Por Horacio
González*
(para La
Tecl@ Eñe)
No sé si lo escuché decir, o ahora que
estoy muerta lo estoy soñando. Siempre se deja una huella en la vida. Pero mis
huellas, aunque no me avergüenzan, son muy extrañas. ¿Quién podrá descifrarlas?
Soy apenas una sombra de hollín en una pared, bajo un viaducto. Permaneceré
unos días, difusa e informe. Si ese manchón que yo fui tiene suerte, se
prolongará todo lo que la prisa de los empleados de limpieza disponga. No me
sorprende mi muerte porque si algo puedo recordar, con el esfuerzo que eso
significa, es una precaria casa de chapas en un barrio lejano. Por lo menos,
muy lejano de este viaducto que ahora me acoge. No es lo mejor, pues si se
entiende una casa como protección del viento, del frío, de la lluvia o del
fuego, solo un pobre puñado de esas cosas me tocó en suerte. Bajo el viaducto
no llueve, pero hay mucho viento. El frío está contenido por algunas frazadas,
y cuando pasa el camioncito de la Asamblea, hay un plato de comida y me
preguntan si preciso algún abrigo. ¿Ir a un Albergue? Estuve, pero me recordaba
a una cárcel.
Alguien como yo recuerda cárceles,
encierros. Cierta vez tuve una ráfaga de inspiración, y sin saber si hacía bien
o mal, me fui. Qué bueno sería si la ciudad fuera una vivienda. Puentes,
plazas, zaguanes. Pero hay que acostumbrarse al paso de los automóviles, uno
tras otro, que producen un pequeño temblor acompasado en el puente de hormigón.
Me sirven de reloj, es mi minutero, mi vida pasa al compás del tiempo que
marcan los neumáticos sobre la raya alquitranada. El tiempo es diferente
siempre. Recuerdo una escuela y alguna vez que canté una canción, y siempre que
pienso en ello me siento feliz. Febo asoma decía. Solo eso me ha quedado, y
también saber que Febo es otra manera de llamar al Sol. Acá, bajo el viaducto,
no veo ningún sol, solo me consuela Febo, que es mi amigo y si tuviera un
perrito, como tienen en general los que ahora están recostados como yo sobre la
vereda, entre unos tarritos, uno platos y una olla renegrida, le pondría como
nombre Febo, Febo vení para acá, anda para allá, no duermas encima de mí. Pero
aquí el sol no asoma y yo no puedo explicar porque llegué hasta aquí.
Todas las imágenes de mi pasado están
borrosas, la villa, los pequeños negocios, los golpes que recibía en cualquier
lugar en que intentaba ponerme. Abandoné y me abandonaron, recibí la ofrenda de
cachetazos que no podían ser desviados. Era habitual ver tanto la solidaridad
como el grito destemplado, la ayuda mutua como la orden de riesgo. “Y si no,
andate a dormir al Viaducto, hay muchos en la Ciudad”. Hice más que ir a
dormir, conocí el fuego sobre mí. Se proyectó mi cuerpo ya desvaído sobre
esa pared, quedó una mancha que parece de alquitrán, pero fue mi contorno, mi
perrito ilusorio y el propio Febo lo que quedó en ese frío cemento, rociado por
lo que yo fui. A veces los cuerpos tienen un contorno que cuando desaparecen,
siempre se respeta, aunque sea en forma tosca, dibujado sobre un cartón, lo que
le da mayor dramatismo. Brazos abiertos, piernas distanciadas, una cruz los
brazos y un ángulo las piernas. Pero el mío fue puro carbón; eso sí que no
sabía. Que una vida se carbonice, es sorprendente.
Al principio se siente mucho calor, es
insoportable pero dura poco, luego el fuego hace tranquilamente su trabajo
hasta que alguien llama a los bomberos y limpian todo menos mi conciencia de
hollín debajo de la ruta donde pasan muy rápido los autos. Lo que no me
explico, ya que fui expulsada de un villorrio, alguna vez de una escuela y muy
pocas veces recibida como persona, es por qué razón alguien eligió no solo
expulsarme otra vez, sino disolverme usando el fuego. ¿Es que mi cuerpo
precisaba esa gasolina, que primero la sentí fría y con el olor de riesgo que
se siente en las estaciones de servicio? Sentí los pasos del que se acercaba
con un bidón, luego un encendedor con su seco chasquido, como el de quien
enciende un sigiloso cigarrillo. Y luego, les aseguro, un intenso dolor, pero
muy breve. No me impidió escuchar los pasos de alguien que salía corriendo.
¿Quién decidió quemarme viva? Ahora que soy solo unas gotas de cenizas que
ennegrecen la pared puedo hacerme las preguntas de mi destino. ¿Quién podía
odiarme hasta ese punto si yo no tenía nombre y sigo sin tenerlo? ¿A quién
insultaba mi cobija raída? Los que me dijeron andá al Viaducto, querían denigrarme,
pero no me hicieron pensar que allí había sesiones de quema de cuerpos, que
personajes nocturnos veían en los pobres una herejía y en los humillados una
falta de fe.
No sé rezar, pero a alguien tengo que
preguntarle por qué me mandaron a la hoguera en mi dormitorio, recorrido por el
viento gélido de un barrio porteño. ¿Fue una persona en representación de otras
personas, que en una noche de maldición deciden cuántos cuerpos se deben
desechar? Si me dicen que la fue la Ciudad entera que llamó por mi suplicio, no
lo creo. Desde estas paredes desde las que hablo, donde me mandó
transitoriamente el combustible, me quedo pensando quién fui antes de ser humo
oscurecido. Si no les molesta, les dejo mi habitación al aire libre. Pero
intuyo con mi última partícula incendiada, que esta Ciudad se va hundiendo en
su pandemonio del odio. Toda ciudad contiene partes que abrigan un deseo
criminal. Algunos ven sus tanques de nafta, y les pasa por la cabeza una ráfaga
de limpieza racial. Deliciosa manera de vivir con imágenes inusuales que en
general consiguen apartar de la acción, pero no de sus conversaciones
desatinadas.
Pero hay alguien que se anima, que se
sintió turbiamente inspirado por el olor a crematorio y pobreza. Por mí, no se
preocupen, duraré un par de días más extendida como polvillo sufriente sobre un
muro inexpresivo. Aprendí aquí mismo que no se sabe entender del todo a una
ciudad si no se desciende al último escalón, el más sórdido del alma humana. El
humo pegajoso que ahora me lastima sobre la pared anónima que me aloja, aquí
donde ahora yazgo, hace que los diarios digan que soy la anónima mujer quemada,
un alma abolida por una simple llama que incendió mi cuerpo odiado. ¡Viandante,
observe la pared! Quizás ya no hay partículas de mí, pero yo ya soy otra, ya
estoy envuelta en una interrogación que sale de la sangre que ya no tengo.
¿Quién sabe lo que puede un Odio? ¿Quién se anima en nombre de esas tinieblas
del corazón a hacer brasas de una vida? Parece un deporte gratuito de señoritos
o la necedad de abominables alfeñiques. Pero allí están, caminan subrepticios,
con el bidón en las manos y la muerte en el corazón.
*Sociólogo,
escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional.
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