Por Guillermo Sacomano
Wang Wei:
autorretrato de espaldas.
Signos grabados en
conchillas de carey y huesos de búfalo, signos en vasijas sagradas, signos
diseñados en pliegos de bambú, signos en madera, signos en pergaminos y en
papel de seda. De dónde vienen sus voces, cómo establecen con nuestra época una
conexión a través de tiempo y espacio composiciones remotas que nos hablan de
lo que olvidamos, de lo que a veces no queremos ni saber porque nos cuestiona.
Cuántos días y noches transcurrieron desde esos poemas hasta ahora, qué nos
dicen esas caligrafías que nos resultan exóticas y, sin embargo, más allá del
exotismo, de las túnicas, armas, ritos y leyendas, al ser traducidas, son tan
nosotros. En qué consiste el atractivo de una poética que, por la índole de su
escritura, cautivó tanto, entre otros, a Octavio Paz y Jacques Lacan (asistido
en su conocimiento por Francois Cheng) y más acá al inexorable Juanele Ortiz.
Sin duda, se trata de un arte de la sutileza, una dialéctica entre vacío y
plenitud, que no elude el realismo.
El vínculo entre
poetas y poder -tan conflictivo entonces como en el presente más inmediato-
proviene del fondo mismo de la historia china. Desde la dinastía Shang (1523 a
1122 a. C.), la escritura china se conecta con lo oracular y adquiere un
carácter sagrado. Con el correr de los siglos, sin perder la intención
adivinatoria, la escritura poética se bifurcará instalándose además como lírica
de la vida diaria. La mejor demostración está en la vasta y prolífica Edad de
Oro de la dinastía Tang (618-907). De más de dos mil poetas Tang, alcanzaron a
la actualidad casi cincuenta mil poemas. Componían gobernantes, soldados,
cantantes y aldeanos.
En una sociedad
feudal de impuestos vampíricos, reclutamientos forzosos y batallas, la viuda
del mandarín Wang, madre de dos nenas y dos nenes, culta y budista, instruye a
los varones huérfanos en una formación que les permita abrirse un camino en la
vida y rendir los exámenes para ingresar como funcionarios a la corte del
emperador. A los ocho años, Wang Wei ya es conocido por sus escritos. A los
veintidós es designado como Asistente en la Oficina de la Música Imperial.
Acusado en un enredo protocolar, se lo deporta al monte Song como administrador
de graneros. Más tarde, recobrado su prestigio, es otra vez nombrado
funcionario. Por entonces traba amistad con otros poetas, entre ellos el
consagrado Tu Fu. Junto con Li Po, el maestro legendario que murió ahogado al
caerse una noche de un bote por querer acariciar la luna, Wang Wei integrará el
elenco de celebridades de la dinastía Tang. Tiene treinta años cuando muere su
esposa. Se recluye en el duelo. Y si bien se le conceden rangos importantes,
sólo piensa en el retiro a la vida natural y la meditación: “A medida que pasan
los años mi espíritu se serena, / liberado de las diez mil preocupaciones. / Me
pregunto a mí mismo y ya sé la respuesta. / ¿Hay algo mejor que el regreso al
hogar? / El viento en el bosque de pinos agita mi túnica / y mi laúd se platea
bajo la pálida luna. / ¿ Te interesa saber en qué consiste la buena fortuna? /
En la orilla distante, un pescador sigue cantando”. Pero Wang Wei, a diferencia
de sus compañeros, no se limita sólo a la poesía y es también dibujante y
pintor, un adelantado en lo que más tarde, en Japón, se consideraría el arte
sumyé: el dibujo en un papel poroso que no ofrece chance de corrección, donde
la mínima chapucería queda al descubierto si se pretende arreglar aquello que
falló en el primer trazo. Esta actitud de riesgo y apuesta, la exigencia en el
trazo espontáneo que requiere el sumyé japonés, es la misma que trasunta, con
anterioridad, la poesía Tang. Justificadamente se ha dicho que cuando Wang Wei
pintaba, escribía. Y cuando escribía, pintaba.
De Tu Fu no ha
perdurado ningún autorretrato, pero se lo representa serio y vestido de
letrado. A veces se lo ve con un pincel en la mano, listo para escribir. Como
tutor privado se trasladó a menudo en un burro. Fue deportista, se destacó en
la equitación y fue también un tirador eximio con arco. Hasta que en el año
755, momento de revueltas y violencia, la guerra civil arrasó el país. Cuando
la enfermedad, el hambre, el frío y los achaques de la edad lo martirizaron,
supo componer la “Balada de las cien pesadumbres acumuladas.”
Podría conjeturarse
que, al interesarse en esta poesía uno quiere evadirse de la actualidad. Pero
por qué no pensar otro aspecto de la búsqueda, la noción de sentido: cómo
encontrar belleza en medio de lo que nos lastima y percude. Es cierto, como
sugiere el santafecino Hugo Gola en sus “Prosas”, que para cincelarla los
chinos recurrieron a esa indispensable equidistancia y ecuanimidad que la
poesía reclama. He aquí un misterio eterno a resolver: cómo crear cuando la
injusticia y la impiedad se ciernen. Aunque pueda sonar a autoayuda hay en esta
búsqueda un saber que no es precisamente consolador, porque el padecimiento
puede ser un detonador de otra cosa, por ejemplo, una hermosa catarsis
testimonial. Me remito a Tu Fu: “Tengo una hermana menor, vive en Zhongli. / Su
marido murió joven, sus hijos nacieron tontos. / En el profundo Huai, olas
altas, dragones furiosos. / Más de diez años sin verla, / ¿cuándo la podré encontrar?
/ Quisiera partir en mi frágil lancha. / Pero no se ven sino flechas / por el
sur invadido, una selva de estandartes y banderas. / Ay de mí, es mi cuarta
canción, la repito cuatro veces / y los monos se lamentan por mí en pleno día”.
Tu Fu, prisionero en
la ciudad de Chang destruida por la violencia, piensa en sus hijos refugiados
con su madre en un lugar lejano, y se pregunta si serán capaces de recordar
esta ciudad cuyo nombre significa “larga paz”. Entonces escribe: “Patria
arruinada. Nos quedan sus ríos y montañas. / La primavera llega a la ciudad:
tupida se vuelve la floresta. / La amarga época arranca lágrimas a las flores.
/ La cruel separación espanta el vuelo de los pájaros. / Llamas de guerra
llevan ardiendo tres meses. / Mil onzas de oro vale una carta de la familia. /
El exilio se lleva incesante mis canas.”
Al leer estos
vestigios, qué aprendió la humanidad de la interpretación de esos registros de
incertidumbre y angustia. Estas anotaciones, lo admito, pueden ser leídas con
desencanto por aquellos optimistas que imaginan una humanidad mejor luego de la
peste. Pero daría la impresión de que no hemos aprendido demasiado. Es que en
esos poemas hay algo que me toca. Preferiría, en modo naive, no contaminar el
arte con la incidencia de lo político. Wang Wei y Tu Fu, hijos de su tiempo,
habrían compartido este deseo de gratuidad. Pero el arte es comunicación y la
comunicación es política. Por tanto, los acontecimientos vividos los
enfrentaron a la imposibilidad de negación. Y con la delicadeza de su
caligrafía, nos siguen formulando incógnitas amargas que no pueden sernos
ajenas.
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