Apuntes, cartas y recuerdos de Lucía Berlin, la cuentista mezcla de Janis Joplin y Doris Day
En la película Nunca en domingo (Jules Dassin, 1960) la espléndida Melina Mercouri encarna a Ilya, una prostituta que ejerce su ancestral oficio de lunes a sábado en el puerto del Pireo. En su día libre (de ahí el título del film) agasaja a clientes y amigos con una fiesta cuyo punto culminante es cuando ella relata una tragedia griega. Crueles y sangrientas, en la versión de Ilya las geniales piezas teatrales helénicas tienen final feliz, con todos los personajes yendo a un picnic a la playa. La banda musical, Los Niños del Pireo, de Mános Hatzidákis, es célebre.
Raro optimismo que ha merecido tan múltiples como ociosas explicaciones, este rollo del happy end y/o el enroque del final, de modo alguno es exclusivo del modo griego de hacer las cosas; se entronca en todo caso con una solución —como la canción— infantiloide, no inventada aunque sí popularizada por los yanquis. Fórmula no siempre destinada a edulcorar la bilis, en la literatura cobra estatuto de excepcionalidad en la pluma de Lucía Berlin (Alaska, 1936-Marina del Rey, 2004), desplegada en los setenta y seis cuentos que constituyen su singular obra. La reincidente injusticia post mortem la catapultó a la fama en 2015 con Manual para Mujeres de la Limpieza, reivindicando ese talento por pasar de lo escabroso a lo banal — que hace doblemente tremendo lo escabroso.
Parte de una “personalidad optimista empedernida” hecha estilo, transfiguración de una neura: “Es una resaca de la Segunda Guerra Mundial y ese afán de escribir únicamente cartas alegres. Solía pasarme horas pensando (con desesperación) cualquier cosa más o menos alegre que escribirle a mi padre”. Confesión que reúne los principales nudos del lazo que enreda vida y escritura: la resaca del alcoholismo de la madre y el propio, el padre en la guerra, la desesperación, el pensamiento. Rara cruza de los rasgos salientes de sus casi contemporáneas: la vida personal de Janis Joplin con el semblante de Doris Day (millenials abstenerse), la escritura de Berlin concentra el Technicolor con el que soñaba buena parte de la sociedad norteamericana a mediados del siglo pasado, sumada a la polución imperialista de la ideología de posguerra con que se disfrazaban las miserias, materiales y de las otras. Entonces, por un lado, una descripción de los Estados Unidos profundo que acaricia lo sórdido y, por otro, la pátina sarcástica que le otorga un fugaz brillo al iluminarla con su travieso reflector. “Alucinante, en el Western Skies, un gran escenario que parecía un decorado de Hollywood de Las Vegas, piano de cola y maitres y texanos ricos insultando a la banda, californianos ricos intentado ligar con las camareras. Los músicos están tocando juntos sin parar, creando juntos esa música, mientras hay un marica intentando sobornar al pianista y una camarera enamorada del bajista, que es joven y tiene miedo de la camarera y el marica. Un cubano está intentando tocar la guitarra y todos los músicos hablan de quién toca dónde y se preocupan por quién está intentando quedarse con el trabajo…”
Comentarios al pasar, descripciones ocasionales que no forman parte de ningún cuento aunque bien lo ameriten, engalanan Bienvenida a casa, el flamante volumen que reúne recuerdos autobiográficos de los distintos lugares en los que la autora vivió desde la infancia y abarcan prácticamente un cuarto de siglo. Luego, una sucesión de cartas, la mayor parte de ellas enviadas a una pareja de amigos artistas, los Dorn, entre 1959 y 1965. Mientras que en la primera parte Lucia Berlin despliega toda su madurez literaria en la que un lenguaje irreverentemente comparado con el de Raymond Carver (Oregon, 1938- Washington, 1988) confabula el más hondo —e instintivo— análisis sociológico con la menos naif de las poesías naif, la segunda parte adquiere la fresca candidez de lo epistolar. Dado que se cuentan nada más que las cartas enviadas por Lucia, al lector le quedan flotando, por lo menos, algunas dudas: referencias a lugares o personajes ignotos sobreabundan en textos donde lo cotidiano nunca llega a solapar lo literario ni alcanza a poner en su lugar cierta coherencia. En un par de pasajes, como en el mentado del Western Skies, aflora toda la potencia narrativa de Berlin que, para ser atrapada, requiere trasegar demasiadas páginas de cotidianeidades circunstanciales.
“Buddy seguía encogido y temblando muchísimo en el asiento de delante”, es la última, postrera frase que escribe Lucia en Bienvenida a casa, la primera, la mejor e ineludible parte. Allí se topa con la propia muerte y deja inconcluso el libro que tal vez hubiese sido una muy personal primera novela. La edición publicada en estas playas replica la española, traducida al madrileño medio por la barcelonesa Eugenia Vázquez Nacarino, filiación que explica la reiteración de la voz “¡una pasada!” a fin de denotar algo notable o asombroso, entre tantos otros modismos y construcciones gramaticales ajenos tanto al rioplatense básico como a la exquisita y nada chabacana prosa de Berlin. No obstante la erosión de retinas que la traslación desata, arribar mas no sea por vez primera a los relatos de esta mujer que prontamente será personaje principal de un inminente film de Pedro Almodóvar, resulta en sí misma una aproximación a una escritura femenina, prejuiciosamente monopolizada por los especialistas en el neorrealismo norteamericano de los años ’50, esta vez en el renuente espacio que se abre entre los beatniks y The Beatles.
FICHA TÉCNICA
Bienvenida a casa
Lucía Berlin
Buenos Aires, 2020
186 pags.
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