Me dicen que Perón se ponía medio cachondo cuando hablaba del Che. Sonreía a toda boca y contaba: “Me vino a ver a Madrid y me preguntó si yo no tenía gente para la revolución. Y le contesté que no tenía”. Si fue así, tal vez haya sido el más grande error de apreciación del Che. Dos argentinos. De distintas generaciones. Uno murió en la acción, el otro en la cama abanicado por López Rega e Isabelita, mientras Ruckauf lloraba en un saloncito privado. Mientras Rodríguez Saá, De la Sota, Romerito, Barrionuevo y cierta mafia bonaerense se disputan los desechos del peronismo y Reutemann hace calentar sillas, el Che es cada vez más mito. En casi todos los dormitorios de la juventud, en vez del crucificado de ayer está su foto. El Cristo de la Revolución. A él lo crucificaron los norteamericanos con la ayuda de pobres mercenarios bolivianos sin calzoncillos.
Nos faltaba a los argentinos esa figura que poseían los mexicanos con Emiliano Zapata y los nicaragüenses con Sandino. Los convencidos de sus muertes. Los altruistas.
Teníamos otros, pero ningún Emiliano, ningún Augusto César, hasta que vino el Che. Y ya estamos a la par. Los tres asesinados, los tres liberadores, los tres que fueron siempre al frente. En tres pueblos de burócratas, mentirosos, putañeros, ladrones, cagados y cagones, de pronto ellos. Emiliano, Sandino y el Che. Ahí, en los bosques, las pampas, las villas.
Pero en monumentos, no. Acabo de venir del sur y nosotros los argentinos preferimos los monumentos a los que nos enseñaron la angurria y el racismo: por todos lados Roca y el perito Moreno, el perito Moreno y Roca. Aquel perito Moreno porque marcó definitivamente las fronteras del egoísmo con Chile y decía que los mapuches tienen “cara de sapo” y que creó la Liga Patriótica Argentina que en la Semana Trágica les enseñó a los judíos del Once a aprender que nosotros somos “argentinos y católicos”; y ese general Roca que fue a Londres a vanagloriarse de cómo había eliminado al “salvaje” y conquistado sus tierras para el negocio internacional. Los ingleses siguieron al pie de la letra y después en sus estancias eliminaron al tehuelche con sus famosos “cazadores de indios”. Gloria y loor, al perito, perito, perito y a Roca, Julio Argentino.
Pero nos quedamos con el Che. Con él no podemos hacer ni una interpretación sociológica ni politológica. No podemos decir que se equivocó. Era así. Tenía consagrada en la mirada la luz de los mártires. Y por undécima vez me voy a arrepentir por escrito cuando el 4 de enero de 1960, en aquella entrevista interminable, después que el Che nos explicó cómo había que hacer la revolución en la Argentina, yo le planteé lo casi invencible que era la represión argentina: policía, ejército, aeronáutica, marina y la derecha de los infinitos alcahuetes de la SIDE. Recuerdo sus ojos grandes mirándome con tristeza: “Son todos mercenarios”, fue su respuesta.
Claro, ¡cómo yo le voy a explicar los peligros al Che Guevara! Hago aquí mi autocrítica sentimental. ¿Cómo yo le puedo decir tan luego al Che que los uniformados que nos dio el egoísmo de nuestra sociedad pueden ser un peligro para sus ideales? No, fue un abuso de mi parte, una pequeñez, un atajo burguesito. El me siguió mirando con triste mirada. Claro, Ernesto Che, son todos mercenarios, no los puedes considerar ni como enemigos.
A él lo quisieron matar en vano los mercenarios y pasaron a la historia como meros asesinos, como los que en nuestro país quisieron matar en vano a los treinta mil mejores jóvenes de nuestra historia. Ya están muertos para siempre, los Videla y Massera, viviendo el resto de sus miserables vidas encerrados en sus propios excrementos de verdugos.
El Che fue el héroe máximo de una época de liberación. Hoy, los héroes de la dignidad del pueblo son los oradores de las asambleas en las calles, de los piquetes de los suburbios populosos y humillados, son los obreros que han tomado las fábricas abandonadas y producen el pan de todos los días con manos ágiles y mentes formadas en la solidaridad y el altruismo. Como el Che, en un mundo rodeado de mafias, caudillejos que se alían a criminales de uniforme, Jaunarenas que marcan el paso al lado de los militares asesinos que miran torvos a ver dónde pueden volver a repetir sus batallas contra el pueblo. Hadades que soban el lomo a los uniformados y civiles alcahuetes que vigilan que no se toque el poder de la injusticia y la desigualdad.
El Che, héroe argentino y latinoamericano para la eternidad. Sus asesinos son todavía los dueños de la tierra. Pero no han podido destrozar el símbolo, por más remeras que han producido. Está ahí, ni Dios ni tirano, un Hijo del Pueblo que no se calló la boca ni pactó nunca ante los mercenarios.
Por Osvaldo Bayer
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