvo.

 

En ese sentido, el destino del Viejo puede ser leído como prolongación de la historia que cuenta El Eternauta. Porque después de escribir y publicar la versión original, que narraba una resistencia simbólica, decidió integrarse a la resistencia real, y pagó las consecuencias en este mundo. Y ahora llega la serie a continuar la historia, en un ámbito donde las diferencias entre la ficción y lo real están difuminadas de un modo deslumbrante. Porque la ficción está incidiendo sobre lo real, empezando a modificarlo. Y no hay mejor prueba de ello que los afiches de la serie que siguen en la calle, intervenidos por afiches más pequeños que les pegotearon encima, reclamando por el paradero del Viejo y de sus hijas. Una ficción, un producto cultural, irrumpe en la realidad, revienta su cuarta pared, para recordarnos que el país, y en particular el Estado, nos debe justicia y la recuperación de los restos del Viejo, que merece, como cualquier mortal, un lugar donde llevarle una flor.

 

 

Si esto hubiese sido orquestado por Netflix, habría que admitir que cuenta con un genial equipo de marketing. Pero esto no es cosa de Netflix, sino de la realidad que se apropia de, y reescribe, la ficción. Eso es precisamente lo que Oesterheld anhelaba: que tomásemos su historia pero no para regresarla a la biblioteca, sino para hacerla carne, volverla combustible de la transformación del mundo en un lugar mejor, donde el odio cósmico no tenga cabida.

(Hasta aquí machaqué con la idea de que lo que ocurra con la serie excede la voluntad de sus creadores. Pero me atrevo a aventurar que, de algún modo, Stagnaro & Co. saben que su obra operará sobre la Historia con hache mayúscula, del mismo modo en que –creo— el Salvo del '25 sabe que también ha sido el Salvo del '57 — que ya ha formado parte de una resistencia similar, hace casi 70 años.)

No sé si se notó, pero estoy feliz de que exista la serie. Más que feliz: transfigurado. Porque, como dije en noviembre pasado, "cada vez que leemos El Eternauta o pensamos en esa obra o en su autor, estamos colaborando a completar su aventura". Y ahora que podemos verla además de leerla, somos millones los que consideramos completar su peripecia.

La cosa está fulera, ya lo sé. El gobierno de Milei es como la nevada del relato: cayó cuando hacía calor, y la gente que salió a recibirlo como una bendición se quedó seca. Pero a esta altura paró de nevar y hay que salir a las calles, organizar la resistencia. Recursos no sobran, pero sí el ingenio y la creatividad. El golpe fue duro pero, diría Favalli, lo esencial es reconducir esa fuerza para que empiece a jugar en nuestro favor. Y cuando el péndulo bascule en la dirección deseada, habrá que poner el hombro para que el Sur se convierta, definitivamente, en el nuevo Norte.

 

 

 

 

Un legui, una ginebra y una picada

 

Históricos almacenes de campo y pulperías renacen en la pampa húmeda


En tierras bonaerenses y entrerrianas, las tiendas de ramos generales se reinventan con la gastronomía criolla en un ambiente de antaño en plena nada.

 

Por Julián Varsavsky

 

 

José María Larralde en la pulpería de Cacho di Catarina en Mercedes.

José María Larralde en la pulpería de Cacho di Catarina en Mercedes.. Imagen: Gentileza

En el siglo XIX un censo bonaerense de pulperías y almacenes de campo arrojó la cifra de 350. Algo similar sucedería en Entre Ríos con esos “clubes de gauchos”, como los llamó Sarmiento, el único lugar social de encuentro en kilómetros a la redonda. Nunca se extinguieron y algunos renacen desde una necesidad de los nativos de la ciudad de la furia: escapar al campo y jugar a viajar en el tiempo. Página/12 salió de gira a redescubrir algunas de esas cápsulas del tiempo donde se come sin lujos ni platos light, a puro sabor criollo.

Sabor entrerriano

Francou es un almacén de ramos generales bien entrerriano, rodeado de campo y vacas: frente rectangular blanco de ladrillo asentado con adobe y puerta doble en el centro. Y ya: no hacía falta más para llamar a los parroquianos de la zona que sabían dónde quedaba la única proveeduría en kilómetros a la redonda. Desde hace 118 años, está en las afueras de Villa Elisa, partido de Colón, Entre Ríos. Olga Perroud es la anfitriona: “los Francou eran abuelos de mi marido, quienes llegaron al pueblo en 1907 y pusieron este almacén que proveía alimentos, ropa y herramientas de trabajo. Ya vamos por tercera generación con el negocio, el único que quedó en la zona; esto era el shopping; se vendía una gran diversidad de cosas, la gente venía una vez por semana. Además tenía un bar”.

El almacén mantiene su mobiliario como en una cápsula del tiempo, en especial su gran mostrador con estantes de madera hasta el techo. La familia guarda sus reliquias: el papel de habilitación de 1907 y un libro de propaganda del Plan Quinquenal de Perón de 1950. Olga arranca y no para: “Estamos abiertos todos los días desde el primer día de manera ininterrumpida: mi propio abuelo fue el primer cliente del almacén, cuando lo abrió el abuelo de mi marido; el cliente más antiguo viene desde 1960 cuando tenía 11 años. Y mirá esta foto tomada acá mismo el 25 de mayo de 1910 festejando el centenario de la patria; fijate ese hombre de la foto, que estaba por jugar al truco; tiene unos naipes, el otro agarra la botella y porta un revólver. ¡Esos están todos de joda acá! Y entre ellos están mi abuelo y el de marido. Para el 25 de mayo de 2010 reconstruimos la foto en el mismo lugar con los descendientes. Y ves que la pulpería no cambio nada: la misma mesa --¡los trucos que tendrá esa mesa!--, la misma ventana, el mostrador. En lugar del revolver está el celular. No son las mismas botas y ahora usan jeans, pero se conserva la misma sangre”.

En Entre Ríos, el almacén Francou.

Olga abre una tapa de madera en el suelo y aparece la boca del sótano. Al bajar de espalda por la escalera, el tiempo también está detenido allí: “como no había heladera, todo se conservaba bajo tierra; este era el refrigerador de los alimentos, ahí tenés la fiambrera con tela metálica, los cajoncitos para los bulones; acá teníamos la grasa y los toneles de vino; esta es la roldana para subir las cosas”.

Hace unos años, el negocio flaqueaba y se les ocurrió apostar al turismo: “nosotros no esperábamos este éxito. Acá cerca están las termas de Villa Elisa. Tuvimos que arreglar cosas, trajimos esta batea para el vino que era de mis bisabuelos; y esta amasadera para la carne donde hacían los embutidos, la máquina manual de picar carne, otra de embutir salames, los moldes para los quesos… ¡y mirá qué belleza esa damajuana! Nuestros abuelos tenían 4500 hectáreas de vides acá”. Hoy ofrecen aquí café, té, mate cocido, pan casero, dulce, manteca, pastelitos, picadas de campo y vegetarianas, salames, bondiolas, variedad de queso y huevos de codorniz. También empanadas y vino casero “hecho en casa”. Hay mesas y abren todos los días salvo los domingos: “son sagrados para la familia”. Ellos viven atrás, como los almaceneros de antaño.

Aun hoy viene gente de campo en alpargatas y boina vasca, sobre todo peones de campo que juegan al truco y son como de la casa: pasan del otro lado del mostrador y se sirven. Incluso gente de la zona viene con sus productos y hacen trueque sobre el mostrador.

Una pulpería de 195 años

Al acercarse al río Luján, en las afueras de la ciudad bonaerense de Mercedes por la Av. 29, se divisa de lejos una caña de 5 metros clavada en tierra con la bandera argentina, la señal de La Pulpería de Cacho di Catarina que ha cumplido 195 años y es gestionada por la misma familia en cuarta generación desde 1910. Aun algún paisano llega a caballo y lo ata al palenque para entrar al rústico rancho de ladrillos a la vista asentados en adobe y cal. En el interior con techo de tirantería de madera y piso de baldozones, un largo mostrador precede a una pared completa con estantes hasta el techo, un gran mueble intocado en un siglo: los productos están cubiertos por sucesivas capas de telaraña y polvo que desdibujaron las etiquetas. El “rincón de las botellas de más de cien años” fue armado por el bisabuelo de Fernanda di Catarina, quien recibe a Página/12: “esas son las huellas de mi bisabuelo Salvador Pérez Méndez y por eso no hemos tocado las botellas nunca más”. Un ojo entrenado vislumbra allí botellas de caña Montefiori y de grapa Lagoriu. Las mesas son de antiguo roble rústico con sillas y banquitos “pata abierta”. La decoración acumula la moda popular de cada década del siglo XX: posters de Boca de 1935, latas de galletas, jabones en cajita de cartón y publicidades viejas. En las paredes descascaradas cuelgan cartones con dichos: “Si de chico no trota, de grande no galopa”.

José María Larralde, guitarrista de la pulpería de Cacho di Catarina en Mercedes.

Hay mesas dentro del edificio y atrás, a la sombra de árboles o bajo el alero de una galería con cenefa de chapa recortada donde suenan chacareras. Este era el patio de la abuela Ifigenia –los antiguos pulperos vivían aquí-- donde han rebrotado la parra centenaria y rosales. En un lateral está el asador donde crepitan costillares y trozos de vacío con el saborcito ahumado de la leña de algarrobo; y hay discos para azar las papas rústicas con cúrcuma. En días patrios hay locro y comidas de olla en invierno. De entrada hay picadas con  salame quintero mercedino, queso y bondiola con galleta de campo; o empanadas fritas en grasa --receta histórica de Cacho, “el último pulpero”-- con un leve picor. Y hay pastas caseras. Hoy la pulpería es un lugar para almorzar, suculento y criollo. Un personaje del lugar desde hace 20 años es José María Larralde, guitarrero y payador que un rato charla con la gente, otro canta milongas pampeanas y zambas. Y cede su guitarra a quien se ofrezca, sin ambiente de show, sino guitarreada. Cuenta que “esta pulpería se ha inundado cincuenta veces, pero resiste; una vez mi amigo Cacho estaba acá en plena inundación con el agua a las rodillas y vinieron los del canal de TV en bote; en plena entrevista les dijo ´esperá un cachito se me está yendo flotando el banquito´; lo atajó y siguieron charlando”.

La pulpería fue adquirida en 1910 por el abuelo de Cacho di Catarina. Tanto Cacho como su madre nacieron en este rancho, al igual que otros de su tiempo, divididos en dos partes: la morada del pulpero y la pulpería. Esos negocios surgieron en la amplia soledad pampeana, en cruces de caminos. Fueron el primer cobijo de esos hombres semierrantes en busca de provisiones. Tenían al frente una caña tacuara con bandera blanca indicando que había alcohol; si flameaba una roja, habían carneado.

Alguna vez esto fue pleno campo. Hoy es las afueras de Mercedes junto al río, donde pasa gente a caballo con bombacha de campo, boina y alpargatas. Hace 20 años --en una entrevista con Página/12-- Cacho hizo un poco de historia: “El mismísimo Juan Moreira pasó alguna vez por este lugar y acá tengo su pedido de captura de 1868 que reclama por un sujeto ‘de 28 años, estatura regular, color blanco colorado, pelo rubio, barba muy rala y ojos pardos que viste chiripá y monta un caballo colorado malacara´. Yo no puedo viajar, pero el mundo viene a mí: acá estuvieron la RAI italiana, la BBC y la NHK de Japón. Y trabajé en la película Don Segundo Sombra como pulpero de mi propia pulpería. Ese personaje de la vida real retratado por Güiraldes, fue cliente de mis abuelos”. Hoy estas historias las cuentan sus sobrinas.

Abre los viernes de 11 a 15 hs; sábados, domingos y feriados de 12 a 18 hs. Conviene reservar por WhatsApp: +54 92324 498741

La Pulpería de Payró

Roberto Payró es un pueblito bonaerense de 120 habitantes. De su viejo esplendor queda la única estación de tren de madera de la provincia, en desuso desde 1980 cuando se cerró un ramal del Roca que llegaba a este rincón del Partido de Magdalena, a 113 km de CABA (autopista a La Plata). Con el tren cerró su pulpería de paredes de ladrillo con barro calcáreo creada en 1875: los que lo esperaban eran los clientes. La gente de los campos cercanos traía tambos con leche y otros productos de granja que se iban en el tren. A una cuadra quedó para siempre una camioneta Rastrojera naranja que no anduvo más. Y el último pulpero puso un cantado y se fue: puertas adentro, el tiempo se detuvo. Hasta que en 2005 un matrimonio platense le compró el boliche a los descendientes, para disfrute de fin de semana.

Marcela Pantanetti recibe a Página/12 abriendo orgullosa las dos hojas de madera de su pulpería. Al entrar, el cambio de dimensión no es tan tajante: en las calles desiertas con gallinas de Payró, el tiempo también está detenido: el único vehículo a la vista es la Rastrojera y pasa un hombre a caballo, con boina y alpargatas. Algo no encaja aquí con el siglo XXI. La anfitriona cuenta su historia: “veníamos en familia los findes y se acercaba gente paseando que nos pedía algo de comer; como tenemos el horno de barro, siempre cocinábamos y si teníamos, les vendíamos por cortesía. Pasaban y veían los mostradores de madera y quedaban asombrados, pedían que la abriésemos al público. Al final terminamos compartiéndola con el público; tenemos 5 hectáreas con bosquecito de pinos, pusimos mesas y viene gente sábados y domingos de 11 a 18 hs”.

La pulpería del pueblito de Payró.

Algunos vienen a pasar el día completo con su mate, al aire libre: hay quien trae su hamaca paraguaya y busca dos troncos, otros la reposera o la lona. La especialidad son las empanadas en horno de barro. Y hay platos como cazuela de bondiola braseada al disco, guiso de lentejas, mondongo a la olla y bondiola braseada. Para saborear un asado hay que encargarlo de antemano y para garantizarse una mesa, conviene reservar: +54 9 2215 647989 

Cada tanto aparece por la pulpería Don Rubincho --75 años--, el anterior dueño. Y cuenta la historia de dos gauchos que una vez se pelearon en la pulpería por una deuda: uno sacó un cuchillo y el otro se defendió con una alpargata de las de antes, que eran muy duras. Este último –según Rubincho-- “tenía una habilidad tremenda; no sabés como le pegaba al otro, que se escapó por la otra puerta ¡El de la alpargata ganó la pelea! Después se amigaron otra vez”.

Aquella pulpería –que fue cambiando de dueño y nombre-- funcionaba como correo y recibía el diario. Hoy la decoración a lo museo de campo incluye balanzas, tarros de leche de aluminio, sifones, botellas de ginebra Bols, diarios de la década del ´50, máquinas de escribir, tocadiscos, latas de galletitas Bagley, botellas Crush, el poster del Diego eterno.

Sin planearlo, sin quererlo, el matrimonio de Marcela y Pablo dejó casa y ocupaciones en La Plata y están a punto de instalarse a vivir aquí. Ella hoy es contadora y pulpera, un oficio que se está reinventando: “¡te aseguro que es mucho más gratificante!”. A veces –los días de lluvia— gente del pueblo viene a caballo, lo ata al palenque, da las buenas tardes y pide una caña con ruda porque “ahuyenta las malas ondas”.

En el campo de Navarro

A 4 km del pueblo bonaerense de Navarro por un camino de tierra, la historia de La Lechuza refleja el proceso histórico de un almacén de campo que devino en boliche y luego restaurante. Oscar Rivas lo gestiona con su esposa Eli Irigoyen y cuenta esa evolución: “ese quincho con techo de paja lo levantaron mi abuelo con mi viejo como ayudante de albañil en 1938, sin pensar que de adulto mi papá iba a ser dueño de ese almacén de campo, que es algo distinto a una pulpería y a un boliche. La pulpería era un rinconcito donde la gente chupaba: se iba a tomar. El almacén de ramos generales era el que tenía de todo. Y el boliche era algo que estaba entremedio: un almacén con copas. En un rincón estaba toda la mercadería. Y había otro para servirse copas y jugar cartas. Se le llamaba boliche a eso. Las pulperías fueron desapareciendo y quedaron esos boliches de campo muy bien ubicados. Cuando se hizo este, en la zona ya estaba la fábrica de lácteos: había mucha gente y faltaba el boliche para aprovisionarse y socializar. Entre la gente lo ayudaban a mi abuelo a levantar las paredes, querían el boliche que les evitaba ir al pueblo. Después, ese boliche le daba el nombre a la zona: “vamos para La Lechuza”. Décadas más tarde, esto se había convertido en una tapera. Mi papá trabajaba de quesero en una fábrica de lácteos que cerró; esto era parte del campo y el dueño le dijo ´¿por qué no te agarrás el boliche y probás? Y así fue. Vino mi vieja, mi viejo, yo y mi hermano. Eso fue en 1967. Yo era el ayudante del almacenero desde los 9 años; esta era una zona tambera y venía gente en sulki, a caballo, a pie y pocos en auto. Acá teníamos de todo. Yo despachaba el carbón, el kerosene, las papas, todo lo más feo me tocaba a mí. Se aprovisionaban después de trabajar en el campo y tomaban una ginebra antes de ir a casa. Acá jugaban a las bochas, al truco, al fútbol. Y como mi viejo nunca dejó jugar por plata, se jugaba por el Gancia o la comida que hacían mis viejos. Se juntaban a jugar y así fue como empezaron a comer los parroquianos. Vos desde acá no ves casas pero hay muchas, no están cerca”.

La Lechuza en Navarro, clásico boliche de campo.

El giro actual al negocio se lo dio Oscar cuando aún estaba en manos de sus padres: “la gente empezó a tener auto y se iban a comprar todo a Mercedes; los que compraban acá eran los que menos plata tenían y como eran clientes de toda la vida, se les fiaba; algunos después no pagaban porque no podían; así que les dije a mis padres que basta, saqué todas las estanterías con un martillo y se acabó el almacén: a partir de entonces, se dedicarían solo a la comida, pasamos a ser boliche. Fuimos pioneros en la modalidad ´tenedor libre´ que mantenemos hoy. En el quincho hay aire acondicionado y mesas, y tenemos otras al aire libre a la sombra de fresnos y eucaliptus. Cobramos como mis viejos: ´por cabeza´. La idea es que coman mucho y se queden desde las 11 am a las 6 pm”.

La entrada es una bandeja con quesos saborizados con aceite de oliva, ají y orégano; salame, cuerito de cerdo hervido con chimichurri, paté de pollo, morrones agridulces y galleta de campo. La segunda entrada: empanadas de carne. El primer plato es pollo de campo alimentado con maíz, al horno de barro con receta secreta familiar. El segundo son ravioles de acelga con salsa de tomate. De postre, flan con dulce. Y de merienda, café con pastelitos de membrillo. También las bebidas son libres: vino, soda, gaseosas, cerveza y una mesa de botellas de Gancia, Cinzano y Termas.

“Este es el menú de siempre desde tiempos de mi mamá y si todo funciona perfecto hace 40 años, para qué lo voy a cambiar”, dice Oscar muerto de risa y agrega: “la manera que tenía mi vieja de demostrarte afecto era a través de la comida. Nos lo hacía nosotros y terminamos todos panzones. La comida era muy importante y quería que comiéramos mucho: nosotros esperamos lo mismo del visitante. Si se van temprano, sería que no les gustó la comida”.

Abre sábados, domingos y feriados al mediodía. Los domingos hay cantante y en un día normal puede haber 250 personas (sábados es más tranquilo). El que quiere aparta su mesa y tiene intimidad. Conviene reservar: (+54 9 2227 411397) 

En Villa Elisa, un bodegón de campo

Frente a la plaza central del pueblo bonaerense de Villa Elisa –rodeado de un verde boscoso y casas quintas— cerca de La Plata, la esquina tiene un añoso edificio blanco al que se entra por la ochava y conduce a una cápsula del tiempo sibarita llamada El Boyo. En el siglo XIX fue almacén de ramos generales que proveía a estancias y mansiones de veraneo de las familias Uriburu, Pereyra Iraola y Bell. Luego fue billar y cayó en el abandono. Hasta que el chef Lisandro Arnold lo reacondicionó manteniendo la arquitectura y agregando una sala de ambientación tanguera: un sector revive un cafetín de comienzos del siglo XX. Porque en Villa Elisa nació en 1904 Mercedes Simone –la dama del tango-- compositora y cantante que llevó el 2x4 por el mundo: aquí la homenajean. En esa sala hay una gran araña de cristal, un mostrador negro con guardas doradas, un gran espejo que dice “Los Cafetines”, piano y un luminoso vitreaux. Una pared está llena de fotos ligadas a la historia del tango, como una de Gardel con las rubias de New York, quien a su vez llena el ambiente de melodías. Hay gramófonos, cortadoras de fiambre antiguas, sifones y discos.

Delicias en El Boyo, cerca de La Plata.

El otro salón de este espacio en dos dimensiones es menos galante y más campero: techo de madera, piso de baldosones, un largo mostrador en “L” con las estanterías hasta el techo, y una decoración de láminas con propagandas de Fanta, Molinos, Bazooka, Cinzano y Aceite Cocinero. La colección de objetos: bicicletas antiguas colgadas del techo, teléfonos, faroles, balanzas y un proyector de cine. Y en la calle, sobre la vereda, un surtidor de nafta Shell, una bañadera con patas de león y toneles de vino. Hay mesas bajo los árboles y un rasgo central es la abundancia en los platos. De una caramelera de cristal de las de antes, los chicos se sirven solos –están invitados-- y una especialidad son las picadas de mariscos fritos: langostinos, mejillones, cornalitos, rabas y papas fritas (con media, comen tres). Y está la picada de fiambres que viene incluso con queso gruyere. La empanada de pollo a la crema de puerro ha sido premiada y la de langostinos ha ganado fama. La masa de las pastas y las pizzas –el boyo previo— sono fatti in casa. La pizza es al horno de barro y las hay tan singulares como una de vegetales asados y otra de camarones. El plato más campero de este bodegón de campo es el guiso de lentejas. Uno de los postres tiene nombre largo: “Chumbaso que explota en tu mesa”. Es media pelota de fútbol de chocolate con helado, nueces, almendras, chispas negras y blancas, confites, frutillas, frutos rojos, charlotte y brownies. Al fin y al cabo, nadie viene a El Boyo a autocontrolarse, sino a una suerte de festín de argentinidad culinaria, en el más diverso sentido del concepto.

Abre todos los días hasta medianoche y en fin de semana conviene reservar: Tel: 0221-6080927

Embutidos mercedinos en lo de Cacho di Catarina.