VATICANO – ARCHIVOS SECRETOS:
El pasado 2 de marzo por decisión del Papa Francisco, se abrieron a todos los investigadores los archivos vaticanos, incluidos “los archivos secretos”, del pontificado de Pio XII (1939-1958), sobre el cual quedó el estigma de no haber levantado la voz ante los crímenes del nazismo. Algunos investigadores pensaban que la apertura de los archivos limpiaría definitivamente la figura de Pio XII. Nada más lejos de la realidad. Los documentos ahora desclasificados, parte de los cuales ya ha investigado el prestigioso antropólogo e historiador David Kertzer, revelan algo peor que permanecer en silencio ante un genocidio. Pio XII y la más alta jerarquía vaticana, no sólo decidieron guardaron silencio “para no incomodar” a Hitler. Aprovechando el caos en que los nazis sumieron a Europa, recuperaron una antigua práctica –delictiva en cualquier sociedad– avalada por la doctrina de la Iglesia: el secuestro de menores judíos para convertirlos al catolicismo y apartarlos para siempre de su familia biológica. Los hechos que pueden leer a continuación tuvieron un desenlace con el triunfo de la justicia del Estado laico en 1953, porque quedaron sobrevivientes biológicos que lucharon por recuperar a los menores secuestrados para ser convertidos a la fuerza en católicos. Es imposible dejar de relacionar esta actividad –delictiva e inmoral–de la Iglesia católica en la posguerra europea, con la implicación que tuvieron en el robo de niños a “los rojos” durante el franquismo, o los niños robados a “los subversivos” en la dictadura genocida de los 70 en Argentina.
El Papa, los judíos y los secretos de los archivos vaticanos
Los documentos revelan las discusiones privadas detrás del silencio del Papa Pío XII sobre la deportación nazi de los judíos de Roma en 1943 y el apoyo de posguerra del Vaticano al secuestro de dos niños judíos cuyos padres habían muerto en el Holocausto.
DAVID I. KERTZER / THE ATLANTIC
David I.Kertzer (Nueva York, 1948) es antropólogo e historiador especializado en Historia política, demográfica y religiosa de Italia. Es profesor de ciencias sociales de la Universidad de Brown, en Rhode Island (EEUU). Entre autor de numerosos libros, entre ellos The Pope y Mussolini, obra ganadora del Premio Pulitzer de Biografía 2015.
A principios de 1953, la fotografía de la detención de una destacada monja apareció en las portadas de los periódicos franceses. Durante las semanas siguientes otros clérigos franceses, monjes y monjas, también fueron arrestados. El cargo: secuestrar a dos niños judíos, Robert y Gérald Finaly, cuyos padres habían muerto en un campo de exterminio nazi. El caso provocó una intensa controversia pública. Le Monde, el principal diario de Francia, dedicó 178 artículos durante 6 meses a la historia de los hermanos, bautizados en secreto por decisión de la mujer católica que los había cuidado, y a los intentos desesperados de los sobrevivientes de la familia biológica para recuperar los menores. Fue una lucha que enfrentó a la comunidad judía de Francia, tan recientemente devastada por el Holocausto, contra la jerarquía católica romana del país, que insistía en que los niños ahora eran católicos y no debían ser criados por judíos.
Lo que no se sabía en ese momento – y que no se podía saber hasta la apertura a principios de este año, de los archivos del Vaticano que cubren el papado de Pío XII- es el papel central que el Vaticano y el Papa mismo, desempeñaron en el drama del secuestro.
El Vaticano ayudó a dirigir los esfuerzos de las autoridades de la Iglesia local para resistirse a los fallos de los tribunales franceses y mantener a los menores ocultos, mientras que al mismo tiempo ocultaba cuidadosamente el papel que Roma estaba desempeñando entre bastidores.
En el centro de este drama estaba un funcionario de la curia del Vaticano que, como ahora sabemos por otros documentos recientemente revelados, ayudó a persuadir al Papa Pío XII de que no protestara después de que los alemanes arrestaran y deportaran a los judíos de Roma en 1943, a “los judíos del Papa”, como se mencionaban a menudo a los judíos en Roma. El silencio de Pío XII durante el Holocausto ha engendrado durante mucho tiempo debates amargos entre la Iglesia Católica Romana y los judíos.
Los memorandos, llenos de lenguaje antisemita, involucran discusiones al más alto nivel sobre si el Papa debería presentar una protesta formal contra las acciones de las autoridades nazis en Roma. Mientras tanto, los sectores conservadores de la Iglesia, hoy continúan presionando por la canonización de Pío XII.
Los documentos del Vaticano recientemente disponibles, ofrecen nuevas perspectivas sobre cuestiones más amplias de cómo el Vaticano pensó y reaccionó ante el asesinato en masa de los judíos de Europa, y sobre la mentalidad que mantuvo Roma inmediatamente después de la guerra, sobre el Holocausto, los judíos, y el papel y las prerrogativas de la Iglesia Católica Romana como institución.
La familia Finaly
Fritz Finaly, médico, tenía 37 años y su esposa, Anni, 28 cuando los alemanes fueron a buscarlos. Habían escapado de Austria, después de que ésta fuera anexada por la Alemania nazi en 1938, y esperaban huir a Sudamérica, pero como a tantos judíos desesperados en ese momento, les resultó imposible encontrar un salvoconducto para llegar allí. Estableciéndose en 1939 en una pequeña ciudad a las afueras de Grenoble, en el sureste de Francia, hicieron todo lo posible para ganarse la vida, aunque Fritz no podía practicar la medicina por las leyes antisemitas impuestas por el gobierno colaboracionista de Vichy, establecido después de la conquista alemana de Francia en 1940. En 1941, nació Robert, el primer hijo de los Finaly, seguido de Gérald 15 meses después. A pesar de la creciente campaña oficial contra los judíos en Francia, los Finalys hicieron que ambos niños fueran circuncidados, de acuerdo con la tradición judía, ocho días después del nacimiento.
En febrero de 1944, conscientes de la intensificación de las redadas de judíos que hacía la Gestapo en su área, los Finaly colocaron a sus dos niños pequeños en una guardería en un pueblo cercano. Confiaron el paradero de los niños a su amiga Marie Paupaert y le pidieron que cuidara de los niños en caso de que los arrestaran. Cuatro días después, los alemanes se llevaron a Anni y Fritz.
La pareja fue transportada a Auschwitz, para no ser vista nunca más.
Aterrada por lo que les había sucedido a sus amigos, y temiendo que los alemanes vinieran a buscar a los niños, Marie Paupaert llevó a Robert y Gérald al convento de Notre-Dame de Sion, en Grenoble, con la esperanza de que las monjas los escondieran. Al considerar que los niños eran demasiado pequeños para hacerse cargo de ellos, las monjas los llevaron a la escuela infantil municipal local, cuya directora, Antoinette Brun, de mediana edad y soltera, accedió a cuidarlos.
Familiares biológicos supervivientes intentan recuperar a los niños
Poco menos de un año después, a principios de febrero de 1945, con Francia ya bajo el control de los aliados, la hermana de Fritz Finaly, Marguerite, que había encontrado refugio en Nueva Zelanda, escribió al alcalde de la ciudad en las afueras de Grenoble, donde Fritz había vivido, para conocer el destino de su hermano y su familia. Cuando se enteró de lo que había sucedido, inmediatamente obtuvo una visa permanente de inmigración para que sus sobrinos se reunieran con ella en Nueva Zelanda. Marguerite le escribió a Brun, la directora de la escuela infantil, para agradecerle por cuidar de sus sobrinos y pedirle ayuda para organizar su viaje. Para consternación de Marguerite, la respuesta de Brun fue evasiva y no dio indicios de que ayudaría a devolver a los niños a su familia. Al mismo tiempo, ocultando su conocimiento de la existencia de algún pariente de los niños Finaly, Brun consiguió que un juez local la nombrara tutora provisional de los niños, que ahora tenían 3 y 4 años.
Al año siguiente, la familia hizo otro intento para que los niños Robert y Gérald fueran devueltos, esta vez enfrentándose a Brun en persona. Además de Marguerite, Fritz tenía otras dos hermanas: una, Hedwig Rosner, que vivía en Israel y la otra, Louise, como Marguerite, vivía en Nueva Zelanda. Fritz también había tenido un hermano mayor, Richard, que se quedó en Viena y murió en el Holocausto. Pero la esposa de Richard, Auguste, había escapado a Gran Bretaña. Auguste, viajó a Grenoble en busca de sus sobrinos y, la mañana del 25 de octubre de 1946, apareció en la puerta de Brun. Le dijo que Fritz había deseado que si algo les pasaba a él y a Anni, sus hermanas cuidaran de los niños. Le suplicó a Brun que mostrara compasión por una familia que había sido destrozada tan recientemente. Para sorpresa de Auguste, Brun se volvió hostil. “A todos mis ruegos y súplicas”, recordó más tarde la tía de los niños, “ella sólo tuvo una respuesta despiadada, y repetía constantemente: ‘Los judíos no son agradecidos’ y dijo que ella “nunca devolvería a los niños”.
Los niños habían sido bautizados en secreto
Durante muchos meses más, Marguerite intentó todas las vías que pudo para recuperar a sus sobrinos.
Envió sus ruegos al alcalde local, al ministro de Asuntos Exteriores francés y a la Cruz Roja. A instancias de Marguerite, el obispo de Auckland (Nueva Zelanda) envió una solicitud a través del arzobispo de Westminster (Reino Unido) al obispo de Grenoble, pidiéndole que investigara el asunto. En su respuesta, en julio de 1948, el obispo explicó que había tenido una larga conversación con Brun, pero ella se mantuvo firme en su negativa a entregar a los niños a su familia. Él mismo no hizo ninguna oferta de ayuda, tal vez influenciado por el hecho de que había descubierto lo que nadie de la familia sabía todavía: cuatro meses antes, Brun había bautizado a los dos niños, lo que significa que, según la ley canónica, ahora serían considerados por la Iglesia Católica Romana como católicos, y bajo la doctrina de la Iglesia Católica no podían ser devueltos a sus parientes judíos. Cuando la familia se enteró del bautismo, pidieron ayuda a un amigo de la familia que vivía en Grenoble, Moïse Keller. Frustradas por la dificultad de luchar eficazmente contra su causa desde el otro lado del mundo, las hermanas de Nueva Zelanda decidieron que sería mejor que la hermana de Fritz en Israel, Hedwig Rosner, tomara la iniciativa.
La Iglesia católica desobedece a los tribunales franceses y esconde a los niños
Con la ayuda de Keller, la familia Finaly llevó el caso a los tribunales, pero durante los años siguientes, Brun siguió negándose a obedecer una serie de órdenes judiciales que le daban a Rosner la custodia de sus sobrinos. Aunque la prensa católica presentaría más tarde a Brun como madre sustituta de los niños, a lo largo de estos años los niños no vivieron con ella sino en una variedad de instituciones católicas. Robert y Gérald contaron más tarde que veían a Brun solo un par de veces al año, en visitas breves. Para ocultar a los niños de las autoridades, en 1952 las monjas que ayudaban a Brun habían acordado colocarlos bajo nombres ficticios en una escuela católica en Marsella. Para entonces, los niños tenían 10 y 11 años.
Un documento del Vaticano recién descubierto proveniente de fuentes de la Iglesia en Grenoble ofrece información sobre estos meses, y señala que en julio de 1952 un tribunal local confirmó la tutela de sus sobrinos a Hedwig Rosner, y ordenó a Brun que entregara a los niños al representante de Rosner, Moïse Keller. Brun se negó nuevamente.
El documento del Vaticano señala: “Su actitud, motivada por su conciencia del hecho de que los niños son cristianos, es aprobada por Su Excelencia el Cardenal Gerlier”, el arzobispo de Lyon, la arquidiócesis de la que Grenoble forma parte. También en este momento, la Madre Antonina, superiora del internado asociado al convento de Notre-Dame de Sion, asumió el papel principal en la ocultación de los niños. Ella fue apoyada, según el relato proporcionado por Grenoble al Papa, “por las directivas de Su Excelencia el Cardenal Gerlier”.
En noviembre de 1952, el tribunal francés local decidió suspender su orden de que Brun presentara a los niños Finaly, a la espera de una decisión del Tribunal de Apelaciones de Grenoble programada para enero de 1953. En ese momento, el cardenal Gerlier estaba cada vez más inquieto por la posición en la que se encontraba. La prensa se había hecho con la noticia. Ahora, mientras le escribía al Papa a mediados de enero de 1953, en una carta encontrada en los archivos del Vaticano recién abiertos, temía la reacción de la prensa. “La gravedad del problema resulta notablemente del hecho de que se está creando y creciendo una profunda agitación de la opinión pública en torno a este asunto.
“La prensa judía, la prensa anticristiana y muchos de los principales periódicos neutrales se están ocupando de esta cuestión. Los comunistas de Grenoble también se están involucrando “, escribió.
Luego, el arzobispo se dirigió al Papa y al Santo Oficio en busca de orientación: “En estas condiciones, si se le aconseja a uno que se niegue, pase lo que pase, a devolver a los niños, que pertenecen a la Iglesia por su bautismo y cuya fe, con toda probabilidad, difícilmente sería capaz de resistir la influencia del medio judío si regresaran… El asunto, concluyó el arzobispo, es “extremadamente urgente”.
La Inquisición cambió de nombre pero no de doctrina
El Santo Oficio, una de las principales congregaciones que conforman la curia romana, fue fundada como Congregación de la Inquisición Romana y Universal en el siglo XVI como parte de la batalla de la Iglesia contra la herejía. A principios del siglo XX, cuando se lo conocía simplemente como el Santo Oficio, continuó funcionando como el organismo del Vaticano responsable de garantizar la adhesión a la doctrina oficial de la Iglesia. Cambiaría su nombre una vez más en 1965 y ahora se conoce como la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Durante siglos, una de sus funciones había sido asegurar que los niños judíos que fueron bautizados no cayeran en el pecado mortal de la apostasía al regresar a su fe judía.
Aunque en circunstancias normales se consideraba ilícito bautizar a un niño en contra de los deseos de los padres, una vez que un niño era bautizado, ya fuera lícita o ilícitamente, el bautismo se consideraba válido y había que seguir la doctrina de la Iglesia.
El antecedente de 1858: el secuestro del niño judío Edgardo Mortara por el Papado
Un siglo antes, otro caso de ese tipo había llamado la atención del mundo. En 1858, el Santo Oficio y el Papa en ese momento, Pío IX, se enteraron de que un niño judío de 6 años en Bolonia, Italia, había sido bautizado en secreto por la niñera cristiana adolescente analfabeta de la familia, quien dijo que temía que el niño muriera. Instruyeron a la policía de los Estados Pontificios, de los que entonces formaba parte Bolonia, para que se apoderara del niño, cuyo nombre era Edgardo Mortara.
El niño fue enviado a una institución de la Iglesia en Roma establecida para la conversión de judíos y musulmanes.
Si bien los judíos de todas las tierras en las que el Papa gobernó como jefe de Estado habían vivido durante mucho tiempo con el temor de que sus hijos corrieran ese destino, los tiempos estaban cambiando y el secuestro de Edgardo provocó una protesta mundial. A pesar de la presión, el Papa se negó a que liberaran al niño. Finalmente, Edgardo Mortara se convirtió en monje, viajó por Europa y América mientras predicaba en varios idiomas e intentaba convertir judíos. (Esta historia se narra en un libro de 1997, “El secuestro de Edgardo Mortara”).
Sorprendentemente, la posición de la Iglesia sobre el bautismo permanece sin cambios incluso ahora: “Es lícito bautizar un bebé de padres católicos o incluso de padres no católicos, si se considera que está en peligro de muerte, incluso en contra de la voluntad de los padres “.
El caso de Finaly no fue diferente al de Edgardo Mortara. Ambos involucraron el bautismo de niños judíos pequeños sin conocimiento familiar. Ambos involucraron la doctrina de la Iglesia de larga data de que esos niños, ahora considerados católicos, no deben ser criados por familias judías. Sin embargo, en la Europa de mediados del siglo XX, tras el Holocausto, muchas cosas habían cambiado. Casi dos tercios de los judíos de Europa acababan de ser asesinados. Miles de huérfanos judíos estaban esparcidos por todo el continente. Muchos de ellos habían estado escondidos en conventos, monasterios e iglesias, así como con familias católicas.
En junio de 1945, la principal organización francesa de ayuda a los niños estimó que sólo en Francia unos 1.200 niños judíos permanecían en familias o instituciones no judías. Se estimó que un número mucho mayor se encontraba esparcido por Polonia, los Países Bajos y otros países europeos. El historiador canadiense Michael Marrus ofreció una buena descripción general de la situación en un artículo de la revista Commonweal de 2006, “Los desaparecidos: el Holocausto, la Iglesia y los huérfanos judíos”.
El recuerdo de casos como el de Edgardo Mortara había inculcado un sentido especial de sospecha hacia una Iglesia cuyas mismas doctrinas se interponían en el camino del regreso a sus familias biológicas judías de los niños que habían sido bautizados.
Para el Papa Pío XII, que leyó la petición de orientación del cardenal Gerlier en enero de 1953, el tema no era nuevo. El 21 de septiembre de 1945, el secretario general del Congreso Judío Mundial, Léon Kubowitzki, había ido a verlo para hacerle dos solicitudes. Primero, Kubowitzki le había pedido al Papa que emitiera una declaración pública denunciando el antisemitismo. “Lo consideraremos”, había respondido el Papa, aunque al final no hizo ninguna declaración. La segunda solicitud, fue pedir la ayuda del Papa para garantizar que los huérfanos judíos del Holocausto que vivían en países católicos fueran devueltos a su comunidad”. “Le daremos toda nuestra atención”, había dicho el Papa, y le pidió que le enviara “algunas estadísticas” al respecto.
Varios meses después, el 10 de marzo de 1946, el Papa recibió a otro distinguido visitante, el rabino principal de Palestina, nacido en Polonia, Isaac Herzog. La visita de Herzog se produjo como parte de una misión para ayudar a localizar a los huérfanos judíos desaparecidos del Holocausto. Sería de gran ayuda, dijo el rabino, que el Papa hiciera una petición pública a los sacerdotes de Europa pidiéndoles que revelar la ubicación de los niños judíos huérfanos que quedaron en manos de familias e instituciones católicas. Expresando empatía por el desastre que había ocurrido a los judíos de Europa, el Papa dijo que haría que se investigara el asunto y le pidió al rabino que le proporcionara un memorando detallado sobre el tema.
Lo que hizo el Papa a continuación no se ha sabido hasta la apertura de los archivos del Vaticano este año. Herzog regresó al Vaticano el 12 de marzo con el memorando que el Papa había solicitado y fue dirigido a la Secretaría de Estado. Tras la muerte, en 1944, de su primer secretario de Estado, el cardenal Luigi Maglione, Pío XII había dado el paso inusual de no designar un sucesor, sino que dividió el trabajo entre sus dos principales adjuntos, Domenico Tardini y Giovanni Battista Montini. Fue Montini, el futuro Papa Pablo VI, a quien el Papa confiaría más tarde la gestión del caso Finaly. A los ojos tanto de Montini como del Papa, había un hombre considerado el experto de la Secretaría de Estado en todas las cuestiones judías. Este era monseñor Angelo Dell’Acqua, y era Dell’Acqua con quien el rabino debía reunirse.
El Papa decidió no incomodar a Hitler por la deportación de los judíos italianos
Ahora podemos conocer las actitudes de Dell’Acqua hacia los judíos gracias a los documentos de los archivos. Lo más revelador es un notable par de memorandos escritos mientras el Papa consideraba si debía tomar alguna medida, o hacer alguna declaración, luego de la redada de la Gestapo, el 16 de octubre de 1943, de mil judíos de Roma para su deportación a Auschwitz. A partir del mes de septiembre, gran parte de Italia estaba bajo control alemán, con la ayuda de un gobierno títere liderado por Mussolini establecido en el norte. El cerco por parte de los alemanes del antiguo gueto de Roma y el levantamiento de los aterrorizados judíos durante horas había sido traumático para los romanos y planteaba un problema al Papa. Aunque tenía una visión difusa de Adolf Hitler, como se explica en el libro “El Papa y Mussolini”, también se había esforzado por evitar enojarlo y estaba ansioso por mantener relaciones cordiales con los alemanes que ocuparon Roma y cuya buena voluntad ayudó a mantener la Ciudad del Vaticano sin daños. Mientras tanto, más de mil judíos, principalmente mujeres, niños y ancianos, estuvieron detenidos durante dos días en un complejo de edificios justo al lado del Vaticano, a la espera de ser deportados. El Papa era muy consciente de que su silencio podía verse como una abdicación de su responsabilidad moral.
Al final, el Papa consideró imprudente levantar la voz. Los judíos fueron llevados en un tren a Auschwitz, donde murieron casi todos.
A raíz de este evento traumático, y en medio de una redada continua de judíos en toda la Italia controlada por los alemanes, el antiguo emisario jesuita del Papa ante el régimen fascista italiano, el padre Pietro Tacchi Venturi, propuso que se hiciera algún tipo de protesta en el Vaticano. Lo que sugirió fue presentar un escrito a las autoridades alemanas, en el contexto de una reunión privada, no emitido como documento público, pidiéndoles que pusieran fin a su campaña homicida contra los judíos de Italia. Dos meses después de la deportación de los judíos de Roma, llegó a escribir un borrador de lo que debería decir la declaración oficial. El texto que escribió, recién descubierto en los archivos y reimpreso fielmente en la traducción al final de esta nota, se tituló “Nota verbal sobre la situación judía en Italia”.
La esencia de la súplica estaba lejos de ser pro-judía. La declaración propuesta por el Vaticano argumentó que las leyes raciales de Mussolini, instituidas cinco años antes, habían logrado mantener a los judíos en el lugar que les correspondía y, como resultado, no había necesidad de que se tomaran medidas violentas contra ellos. Los judíos de Italia, argumentó Tacchi Venturi, no presentaron motivos de seria preocupación para el gobierno como claramente lo hicieron en otros lugares. Tampoco habían engendrado la misma hostilidad de la parte mayoritaria “aria” de la población, que los judíos despertaban en otros países. Esto se debió en parte a que había muy pocos judíos italianos y en parte a que muchos de ellos se habían casado con cristianos. Las nuevas leyes que confinan a los judíos de Italia en campos de concentración, insistió el jesuita, ofendían el “buen sentido del pueblo italiano”, que creía que “la ley racial sancionada por el gobierno fascista contra los judíos hace cinco años es suficiente para contener a la minoría judía dentro de sus límites adecuados “.
Tacchi Venturi escribió: “Por estas razones, uno alimenta la fe firme de que el gobierno alemán querrá desistir de la deportación de los judíos, tanto la que se hace en masa, como sucedió en octubre pasado, o que se realice individualmente”. Volvió de nuevo a su argumento anterior: En Italia, con la citada ley racial de 1938, observada con rigor, ya se resolvieron los incuestionables inconvenientes que provocaba el judaísmo a la hora de dominar o gozar de gran crédito en una nación. Pero como en la actualidad esto no está sucediendo en Italia, no se comprende por qué y qué necesidad hay de volver a una cuestión que el Gobierno de Mussolini consideró ya resuelta.
El Vaticano no intercede ni por los judíos conversos italianos
¿Podría el Papa permanecer en silencio si continuaba la deportación de los judíos italianos a los campos de exterminio? Al considerar esta cuestión, el mensaje propuesto a las autoridades alemanas, nuevamente, para ser entregado sólo verbalmente, terminó planteando la posibilidad de que el Vaticano pudiera hablar públicamente en algún momento: “Si uno renueva las duras medidas contra la minoría judía mínima, que incluye un número notable de miembros de la religión católica “, es decir, judíos que se habían convertido al catolicismo pero que las autoridades alemanas e italianas todavía consideraban judíos”, ¿cómo podrá la Iglesia permanecer en silencio y no lamentarse en voz alta antes el mundo entero el destino de hombres y mujeres no culpables de ningún crimen hacia los cuales no puede, sin dejar de cumplir su misión divina, negar su compasión y todo su cuidado maternal? ”
Al recibir la protesta propuesta, el cauteloso Pío XII se dirigió a Dell’Acqua en busca de consejo. Dell’Acqua respondió rápidamente, enviando al Papa una larga crítica, recién descubierta, dos días después, desaconsejando el uso de la declaración verbal de Tacchi Venturi, sobre todo porque, en opinión de Dell’Acqua , era demasiado comprensivo con los judíos. “La persecución de los judíos que la Santa Sede deplora con justicia es una cosa”, aconsejó Dell’Acqua al Papa, “especialmente cuando se lleva a cabo con ciertos métodos, y otra muy distinta es tener cuidado con la influencia de los judíos: esto puede ser bastante oportuno “.
De hecho, la revista jesuita supervisada por el Vaticano, La Civiltà Cattolica, había estado advirtiendo repetidamente sobre la necesidad de leyes gubernamentales para restringir los derechos de los judíos a fin de proteger a la sociedad cristiana de sus supuestas depredaciones.
Tampoco, pensó el monseñor, era prudente que el Vaticano dijera, como había propuesto Tacchi Venturi, que no existía un “ambiente ario” en Italia que fuera “decididamente hostil hacia el medio judío”.
Después de todo, escribió Dell’Acqua, “no faltaron en la historia de Roma las medidas adoptadas por los pontífices para limitar la influencia de los judíos”. También hizo un llamamiento al afán del Papa por no enemistarse con los alemanes. “En la Nota se destaca el maltrato al que supuestamente están siendo sometidos los judíos por parte de las autoridades alemanas. Esto incluso puede ser cierto, pero ¿es el caso decirlo tan abiertamente en una nota? Era mejor, concluyó, que se abandonara toda la idea de una presentación formal del Vaticano. Mejor, aconsejó, hablar en términos más generales con el embajador alemán ante la Santa Sede, “recomendándole que no se agrave aún más la ya grave situación de los judíos”.
Dell’Acqua, quien durante el caso Finaly, sería elevado al rango de sustituto de la Secretaría de Estado, uno de los cargos más prestigiosos del Vaticano, y luego se convertiría en vicario cardenal de Roma, terminó su largo memorando al Papa con consejos para los judíos que seguían haciendo tanto ruido sobre los peligros que enfrentaban y los horrores que ya habían experimentado: “También se debe hacer saber a los señores judíos que deben hablar un poco menos y actuar con gran prudencia. “
Fue este prelado quien se reunió con Isaac Herzog, el rabino principal de Palestina, poco más de dos años después. En un largo memorando que ahora se encuentra en los archivos abiertos del Vaticano, Dell’Acqua habló de la reunión y revisó los argumentos del rabino para que el Papa ayudara a que los niños judíos regresaran. “Los niños en cuestión”, dijo el rabino, “son huérfanos, sus padres fueron asesinados por los nazis, como casos que se encuentran especialmente en Polonia; hay otros en Bélgica, Holanda y Francia ”. El rabino, según informó Dell’Acqua, pidió al Santo Padre —o, si no al pontífice personalmente, al Vaticano— que hiciera un llamado público para la liberación de los niños. “Eso”, le dijo el rabino, “facilitaría enormemente nuestra tarea”.
Después de informar sobre la solicitud del rabino, Dell’Acqua ofreció su consejo sobre cómo debería responder el Papa a lo que llamó este “problema bastante delicado”. Comenzó descartando cualquier declaración pública del Papa o del Vaticano. “Tampoco sugeriría responder con un documento de la Secretaría de Estado dirigido al Gran Rabino porque ciertamente sería explotado por la propaganda judía”. En lugar de eso, lo mejor, aconsejó Dell’Acqua, era simplemente dar instrucciones al delegado papal en Jerusalén para que ofreciera una respuesta verbal genérica, diciendo que sería necesario examinar cada caso individualmente. No se debe poner nada por escrito, le aconsejó al Papa.
“Por estar bautizados, los niños le pertenecen a la Iglesia católica”
El 17 de enero de 1953, Pío XII envió el pedido urgente de instrucciones del Cardenal Gerlier sobre el asunto Finaly, al Santo Oficio para recabar su opinión. Una nota del Santo Oficio descubierta en los archivos ofrecía algunos antecedentes históricos: “Según la práctica del Santo Oficio hasta la supresión de los Estados Pontificios en 1870, los niños judíos que se bautizaban sin el permiso de sus padres no fueron devueltos “.
La Iglesia, aconsejaron los consultores, debería hacer todos los esfuerzos posibles para evitar que los niños Finaly fueran devueltos a su familia judía.
En el caso de que la corte francesa decidiera contra Antoinette Brun (la apropiadora) y concediera la tutela a la tía biológica de los niños, “hay que retrasar la ejecución de la decisión durante el mayor tiempo posible, apelando al Tribunal de Casación y utilizando todos los demás medios legales”. Si el fallo final de la corte fuera entonces en contra de la Iglesia, escribieron los consultores, “aconseje a la mujer que se resista … a menos que la mujer sufra daños personales graves y se teman mayores daños para la Iglesia”.
A continuación, el cardenal secretario del Santo Oficio escribió directamente, en francés, al cardenal Gerlier, dictando el fallo del Santo Oficio:
“Los peligros para su fe, si fueran devueltos a su tía judía, requieren una consideración cuidadosa de las siguientes consecuencias: por derecho divino, estos niños pudieron elegir, y han elegido la religión que asegura la salud de su alma; el Derecho Canónico reconoce a los niños que han alcanzado la edad de razón [7 años] el derecho a decidir su futuro religioso; la Iglesia tiene el deber inalienable de defender la libre elección de estos niños que, por su bautismo, le pertenecen”.
Llevados a la España franquista con nombres falsos
Mientras tanto, en Francia, la Madre Antonina -la superiora del internado asociado al convento de Notre-Dame de Sion, donde estaban los niños- temerosa de que el próximo fallo judicial fuera en su contra, hizo que una monja llevara a los niños Finaly a un internado católico a más de 500 kilómetros de Grenoble, en Bayona, cerca de la frontera española, y los registrara bajo nombres falsos. Sus miedos demostraron ser proféticos. El 29 de enero de 1953, el tribunal ordenó que arrestaran a Brun por no presentar a los niños. Brun permaneció en prisión en Grenoble durante las seis semanas. Informada de que la policía estaba buscando a los niños Robert y Gérald, la Madre Antonina temiendo que no estuvieran seguros mientras permanecieran en Francia, se dirigió a Bayona para discutir el asunto con el obispo local. Dos días después de esta visita, los chicos desaparecieron.
Poco tiempo después la Madre Antonina fue acusada de secuestro, y encarcelada. La fotografía de su arresto y el misterio de lo que les había sucedido a los niños Finaly dio inicio a lo que serían muchos meses de intenso interés público en el caso, en Francia y más allá. Durante las próximas semanas, más monjes y monjas fueron arrestados y encarcelados, acusados de participar en una red clerical clandestina que había llevado a los niños a cruzar la frontera española hacia el corazón del País Vasco español.
“Los judíos están vinculados con los masones y los socialistas”
El 24 de febrero, a raíz de la decisión de la corte francesa y el arresto de Antoinette Brun y la Madre Antonina, el Santo Oficio informó al Papa que había enviado al Cardenal Gerlier una nueva carta con la directiva de “esperar el mayor tiempo posible, que depende de cuándo otras razones más serias podrían aconsejar una línea de conducta diferente “.
El Santo Oficio, utilizando uno de los temas antisemitas habituales dentro de la Iglesia Católica Romana durante muchos años, continuó informando al Papa que “los judíos, vinculados con los masones y los socialistas, han organizado una campaña de prensa internacional” en torno al caso. Frente a esta campaña, se quejó, la reacción entre los católicos de Francia había sido lamentablemente débil, y sólo dos de los periódicos católicos habían “alzado enérgicamente su voz en defensa de los derechos de la Iglesia”.
Desde las detenciones, el cardenal Gerlier había aceptado negociar con Jacob Kaplan, rabino jefe de París, para encontrar una salida a la crisis. En su informe del 24 de febrero, el Santo Oficio agregó su propio apoyo cauteloso a la negociación. Dada la situación en la que se enconraban ahora, con la Iglesia recibiendo una paliza en la prensa y un número cada vez mayor de clérigos católicos encarcelados, los cardenales aconsejaron que se hiciera algo para poner fin al caso.
Al mismo tiempo, insistió el Santo Oficio, cualquier acuerdo que requiera el regreso de los niños a Francia tendría que cumplir con dos condiciones. Primero, Robert y Gérald tendrían que ser colocados en una institución educativa “neutral”, “de tal manera que no obstaculizaran la práctica de la religión católica por parte de los niños”. En segundo lugar, debían darse garantías de que Brun, la Madre Antonine y todos los demás acusados de secuestro fueran absueltos de los cargos o amnistiados. Finalmente, advirtió que en cualquier gestión que realizara el cardenal francés Gerlier, no mencionara que recibía instrucciones del Vaticano entre bastidores, “para no comprometer a la Santa Sede en una disputa tan delicada y sensacional”.
El Vaticano estaba en un cambio de nuncios en París en ese momento. Justo cuando el nuncio interino recibió las instrucciones fue visitado por el embajador de Israel en Francia. El embajador vino en nombre de su gobierno para pedirle al Papa que hiciera un llamado público a todos los buenos católicos para que ayuden a encontrar a los niños de los Finaly y que se desvincularan de los monjes y monjas que los habían escondido. “Observé -escribió el emisario papal al informar de la conversación al Vaticano- que se atrevía a preguntar demasiado. La Santa Sede podría apoyar un acuerdo, pero sólo si se dan ciertas garantías con respecto a la Fe de los pequeños. Nunca se disociaría y condenaría públicamente a aquellos que, debe suponerse, actuaron por rectitud de conciencia”.
Los días siguientes fueron testigos de intensas negociaciones entre el sacerdote delegado para representar al cardenal Gerlier y la Iglesia por un lado, y el rabino Kaplan por el otro. Al recibir un borrador del acuerdo propuesto a principios de marzo, el Papa pidió a su experto en asuntos judíos, Dell’Acqua, que preparara un análisis. El asunto Finaly, advirtió Dell’Acqua, había provocado una feroz campaña de prensa contra las autoridades de la Iglesia en Francia, por lo que encontrar la manera de ponerle fin era crucial. Y sin embargo, concluyó, el acuerdo propuesto no brindaba las garantías que la Iglesia estaba buscando.
“Con toda probabilidad – escribió monseñor Dell’Acqua, el experto del Vaticano en Asuntos judíos- el proceso judicial en curso terminará a favor de la tesis judaica y los dos jóvenes terminarán en manos de los judíos que, con una obstinación cada vez mayor y despiadada, forzarán una educación ‘judía’ sobre ellos, con la consiguiente humillación (al menos a los ojos de una parte del público en general) de la Iglesia Católica “.
Cualquier acuerdo, pensó el monseñor, tenía que garantizar la capacidad de los niños para continuar su educación católica. “Si, entonces, los judíos no cumplen el compromiso que asumieron” —agregó Dell’Acqua entre paréntesis, “lo cual es probable” – la culpa será entonces de ellos y la Iglesia siempre podrá, con razón, acusarlos a ellos de hipocresía “.
El Papa también estaba descontento con el acuerdo que habían alcanzado los negociadores en Francia. El cardenal Alfredo Ottaviani, consejero del Santo Oficio, había traído el texto a mediados de marzo para mostrárselo al pontífice. “No se puede dar una aprobación positiva”, se lee en la nota manuscrita del cardenal con lo que le dijo el Papa, con el sello púrpura que marca una decisión papal oficial. El acuerdo, pensó el Papa, no ofrecía suficientes garantías de que los niños no caerían bajo la influencia judía y volverían a la religión de sus padres. Dicho esto, y reconociendo el desastre de relaciones públicas que enfrentaba la Iglesia si no se llegaba a un acuerdo, el Papa trató de responsabilizar del trato al cardenal Gerlier.
Como resultado de estas discusiones con el Papa, el 16 de marzo Montini (futuro Pablo VI) volvió a escribir al nuncio interino en París. Tras señalar el descontento de la Santa Sede por la falta de garantías suficientes previstas en el proyecto de acuerdo, Montini añadió: “Sin embargo, si el cardenal, considerando las circunstancias, cree que puede asumir la responsabilidad de la ejecución del acuerdo, el Santo Oficio no se opone y dará el apoyo prometido para encontrar a los niños ”.
Al mismo tiempo, el jefe de la rama liberal del judaísmo en Francia, el rabino André Zaoui, fue a Roma para abogar en nombre de la familia Finaly. Aunque presumiblemente estaba ansioso por ver al Papa, fue monseñor Angelo Dell’Acqua quien lo recibió, una reunión sobre la que el monseñor informó en un memorando a Pío XII. El Vaticano, le había dicho el rabino a Dell’Acqua, realizaría un acto de “caridad” si ayudara a que Robert y Gérald regresaran a sus familiares.
“Le respondí -informó el monseñor al Papa- que no se trataba de una cuestión de caridad, sino de una cuestión de principios y, por tanto, de justicia. Los dos chicos, al ser católicos, tienen algunos derechos. La Iglesia Católica no sólo tiene derechos con respecto a ellos, sino deberes que debe cumplir ”. Cuando se levantó para irse, el rabino respondió que la comunidad judía también tenía derechos y responsabilidades. “No, son -le dijo Dell’Acqua- del mismo tipo que los de la Iglesia Católica”.
Después de escuchar del cardenal Gerlier que no podría obtener más concesiones por parte de los judíos y que prolongar el encubrimiento de los niños de los Finaly resultaría desastroso para la Iglesia católica en Francia, el Papa a regañadientes dio su aprobación al acuerdo. El 23 de marzo, Montini (futuro Pablo VI) envió un telegrama al nuncio en Madrid informándole de la decisión y aconsejando al clero que ayudara a encontrar y devolver a los niños de los Finaly.
La España franquista intenta no devolver los niños
Las esperanzas de que el acuerdo condujera al rápido regreso de los niños pronto se vieron decepcionadas. Aunque el nuncio en Madrid se reunió con el cardenal primado de España para informarle del deseo del Vaticano de que los niños fueran devueltos, parecía que ni el clero español ni, por sus propias razones, el gobierno español tenían prisa por encontrarlos. Los monjes españoles que escondían a los niños, escribió el cardenal Gerlier en Roma, seguían afirmando que el Papa no estaba ansioso por verlos regresar. En abril, esto provocó otro telegrama al nuncio en Madrid: “El cardenal Gerlier informa que las autoridades religiosas españolas locales donde se encuentran los hermanos Finaly declaran que las garantías contenidas en el acuerdo de Gerlier son insuficientes y no aceptarían la devolución de los niños sin una orden directa de la Santa Sede ”. En una nota de acompañamiento para el Papa, Dell’Acqua destacó la “importancia de que la Santa Sede no aparezca directamente. Es necesario estar atento no sólo a los efectos en Francia sino también en los demás países católicos y no católicos. Si de alguna manera parecía que los niños estaban siendo devueltos debido a la intervención directa de la Santa Sede, eso podría, al menos en algunos países, ser juzgado desfavorablemente ”. En otras palabras, los tradicionalistas de la Iglesia familiarizados con la Doctrina católica podrían estar disgustados con el Papa si se le viera pidiendo el regreso de los niños a su familia judía.
En un esfuerzo por desviar la atención de cualquier responsabilidad de la Iglesia por el continuo ocultamiento de los niños de Finaly en España, Dell’Acqua, con la aprobación del Papa, redactó un artículo para publicarlo en un periódico suizo. Afirmó que no eran los aspectos “religiosos” del caso los que impedían el regreso de los niños, sino cuestiones políticas, “en la medida en que los dos niños pueden considerarse refugiados que han invocado el derecho al exilio”. El 28 de abril, Montini envió el texto del artículo al nuncio en Berna, con la instrucción de que “examine cómo hacer que la prensa de esa nación publique las noticias contenidas en la nota, obviamente sin que conozcan su origen”.
Aún así, no se pudo encontrar a los chicos. Como parte del acuerdo que había alcanzado con el cardenal Gerlier en marzo, el rabino Kaplan permaneció en silencio, pero a principios de junio, bajo la creciente presión de la comunidad judía de Francia, convocó una conferencia de prensa. Los altos funcionarios de la Iglesia, acusó, nunca habían condenado públicamente el bautismo de los niños de Finaly y la Iglesia no había tomado ninguna medida para averiguar su paradero ni el de los sacerdotes y monjas que sabían dónde estaban. Le habían prometido su regreso, dijo el rabino, pero ahora, casi tres meses después, el clero católico todavía los estaba escondiendo.
“La actitud de las autoridades españolas – se quejó el embajador francés ante el Vaticano, como revela un registro vaticano de la conversación- sigue siendo poco clara. Si bien el Ministro de Relaciones Exteriores parece estar a favor de la solución deseada, quienes están a su cargo tienen varios pretextos para evitar la conclusión ”. De hecho, la excusa que los funcionarios españoles dieron en repetidas ocasiones para su inacción fue que eran los monjes vascos españoles los que estaban escondiendo a los muchachos de los Finaly y no querían inflamar más las ya tensas relaciones con esa región. El 22 de junio, el embajador francés siguió con un memorando que entregó a Montini, que Montini a su vez remitió rápidamente al nuncio en Madrid: “El gobernador de San Sebastián [en la región vasca de España] sigue pensando … que el clero vasco español debe tener la útima palabra y que ‘sin una orden formal de Roma, los muchachos permanecerán en las sombras’ ”. El gobierno francés, informó el embajador, consideró que el incumplimiento de la Iglesia de los términos del acuerdo del cardenal Gerlier para el regreso de Robert y Gérald era un asunto de creciente preocupación.
Cuatro días después, un embajador francés muy aliviado llamó a la Secretaría de Estado y se comunicó con Dell’Acqua: Los chicos de Finaly acababan de ser entregados en San Sebastián a Germaine Ribière, la mujer que había estado cruzando la frontera de ida y vuelta en nombre del cardenal Gerlier, tratando de encontrarlos. Los chicos ya habían cruzado la frontera hacia Francia.
A medida que la saga se acercaba a su capítulo final, la batalla por Robert y Gérald Finaly tomaría un nuevo tono. Desde la perspectiva del Vaticano, aunque había aceptado el regreso de los niños, no había aceptado que abandonaran su identidad católica. En respuesta a los informes de prensa de que la tía de los niños, cuyo marido y sus propios hijos permanecieron en Israel durante los meses que había estado en Francia, planeaba llevárselos con ella, Pío XII autorizó que se publicara una noticia redactada por el Santo Oficio, en un periódico católico romano. Un periodista del propio L’Osservatore Romano del Vaticano se encargó de redactarlo, y el Santo Oficio editó el texto final.
El artículo, publicado el 9 de julio, explicaba que cualquier afirmación de que el acuerdo alcanzado entre el cardenal Gerlier y la familia Finaly permitiría llevar a los niños a Israel y convertirse en judíos era errónea. “El libre albedrío de los dos niños, que han declarado su deseo de seguir siendo católicos, está protegido por el acuerdo. Por lo tanto, tienen pleno derecho a profesar y practicar el catolicismo, sin estar expuestos a ninguna presión directa o indirecta … Está claro que la perspectiva de la ‘reeducación’ de los dos niños al judaísmo contrastaría con estas premisas “. Luego, el artículo atacó a la comunidad judía de Francia. Aunque las autoridades de la Iglesia francesa habían cumplido su palabra, decía el artículo, la prensa en las últimas semanas se había llenado de comentarios sarcásticos sobre cuánto tiempo estaba tardando la Iglesia en localizar a los niños. “Incluso los principales rabinos se prestaron a estas dañinas sospechas con palabras que, aparte de cualquier otra consideración, delataban la más absoluta falta de reconocimiento de todo lo que los católicos habían hecho en estos años por los judíos, corriendo el riesgo de la más grave peligros y sin pedir nada, simplemente por caridad cristiana ”.
El 19 de julio, monseñor Montini (futuro Pablo VI) siguió con el tema en una carta al nuevo nuncio en París. “Algunos periódicos -escribió- informan que los hermanos Finaly pronto serán llevados a Israel para ser reeducados en el judaísmo. Eso contrasta con los acuerdos que el Cardenal Gerlier concluyó hace algún tiempo ”. Ordenó, además, al nuncio que llamara la atención del cardenal sobre este hecho y que informara sobre su respuesta.
Los niños son devueltos a su familia biológica
Seis días después, Hedwig Rosner, que había obtenido la tutela legal de sus dos sobrinos, abordó un avión con Robert y Gérald y voló a Tel Aviv.
¿Qué tenía que hacer el Papa ahora? Dell’Acqua ofreció una sugerencia. La prensa judía, escribió en un memorando para el Papa el 29 de julio, consideraba el resultado del asunto Finaly como una victoria. “Me pregunto si no es el caso -propuso monseñor Dell’Acqua- de tener un artículo preparado para La Civiltà Cattolica para desenmascarar a los judíos y acusarlos de deslealtad”. El Papa aparentemente pensó que valía la pena considerarlo, porque dos días después, Montini preparó un mensaje al nuncio en París, quejándose del cardenal Gerlier y pidiéndole su opinión sobre si seguir adelante con el artículo propuesto sería una buena idea. “La conclusión del asunto Finaly -escribió Montini- había infligido un duro golpe a los derechos de la Iglesia y también a su prestigio en el mundo”. Reunido unos días después, el Santo Oficio apoyó la idea de que se requería alguna acción pública, aconsejando al Papa que instruyera al cardenal Gerlier para que presentara una protesta oficial.
Al final, el plan fue abandonado, pero Montini (futuro Pablo VI) envió una protesta por escrito a fines de septiembre al gobierno francés a través de su embajador en el Vaticano. “La Santa Sede -escribió Montini- sólo puede expresar su gran pesar por la solución que se dio a este asunto sin tener en cuenta el interés religioso de los dos jóvenes bautizados. Expresa igualmente el temor de que la educación católica de estos muchachos se vea comprometida, contrariamente al espíritu de un acuerdo suscrito por los representantes de la familia y los de las autoridades eclesiásticas, al cual estas últimas se han mantenido fieles ”.
El Papa Pío XII debía estar indudablemente horrorizado por la matanza, pero como Papa o, antes, como Secretario de Estado del Vaticano, nunca se había quejado de las duras medidas tomadas contra los judíos cuando una nación católica tras otra introdujo leyes represivas (Italia en 1938, y Francia en 1940). Nunca se le pasó por la mente que podría haber existido un vínculo entre los siglos de demonización de los judíos por parte del catolicismo y la capacidad de las personas que se consideraban católicas para asesinar judíos.
El hecho de que el régimen de Mussolini usara en gran medida los materiales de la Iglesia —sus periódicos y revistas llenos de referencias a las medidas que los Papas habían tomado durante siglos para proteger a la sociedad cristiana “sana” de la amenaza que representaban los judíos— para justificar sus leyes antisemitas llevó poco a cuestionarse la Doctrina o la práctica de la Iglesia bajo su papado.
La Iglesia católica se consideraba por encima de la sociedad civil
Entre las revelaciones de los documentos recientemente disponibles está el poco impacto que tuvo el Holocausto en la visión del Vaticano, a la vista de sus acciones en el caso de los chicos Finaly. Si bien los documentos muestran alusiones ocasionales del Papa y quienes lo rodeaban al sufrimiento experimentado recientemente por el pueblo judío, estas expresiones de simpatía no se tradujeron en una preocupación especial por los deseos de los padres de Robert y Gérald Finaly o por los sobrevivientes de la familia Finaly que trató de acoger a los niños.
Lo que se ve claramente al leer los registros del Vaticano es que las prerrogativas de la Iglesia Católica Romana importaban por encima de todo: que, de acuerdo con la doctrina de la Iglesia, el bautismo -incluso dado en contra de los deseos de la familia, y a menores de edad- le daba a la Iglesia el derecho a apropiarse de los niños. Esta doctrina fue lo que motivó a los monjes y monjas que trasladaban a los niños, bajo nombres ficticios, de un escondite a otro.
La voluntad del Papa Pío XII y de los hombres de la curia de evitar que la familia Finaly obtuviera la custodia de los niños, sólo se vio atenuada por su preocupación por la mala publicidad, una preocupación constantemente destacada por el cardenal Gerlier en sus súplicas cada vez más urgentes a Roma. Temía especialmente que la mala publicidad estuviera debilitando la posición política de la Iglesia en Francia y sus esfuerzos por conseguir que el gobierno francés de la posguerra otorgara reconocimiento estatal a las escuelas parroquiales católicas.
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