Por Gabriel Rodriguez.
Es una cabeza separada de su cuerpo.
Está en una cruz, en un paraje llamado Quirpinchaca. El pueblo lo contempla
horrorizado al amanecer del nuevo día, y no es cualquier cabeza. Por ello el
horror va creciendo hasta hacerse insoportable.
Es la mirada de Florencio Lupa la que
observa todo desde las profundidades de la muerte; han decapitado al Cacique
del pueblo de Moscari. ¡Y han sido los indios que a él debían obediencia y
respeto!
Las puertas apenas se entreabren en
visillos entre curiosos y temerosos, los mirones apuntan a la periferia de la
ciudad; allí, se dice por las calles, se amontonan miles de indios listos para
entrar en un malón irrefrenable, que amenaza con destruir todo, con pasar a
degüello a cada cristiano llegado en un barco o nacido en la opulencia de su
abolengo. El avance de los sitiadores es inminente, el temor paraliza a los
miembros del Cabildo y a los funcionarios de la Audiencia; a los curas del
arzobispado y a las iglesias y conventos de la ciudad altoperuana de La Plata.
Justamente la pérdida de esa
dualidad, el resquebrajamiento de aquellas relaciones que mantenían vigente la
hegemonía española, y lo que es más importante, su legitimidad imperial y
cultural.
Los españoles no liquidaron el
sistema que hallaron a su llegada a estas tierras. Más bien lo utilizaron para
controlar y afianzar su propio rol hegemónico en la región; inventaron una
compleja mistura de relación entre indios e ibéricos, con la supremacía siempre
inobjetable de los segundos, claro está. Y a los efectos de ejercer su
dominación supieron encumbrar a caciques y jefes étnicos de los antiguos
ayllus; dándoles poder (más aún del que su linaje les confería) ante sus
comunidades, pero, y sobre todo, ante muchos habitantes no indios de los
pueblos y ciudades. Era un hecho que un Curaca con los favores del Corregidor
quedaba en condiciones muy superiores al común de su propia comunidad y más
próximo a las medianas y altas esferas del ordenamiento colonial. En adelante
un interlocutor entre las dos partes que constituían el Virreinato.
Desde 1753 Lupa gobierna el pueblo de
Moscari, con tan solo 23 años este miembro del Ayllu Collana comienza una vertiginosa
carrera en la sociedad virreinal. Algo que llegado el momento motorizará el
descontento general hacia el levantamiento comunal.
Aún siendo una institución
permanentemente auscultada por los españoles, la tradicional unidad social y de
producción inca, el Ayllu, tenía márgenes en los cuales podía seguir
subsistiendo la cultura y la organización de sus continuadores; y, de hecho, ese
era uno de los basamentos para el normal desempeño de las relaciones entre
indios y españoles. El carácter de reciprocidad y administración en vistas del
beneficio del grupo, era un puntal del derecho cacical, independientemente de
que éste hubiera sido escogido por el Corregidor y hallara allí buena parte de
su legitimidad.
Cuando llega 1780 no es la sangre
mezclada de Lupa lo que lo pone en el ojo de la tormenta, sino su largo
historial de accionar en los destinos y la vida cotidiana de sus indios. Su enriquecimiento
personal utilizando su preponderante posición social es lo que lo delata como
un españolado; años de adueñarse del producto comunal, del trabajo colectivo en
las tierras “comunes”. El cacique comerciaba los excedentes campesinos en los
mercados coloniales; vendía mercancía a los indios subalternos en el
repartimiento forzado de productos, que debía acordar con el Corregidor, pues
éste tenía el monopolio sobre ciertos rubros como el hierro y las mulas.
Como todo cacique norpotosino
Florencio Lupa tenía en sus manos la gestión del trabajo obligatorio, pudiendo
negociar con los mitayos de las haciendas su enlistamiento anual, cobrándoles a
cada uno sesenta pesos por ser excluidos de tal obligatoriedad. Otra
prerrogativa de su cacicazgo le permitía separar a niños y niñas de sus padres,
para mandarlos a las ciudades como criados y servicio doméstico a casa de
españoles acomodados.
Es cierto que no todo lo que hacía
Lupa perseguía su enriquecimiento personal. Debía, indudablemente, reproducir
la vida de su comunidad. Y este hecho era indispensable a su vez, para
continuar siendo visto como un buen cacique, como el jefe que velaba y vivía
por y para su Ayllu. Es la percepción de los indios lo que, en última
instancia, definía su legitimidad al frente de su pueblo. Y si tenemos en
cuenta que durante toda su trayectoria supo establecer un nexo importante con
sectores españoles, asociándose más que confrontando con las élites regionales,
tomando unas determinaciones que cuando no asediaban directamente la paupérrima
vida del indio común, no evitaban ni trataban de paliar sus peores sufrimientos
e incomodidades, es lógico el desarrollo de una mirada hostil hacia su figura y
su lealtad.
Existe un hecho que puede graficar en
lo que se había convertido. En 1778 el Corregidor Joaquín Alós, sucesor de
Ursainqui, lo designó como mediador en un pleito comercial en Moscari; el dato
relevante es que no había ningún indio en el conflicto, sino dos hacendados
españoles. Florencio Lupa impartió justicia en la Hacienda de Hipira,
demostrando cuán lejos había llegado su marco de influencia en el sistema de
organización y poder colonial.
Tras veintisiete años de equilibrio
medido y meticulosamente pensado y ejecutado, Florencio Lupa cayó por su propio
accionar y su propia posición largamente construida; no inquieto su muerte por
sí misma a quienes lo tenían como un indio ganado para la hegemonía hispana,
sino por lo que significaba en la sumisión de los colonizados, su plausible
quiebre, el levantamiento de los siempre dominados.
Años de tolerancia fueron colgados en
aquella cruz, en Quirpinchaca. Para que lo vieran todos: españoles,
corregidores, curas, hacendados, otros indios sumisos ante la dominación
virreinal. Para que el propio Tomás Katari escribiera, sin lamentar la muerte
del cacique: “debe saber V.M (el rey) que dicho Lupa era el dilecto de vuestros
ministros por los regalos cohechos que les daba; que Lupa había hecho un caudal
gigante con la sangre que les había robado a los miserables indios.”.
La muerte de Florencio Lupa no era
solamente un llamado de atención a los indios traidores a su pueblo, sino
también una advertencia contundente sobre el agotamiento de una dominación
española ya sin justificación, ni cultural ni ideológica; y la apertura de
otras posibilidades de dirimir el orden social existente, y el nuevo rol de los
indios en él.
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